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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Zaragoza (24 page)

- XXIX -

¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga.

Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo: de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos
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; su suelo abrirase vomitando llamas; y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.

Llegó el momento de la suprema desesperación. Francia ya no combatía: minaba. Era preciso desbaratar el suelo nacional para conquistarlo. Medio Coso era suyo, y España destrozada se retiró a la acera de enfrente. Por las Tenerías, por el arrabal de la izquierda, habían alcanzado también ventajas, y sus hornillos no descansaban un instante.

Al fin ¡parece mentira!, nos acostumbramos a las voladuras, como antes nos habíamos acostumbrado al bombardeo. A lo mejor se oía un ruido como el de mil truenos retumbando a la vez. ¿Qué ha sido? Nada: la Universidad, la capilla de la Sangre, la casa de Aranda, tal convento o iglesia que ya no existe. Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta; era tener por morada las regiones del rayo, mundos desordenados donde todo es fragor y desquiciamiento. No había sitio alguno donde estar, porque el suelo ya no era suelo y bajo cada planta se abría un cráter. Y sin embargo, aquellos hombres seguían defendiéndose contra la inmensidad abrumadora de un volcán continuo y de una tempestad incesante. A falta de fortalezas, habían servido los conventos; a falta de conventos, los palacios; a falta de palacios, las casas humildes. Todavía había algunas paredes.

Ya no se comía. ¿Para qué, si se esperaba la muerte de un momento a otro? Centenares, miles de hombres perecían en las voladuras y la epidemia había tomado carácter fulminante. Tenía uno la suerte de salir ileso de entre la lluvia de balas, y luego al volver una esquina, el horroroso frío y la fiebre, apoderándose súbitamente de la naturaleza, le conducían en poco tiempo a la muerte. Ya no había parientes ni amigos; menos aún: ya los hombres no se conocían unos a otros, y ennegrecidos los rostros por la tierra, por el humo, por la sangre, desencajados y cadavéricos, al juntarse después del combate, se preguntaban: «¿quién eres tú? ¿Quién es Vd.?».

Ya las campanas no tocaban a alarma, porque no había campaneros: ya no se oían pregones, porque no se publicaban proclamas; ya no se decía misa, porque faltaban sacerdotes; ya no se cantaba la jota, y las voces iban expirando en las gargantas a medida que iba muriendo gente. De hora en hora el fúnebre silencio iba conquistando la ciudad. Sólo hablaba el cañón, y las avanzadas de las dos naciones no se entretenían diciéndose insultos. Más que de rabia, las almas empezaban a llenarse de tristeza, y la ciudad moribunda se batía en silencio para que ni un átomo de fuerza se le perdiera en voces importunas.

La necesidad de la rendición era una idea general; pero nadie la manifestaba, guardándola en el fondo de su conciencia, como se guarda la idea de la culpa que se va a cometer. ¡Rendirse! Esto parecía una imposibilidad, una obra difícil, y perecer era más fácil.

Pasó un día después de la explosión de San Francisco; día horrible que no parece haber existido en las series del tiempo, sino tan sólo en el reino engañoso de la imaginación.

Yo había estado en la calle de las Arcadas poco antes de que la mayor parte de sus casas se hundieran. Corrí después hacia el Coso a cumplir una comisión que se me encargó y recuerdo que la pesada e infecta atmósfera de la ciudad me ahogaba, de tal modo que apenas podía andar. Por el camino encontré el mismo niño que algunos días antes vi llorando y solo en el barrio de las Tenerías. También entonces iba solo y llorando, y además el infeliz metía las manos en la boca, como si se comiese los dedos. A pesar de esto nadie le hacía caso. Yo también pasé con indiferencia por su lado; pero después una vocecilla dijo algo en mi conciencia, volví atrás y me le llevé conmigo, dándole algunos pedazos de pan. Cumplida mi comisión, corrí a la plazuela de San Felipe, donde después de lo de las Arcadas, estaban los pocos hombres que aun subsistían de mi batallón. Era ya de noche, y aunque en el Coso había gran fuego entre una y otra acera, los míos fueron dejados en reserva para el día siguiente, porque estaban muertos de cansancio.

Al llegar vi un hombre que envuelto en su capote paseaba de largo a largo sin hacer caso de nada ni de nadie. Era Agustín Montoria.

—¡Agustín! ¿Eres tú? —le dije acercándome—. ¡Qué pálido y demudado estás! ¿Te han herido?

—Déjame —me contestó agriamente—, no quiero compañías importunas.

—¿Estás loco? ¿Qué te pasa?

—Déjame, te digo —añadió, repeliéndome con fuerza—. Te digo que quiero estar solo. No quiero ver a nadie.

—Amigo —exclamé, comprendiendo que algún terrible pesar perturbaba el alma de mi compañero—, si te ocurre algo desagradable dímelo y tomaré para mí una parte de tu desgracia.

—¿Pues no lo sabes?

—No sé nada. Ya sabes que me mandaron con veinte hombres a la calle de las Arcadas. Desde ayer, desde la explosión de San Francisco, no nos hemos visto.

—Es verdad —repuso—. Gabriel, he buscado la muerte en esa barricada del Coso y la muerte no ha querido venir. Innumerables compañeros míos cayeron a mi lado y no ha habido una bala para mí. Gabriel, amigo mío querido, pon el cañón de una de tus pistolas en mi sien y arráncame la vida. ¿Lo creerás? Hace poco intenté matarme… No sé… parece que vino una mano invisible y me apartó el arma de las sienes. Después, otra mano suave y tibia pasó por mi frente.

—Cálmate, Agustín, y cuéntame lo que tienes.

—¡Lo que tengo! ¿Qué hora es?

—Las nueve.

—Falta una hora —exclamó con nervioso estremecimiento—. ¡Sesenta minutos! Puede ser que los franceses hayan minado esta plazuela de San Felipe donde estamos, y tal vez dentro de un instante la tierra, saltando bajo nuestros pies, abra una horrible sima en que todos quedemos sepultados, todos, la víctima y los verdugos.

—¿Qué víctima es esa?

—¿No lo sabes? El desgraciado Candiola. Está encerrado en la Torre Nueva.

En la puerta de la Torre Nueva había algunos soldados, y una macilenta luz alumbraba la entrada.

—En efecto —dije—, sé que ese infame viejo fue cogido prisionero con algunos franceses en la huerta de San Diego.

—Su crimen es indudable. Enseñó a los enemigos el paso desde Santa Rosa a la casa de los Duendes, de él solo conocido. Además de que no faltan pruebas, el infeliz esta tarde ha confesado todo con esperanza de salvar la vida.

—Le han condenado…

—Sí. El consejo de guerra no ha discutido mucho. Candiola será arcabuceado dentro de una hora por traidor. ¡Allí está! Y aquí me tienes a mí, Gabriel, aquí me tienes a mí, capitán del batallón de las Peñas de San Pedro; ¡malditas charreteras!, aquí me tienes con una orden en el bolsillo en que se me manda ejecutar la sentencia a las diez de la noche, en este mismo sitio, aquí, en la plazuela de San Felipe, al pie de la torre. ¿Ves, ves la orden? Está firmada por el general Saint-March.

Callé, porque no se me ocurría una sola palabra que decir a mi compañero en aquella terrible ocasión.

—¡Amigo mío, valor! —exclamé al fin—. Es preciso cumplir la orden.

Agustín no me oía. Su actitud era la de un demente y se apartaba de mí para volver enseguida, balbuciendo palabras de desesperación. Después mirando a la torre, que majestuosa y esbelta alzábase sobre nuestras cabezas, exclamó con terror:

—Gabriel, ¿no la ves, no ves la torre? ¿No ves que está derecha, Gabriel? La torre se ha puesto derecha. ¿No la ves? ¿Pero no la ves?

Miré a la torre, y, como era natural, la torre continuaba inclinada.

—Gabriel —añadió Montoria—, mátame: no quiero vivir. No: yo no le quitaré a ese hombre la vida. Encárgate tú de esta comisión. Yo, si vivo, quiero huir; estoy enfermo; me arrancaré estas charreteras y se las tiraré a la cara al general Saint-March. No, no me digas que la Torre Nueva sigue inclinada. Pero hombre, ¿no ves que está derecha? Amigo, tú me engañas; mi corazón está traspasado por un acero candente, rojo, y la sangre chisporrotea. Me muero de dolor.

Yo procuraba consolarle, cuando una figura blanca penetró en la plaza por la calle de Torresecas. Al verla temblé de espanto: era Mariquilla. Agustín no tuvo tiempo de huir, y la desgraciada joven se abrazó a él, exclamando con ardiente emoción:

—Agustín, Agustín. Gracias a Dios que te encuentro aquí. ¡Cuánto te quiero! Cuando me dijeron que eras tú el carcelero de mi padre, me volví loca de alegría, porque tengo la seguridad de que has de salvarle. Esos caribes del Consejo le han condenado a muerte. ¡A muerte! ¡Morir él, que no ha hecho mal a nadie! Pero Dios no quiere que el inocente perezca, y le ha puesto en tus manos para que le dejes escapar.

—Mariquilla, María de mi corazón —dijo Agustín—. Déjame, vete… no te quiero ver… Mañana, mañana hablaremos. Yo también te amo… Estoy loco por ti. Húndase Zaragoza; pero no dejes de quererme. Esperaban que yo matara a tu padre…

—Jesús, no digas eso —exclamó la muchacha—. ¡Tú!

—No, mil veces no; que castiguen otros su traición.

—No, mentira, mi padre no ha sido traidor. ¿Tú también le acusas? Nunca lo creí… Agustín, es de noche. Desata sus manos, quítale los grillos que destrozan sus pies; ponle en libertad. Nadie lo puede ver. Huiremos; nos esconderemos aquí cerca, en las ruinas de nuestra casa, allí en la sombra del ciprés, en aquel mismo sitio donde tantas veces hemos visto el pico de la Torre Nueva.

—María… espera un poco… —dijo Montoria con suma agitación—. Eso no puede hacerse así… Hay mucha gente en la plaza. Los soldados están muy irritados contra el preso. Mañana…

—¡Mañana! ¿Qué has dicho? ¿Te burlas de mí? Ponle al instante en libertad, Agustín. Si no lo haces, creeré que he amado al más vil, al más cobarde y despreciable de los hombres.

—María, Dios nos está oyendo. Dios sabe que te adoro. Por él juro que no mancharé mis manos con la sangre de ese infeliz; antes romperé mi espada, pero en nombre de Dios te digo también que no puedo poner en libertad a tu padre. María, el cielo se nos ha caído encima.

—Agustín, me estás engañando —dijo la joven con angustiosa perplejidad—. ¿Dices que no le pondrás en libertad?

—No, no, no puedo. Si Dios en forma humana viniera a pedirme la libertad del que ha vendido a nuestros heroicos paisanos, entregándolos al cuchillo francés, no podría hacerlo. Es un deber supremo al que no puedo faltar. Las innumerables víctimas inmoladas por la traición; la ciudad rendida, el honor nacional ultrajado, son recuerdos y consideraciones que pesan en mi conciencia de un modo formidable.

—Mi padre no puede haber hecho traición —dijo Mariquilla, pasando súbitamente del dolor a una exaltada y nerviosa cólera—. Son calumnias de sus enemigos. Mienten los que le llaman traidor, y tú, más cruel y más inhumano que todos, mientes también. No, no es posible que yo te haya amado: vergüenza me causa pensarlo. ¿Has dicho que no le pondrás en libertad? ¿Pues para qué existes, de qué sirves tú? ¿Esperas ganar con tu crueldad sanguinaria el favor de esos bárbaros inhumanos que han destruido la ciudad, fingiendo defenderla? ¡Para ti nada vale la vida del inocente ni la desolación de una huérfana! ¡Miserable y ambicioso egoísta, te aborrezco más de lo que te he querido! ¿Has pensado que podrías presentarte delante de mí con las manos manchadas en la sangre de mi padre? No, él no ha sido traidor. Traidor eres tú y todos los tuyos. ¡Dios mío! ¿No hay un brazo generoso que me ampare; no hay entre tantos hombres uno solo que impida este crimen? ¡Una pobre mujer corre por toda la ciudad buscando un alma caritativa, y no encuentra más que fieras!

—María —dijo Agustín—, me estás despedazando el alma; me pides lo imposible, lo que yo no haré ni puedo hacer, aunque en pago me ofrezcas la bienaventuranza eterna. Todo lo he sacrificado ya, y contaba con que me aborrecerías. Considera que un hombre se arranca con sus propias manos el corazón y lo arroja al lodo; pues eso he hecho yo. No puedo más.

La ardiente exaltación de María Candiola la llevaba de la ira más intensa a la sensibilidad más patética. Antes mostraba con enérgica fogosidad su cólera, y después se deshacía en lágrimas amargas, expresándose así:

—¿Qué he dicho, y qué locuras has dicho tú? ¡Agustín, tú no puedes negarme lo que te pido! ¡Cuánto te he querido y cuánto te quiero! Desde que te vi por primera vez en nuestra torre, no te has apartado un solo instante de mi pensamiento. Tú has sido para mí el más amable, el más generoso, el más discreto, el más valiente de todos los hombres. Te amé sin saber quién eras; yo ignoraba tu nombre y el de tus padres; pero te habría amado aunque hubieras sido hijo del verdugo de Zaragoza. Agustín: tú te has olvidado de mí desde que no nos vemos. ¡Soy yo, Mariquilla! Siempre he creído y creo que no me quitarás a mi buen padre, a quien amo tanto como a ti. Él es bueno; no ha hecho mal a nadie, es un pobre anciano… Tiene algunos defectos; pero yo no los veo, yo no veo en él más que virtudes.

No he conocido a mi madre, que murió siendo yo muy niña; he vivido retirada del mundo; mi padre me ha criado en la soledad, y en la soledad se ha formado el grande amor que te tengo. Si no te hubiera conocido a ti, todo el mundo me hubiera sido indiferente sin él.

Leí claramente en el semblante de Montoria la indecisión. Él miraba con aterrados ojos tan pronto a la muchacha como a los hombres que estaban de centinela en la entrada de la torre, y la hija de Candiola, con admirable instinto, supo aprovechar esta disposición a la debilidad, y echándole los brazos al cuello, añadió:

—Agustín, ponle en libertad. Nos ocultaremos donde nadie pueda descubrirnos. Si te dicen algo, si te acusan de haber faltado al deber, no les hagas caso y vente conmigo. ¡Cuánto te amará mi padre al ver que le salvas la vida! Entonces ¡qué gran felicidad nos espera, Agustín! ¡Qué bueno eres! Ya lo esperaba yo, y cuando supe que el pobre preso estaba en tu poder, se me figuró que me abrían las puertas del cielo.

Mi amigo dio algunos pasos y retrocedió después. Había bastantes militares y gente armada en la plazuela. De repente se nos apareció delante un hombre con muletas, acompañado de otros paisanos y algunos oficiales de alta graduación.

—¿Qué pasa aquí? —dijo D. José de Montoria—. Me pareció oír chillidos de mujer. Agustín, ¿estás llorando? ¿Qué tienes?

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