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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (18 page)

Con la pubertad llegó también el terror a la comida. El secuestrador me bajaba una báscula al zulo una o dos veces por semana. Yo pesaba entonces cuarenta y cinco kilos y era una niña rellenita. En los años siguientes crecí y fui adelgazando.

Tras una fase de relativa libertad a la hora de «pedir» la comida, en el primer año de cautiverio el secuestrador había ido asumiendo el control y exigiéndome que repartiera bien las raciones. La privación de alimentos había sido, junto a la prohibición de ver la televisión, una de sus estrategias más efectivas para mantenerme a raya. Pero cuando cumplí doce años y mi cuerpo se desarrolló, empezó a añadir al racionamiento de la comida comentarios ofensivos y continuos reproches.

«¡Mírate! ¡Eres gorda y fea!»

«¡Eres tan glotona que te vas a comer hasta los pelos de la cabeza!»

«¡Quien no trabaja no necesita comer!»

Sus palabras eran como dardos. Antes del secuestro yo ya estaba muy insatisfecha con mi figura, que me parecía el mayor obstáculo para llevar una infancia feliz. El convencimiento de estar gorda me hacía odiarme a mí misma. El secuestrador sabía perfectamente qué tecla tocar para dañar mi autoestima. Y lo hacía sin piedad.

Pero al mismo tiempo actuaba de un modo tan hábil que durante las primeras semanas y meses casi me sentí agradecida por ese control. Al fin y al cabo, me ayudaba a alcanzar uno de mis objetivos más importantes: estar delgada. «¡Mírame a mí! Yo apenas necesito comer —me decía una y otra vez—. Debes verlo como una cura.» Yo veía, de hecho, cómo perdía grasa y adelgazaba. Hasta que el control de la comida, supuestamente beneficioso, se convirtió en un terror que casi me lleva a morir de hambre a los dieciséis años.

Hoy creo que el propio secuestrador, que era extremadamente delgado, padecía una anorexia que me transmitió a mí. Desconfiaba de los alimentos de todo tipo. Consideraba a la industria alimentaria capaz de cometer un asesinato colectivo con comida envenenada. No utilizaba especias porque había leído que la mayoría procedían de India y que habían sufrido radiaciones. A ello se unía su tacañería, que se fue haciendo cada vez más enfermiza a lo largo de mi cautiverio. ¡Hasta llegó a parecerle cara la leche!

Mis raciones de comida se redujeron de forma drástica. Por la mañana tomaba una taza de té y dos cucharadas de cereales con un vaso de leche o un trozo de bizcocho que a veces era tan fino que se podría haber leído el periódico a través de él. Las golosinas sólo las probaba después de haber sufrido un grave maltrato. A mediodía y por la noche recibía la cuarta parte de una «ración adulta». Siempre que el secuestrador aparecía en el zulo con comida preparada por su madre o una pizza regía la misma norma: tres cuartas partes para él, una para mí. Si me preparaba yo misma la comida, él me indicaba previamente lo que podía tomar: doscientos gramos de verdura congelada cocida o medio plato preparado. Además, un plátano o un kiwi al día. Si me saltaba la norma o comía más de lo permitido, tenía que contar con un ataque de furia.

Me obligaba a pesarme a diario y controlaba escrupulosamente las anotaciones sobre la evolución de mi peso.

«Tómame a mí como ejemplo.»

Sí, toma su ejemplo. ¡Soy tan glotona! ¡Estoy tan gorda! La permanente y profunda sensación de hambre se mantenía.

En ese momento todavía no me dejaba largas temporadas sin comer, eso vino después. Pero enseguida pudieron apreciarse las consecuencias de la desnutrición. El hambre afecta al cerebro. Cuando se come demasiado poco no se puede pensar en otra cosa que: ¿dónde puedo conseguir el siguiente bocado? ¿Cómo puedo conseguir un trocito de pan? ¿Cómo puedo manipularle para que me dé un poco de su triple ración? Yo sólo pensaba en la comida, pero al mismo tiempo me reprochaba a mí misma ser una glotona.

Le pedía que me llevara folletos de los supermercados, y los hojeaba con ansia cuando estaba sola. Me inventé un juego que llamé «Sabores»: imaginaba, por ejemplo, que tenía un trozo de mantequilla encima de la lengua. Fría y dura, derritiéndose lentamente, hasta que el sabor inundaba toda la boca. Luego pensaba en unas albóndigas de cerdo: las mordía en mi mente, sentía la masa entre los dientes, el relleno con tocino. O en fresas: el jugo dulce en los labios, el roce de los pequeños granitos en el paladar, el sabor ácido en la lengua.

Podía pasar horas con este juego, y me metía tanto en él que casi podía sentir que comía de verdad. Pero las calorías imaginarias no le servían de nada a mi cuerpo. Empezaron a darme mareos cuando me ponía de pie mientras trabajaba, o tenía que sentarme porque estaba tan débil que las piernas apenas ya me sostenían. El estómago me rugía todo el rato, y a veces estaba tan vacío que tenía que meterme en la cama con unos espasmos que trataba de aliviar tomando agua.

Tardé un tiempo en darme cuenta de que al secuestrador no le importaba mi figura, sino mantenerme débil y sumisa gracias al hambre. Sabía muy bien lo que hacía. Ocultaba sus verdaderos motivos lo mejor que podía. A veces se le escapaban frases que le delataban: «Ya estás otra vez muy respondona, tengo que darte menos de comer». Quien no tiene suficiente comida no piensa bien. Y mucho menos se le ocurre rebelarse o escapar.

Uno de los libros que había en la estantería y que el secuestrador valoraba de forma especial era Mi lucha, de Adolf Hitler. Hablaba de Hitler a menudo y con admiración, y no dudaba en expresar su opinión: «Hizo bien gaseando a los judíos». Su ídolo político contemporáneo era Jörg Haider, líder del partido de extrema derecha Freiheitliche Partei Österreichs. Priklopil arremetía con frecuencia contra los inmigrantes, a los que llamaba, en la jerga de la ciudad del Danubio, «tschibesen», una palabra que me sonaba de los discursos racistas de los clientes de las tiendas de mi madre. Cuando el 11 de septiembre de 2001 se estrellaron los aviones contra el World Trade Center se alegró muchísimo. Vio quebrado el dominio de «la costa este americana» y de «los judíos del mundo».

Aunque nunca me creí del todo su postura nacionalsocialista —parecían palabras aprendidas y repetidas de forma maquinal—, había algo de lo que él estaba firmemente convencido. Para él yo era alguien con quien podía hacer lo que quisiera. Se sentía superior. Yo era un ser de segunda clase.

Y en eso me convertí al menos en cuanto al aspecto externo.

Desde el principio tuve que ocultar mi pelo bajo una bolsa cada vez que me sacaba del zulo. Su obsesión por la limpieza se mezclaba con su manía persecutoria. Cualquier pelo era una amenaza para él; si aparecía la policía podía seguir mi rastro y llevarle a prisión. Así que tenía que recogerme el pelo con pinzas y horquillas, ponerme la bolsa de plástico en la cabeza y sujetarla con una gruesa cinta elástica. Si mientras trabajaba se soltaba un mechón de pelo y me caía por la frente, él me lo metía enseguida debajo de la bolsa. Cualquier pelo mío que se encontrara lo quemaba con el soplete o con un mechero. Tras la ducha retiraba con sumo cuidado todos los pelos del desagüe y luego vaciaba media botella de desatascador para eliminar cualquier resto de las tuberías.

Sudaba debajo del plástico, me picaba todo. Los dibujos impresos en las bolsas dejaban rayas amarillas y rojas en mi frente, las horquillas se me clavaban en la cabeza, tenía zonas rojas por todas partes. Si me quejaba, él me decía musitando: «¡Si fueras calva, no tendrías esos problemas!».

Me negué durante mucho tiempo. El pelo era una parte importante de mi personalidad. Creía que si me lo cortaba sacrificaría una gran parte de mí. Pero un día ya no aguanté más. Entonces el secuestrador ya me dejaba tener tijeras. Así que las cogí y fui cortando mechón a mechón. Tardé más de una hora en dejarme el pelo tan corto que al final mi cabeza estaba cubierta sólo por unos restos desgreñados.

El completó la obra al día siguiente. Me afeitó hasta el último pelo de la cabeza con una maquinilla. Estaba calva. El proceso se repitió con regularidad durante los años siguientes, cuando él me duchaba en la bañera. No podía quedar ni el más mínimo pelo. Nada.

Mi aspecto debía de resultar penoso. Se me marcaban las costillas, tenía los brazos y las piernas llenas de hematomas y las mejillas hundidas.

Al hombre que me había hecho todo aquello pareció gustarle el resultado. Pues a partir de entonces me obligó a trabajar semidesnuda en la casa. Por lo general yo llevaba una gorra y unos calzoncillos. A veces también una camiseta o leggins. Pero nunca iba vestida del todo. Probablemente le gustara humillarme de esa forma. Pero seguro que era también una de sus pérfidas medidas para evitar que me escapara. Estaba convencido de que no me atrevería a salir a la calle medio desnuda. Y tenía razón.

En aquella época mi refugio adquirió una doble función. Yo todavía lo temía como prisión, y las muchas puertas tras las que estaba encerrada me producían una claustrofobia que me llevaba a buscar como loca pequeñas aberturas por las que poder encontrar una salida secreta al exterior. No había ninguna. Al mismo tiempo, mi pequeña celda era el único sitio donde estaba más o menos a salvo del secuestrador. Cuando al final de la semana me llevaba abajo, bien abastecida de libros, vídeos y comida, sabía que durante tres días me libraría del trabajo y el maltrato. Recogía, limpiaba y me preparaba para pasar una tarde tranquila delante del televisor. A veces el viernes por la noche me había comido ya todas las provisiones que tenía para el fin de semana. Tener la tripa llena por una vez me hacía olvidar que de esa forma luego pasaría más hambre.

A comienzos de 2000 el secuestrador me permitió tener una radio con la que podía oír emisoras austríacas. Él sabía que, dos años después de mi desaparición, se había abandonado la búsqueda y mi caso había perdido interés para los medios de comunicación. Se podía permitir dejarme escuchar las noticias. La radio se convirtió en mi cordón umbilical con el mundo; los locutores, en mis amigos. Sabía perfectamente cuándo estaba cada uno de vacaciones o quién se jubilaba. Intenté obtener una imagen del mundo exterior a través de los programas de la emisora de corte cultural 01. Con FM4 aprendí algo de inglés. Cuando estaba a punto de perder el contacto con la realidad, me salvaban los programas de entretenimiento de Ö3—Wecker, en los que la gente llamaba desde el trabajo y hacía peticiones de música. A veces tenía la impresión de que también la radio era parte de una puesta en escena que el secuestrador había organizado a mi alrededor y en la que todos participaban: los presentadores, los oyentes que llamaban, los locutores de las noticias. Pero en cuanto salía algo inesperado por los altavoces, volvía a la realidad.

La radio fue tal vez mi mejor acompañante en esos años. Me transmitía la seguridad de que más allá del martirio de aquel sótano existía un mundo que seguía girando… y al que valía la pena regresar algún día.

Mi segunda gran pasión era la ciencia ficción. Leí cientos de libros de Perry Rhodan y Orion, en los que los héroes viajaban por lejanas galaxias. Me fascinaba la posibilidad de viajar en el tiempo y de cambiar en un segundo de sitio y dimensión. Cuando a los doce años recibí una impresora térmica, empecé a escribir mi propia novela de ciencia ficción. Los personajes estaban basados en el equipo de Star Trek: la nueva generación, pero pasé muchas horas y me costó mucho esfuerzo desarrollar protagonistas femeninas fuertes, independientes y seguras de sí mismas. La creación de tramas alrededor de mis personajes, a los que equipé con las más audaces innovaciones técnicas, me salvó de muchas noches oscuras en el zulo. Las palabras se convertían durante unas horas en una cápsula protectora que me envolvía y que nada ni nadie podía tocar. De mis novelas sólo quedan hoy hojas vacías. Las letras fueron palideciendo en el papel térmico hasta desaparecer.

Debieron de ser las series y los libros llenos de viajes en el tiempo los que me llevaron a planear mi propio viaje a través del tiempo. Un fin de semana, cuando tenía ya doce años, me invadió tal sensación de soledad que me dio miedo volverme loca. Me había despertado empapada en sudor y había descendido con cuidado por la estrecha escalerilla de mi cama en la más completa oscuridad. En el suelo del zulo sólo quedaba libre una superficie de dos o tres metros cuadrados. Di varias vueltas en círculo, chocando todo el rato con la mesa y la estantería. Out of space. Sola. Una niña débil, hambrienta y asustada. Necesitaba a un adulto, una persona que me rescatara. Pero nadie sabía dónde estaba. La única posibilidad era convertirme yo misma en ese adulto.

Antes siempre me consolaba imaginando a mi madre dándome ánimos. Me metía en su papel e intentaba obtener un poco de su fortaleza. Ahora me imaginaba a una Natascha adulta que me ayudaba. Mi propia vida se abrió ante mí como un rayo que atravesaba el tiempo y llegaba hasta el futuro. Yo estaba en la cifra doce. A lo lejos veía a mi propio yo con dieciocho años. Grande y fuerte, segura de sí misma e independiente como las mujeres de mi novela. Mi yo de doce años avanzó despacio por el rayo, mi yo adulto se acercó hacia mí. Al llegar al centro nos dimos la mano. Noté un tacto suave y cálido, y al mismo tiempo sentí que la fuerza de mi yo grande se transmitía al pequeño. La Natascha grande abrazó a la pequeña, a la que no le quedaba ni su nombre, y la consoló. «¡Te sacaré de aquí, te lo prometo! Ahora no puedes huir, eres todavía muy pequeña. Pero cuando tengas dieciocho años venceré al secuestrador y te sacaré de esta prisión. No te dejaré sola.»

Esa noche cerré un trato con mi propio yo futuro. Y he cumplido mi palabra.

Capítulo 7. Entre la locura y el mundo real. Las dos caras del secuestrador

Esta sociedad necesita criminales como Wolfgang Priklopil para ponerle rostro a la maldad que vive en ella y apartarla de sí misma. Necesita las imágenes de zulos escondidos en sótanos para no tener que mirar en las numerosas casas y jardines en los que la violencia muestra su cara más burguesa. Utiliza a las víctimas de casos espectaculares, como yo, para librarse de la responsabilidad de las muchas víctimas sin nombre a las que no se ayuda… aunque ellas pidan auxilio.

Hay pesadillas de las que se despierta y se sabe que sólo han sido un sueño. Durante mis primeros tiempos en el zulo me aferré a esta posibilidad de despertar y pasé muchas horas planificando cómo serían mis primeros días en el exterior. En esa época el mundo del que había sido arrancada todavía era real. Estaba habitado por personas reales de las que sabía que en todo momento se preocupaban por mí y que harían hasta lo imposible por encontrarme. Podía describir cada detalle de ese mundo: mi madre, mi dormitorio, mis vestidos, nuestra casa. El mundo en el que había aterrizado, en cambio, tenía los colores y el olor de lo irreal.

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