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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (12 page)

Ya las campanas llamaban a misa, por lo que tuvieron que apurar el maíz desgranado en la boca y echar a andar rumbo a la iglesia. La más antigua de la ciudad, le explicó Juana Inés al tiempo que Hermilo Cabrera se les unía para entrar con ellas al recinto.

Refugio no atendió el discurso del cura, que normalmente disfrutaba, pues entendía algo de latín, ni apreció los coros. A duras penas se alertó cuando llamaron a la comunión y Juana Inés echó a andar por delante de ella. Hermilo le dio el brazo y la ayudó a unirse a la larga fila que avanzaba hacia el altar para cumplir con el rito de la misa. Refugio no podía concentrarse en el cuerpo de Cristo porque el olor a madera suave de Hermilo la había devuelto al viaje en canoa y a las bondades del arropo masculino. Que Dios la perdonara, pero no estaba para arrepentirse de desear a aquel hombre discreto, sensible y gentil. Sabiendo que él la seguía, sospechando que tal vez su mirada se anclaba en su nuca, se deslizó impulsada por una levedad olvidada o jamás sentida. Cuando se hincó frente al cura y cedió su boca a la ostia, blanca y tersa, tuvo la certeza de que amar era algo bueno. Y ella se lo dijo allí, frente al altar, mientras Juana Inés hundía la cara entre las manos, concentrada en su contrición: amaba a Hermilo Cabrera. El hombre se hincó a su lado. Refugio observó sus manos toscas y oscuras, trenzadas la una en la otra, y pensaba cómo desearía que fuera en su cuello y en su talle que esas manos se empalmaran. Hermilo debió reconocer su llamado, ese silencio sonoro que alguna vez había destilado desde el fondo de su cuerpo cuando estuvo casada, porque posó los ojos en los de ella.

Al final de la misa, los tres caminaron rumbo a la Plaza Mayor. Hermilo, en medio de las dos mujeres, intentaba hablar con Juana Inés de sus planes futuros.

—¿Y qué le espera a una jovencita como tú?

Juana Inés miró los edificios de la plaza, envuelta por su señorío.

—Quedarme en la ciudad.

—Yo prefiero el campo —indicó Hermilo.

Refugio los miraba atenta al debate de sus sensibilidades.

—Aquí no me aburro —dijo Juana Inés—, y además quiero ir a la universidad.

Hermilo sonrió. Refugio observó su talante discreto que evitó pisotear las ilusiones de la joven, pues las mujeres no estudiaban, si acaso se instruían como ella y enseñaban, como las monjas; pero las mujeres no eran ingenieros ni abogadas. No construían edificios, no detenían inundaciones, no ofrecían misas, no curaban enfermos, no cobraban impuestos, no importaban vinos ni sedas. Las mujeres atendían trabajos delicados y dignos, sublimes, le explicaría luego a Refugio cuando tuvieron un rato a solas en el portal de la casa de los Mata hasta donde Hermilo las acompañó y se despidió, pues debía atender negocios. Pasaría por Refugio al atardecer para ir a tomar unas aguas, le dijo. Y cuando Juana Inés se metió de prisa como si asuntos importantes la aguardaran, Refugio preguntó si asistiría al festejo del cumpleaños de la joven en Palacio; los Mata habían extendido la invitación a ambos. Ella desde luego no podía faltar, de alguna manera era la madrina de la chica.

—Nada me gustaría más —contestó Hermilo, con cierta vaguedad.

Menta por la mañana

María Mata bajó a la cocina por la infusión de menta que Trini no le había llevado a la habitación. El frío de noviembre era incómodo para cruzar en ropa de cama por los pasillos y bajo los aleros. Se había puesto el mantón de lana sobre los hombros, pero el aire se arremolinaba bajo el vuelo del camisón y le helaba las piernas. Esta muchacha, venía pensando, harta de que a las indias hubiera que explicarles todo hasta cuatro veces. Iba impulsada por el enojo, o por los nervios, porque al día siguiente irían a Palacio a festejar el cumpleaños de Juana Inés con los virreyes. No es que ellos hicieran una fiesta para la niña, ni mucho menos; qué les importaba a funcionarios, nobles y cortesanas y menos a los marqueses de Mancera que la chica celebrara sus dieciséis primaveras, pero bajo el argumento de que era una joven muy estudiada y memoriosa, Juan había logrado sacudir la curiosidad de los virreyes Antonio Sebastián de Toledo y Leonor Carreto, bien allegados a la reina Mariana de Austria. Menos mal que amanecía y ya no era necesario usar la antorcha para caminar por el pasillo. Una de ellas aún palpitaba encendida en la esquina. Se acercó para apagarla. Si Juan hubiese llegado la habría usado para alumbrar el camino hasta la habitación; luego habría tenido el cuidado de colocarle el capuchón para aplacarla. Que Juan llegara tarde no era cosa que le agradara, pero nunca se había excedido de esa manera. No quiso atrancar sus pensamientos en esa conducta que la irritaba y prefirió pensar en la desobediencia de la india. Mientras bajaba la escalera divisó la leña encendida en el fogón de la cocina. Y vio dos siluetas alrededor de la mesa. Escuchó voces y se detuvo. Reconoció a Refugio y a Juana Inés, quienes conversaban y seguramente bebían la infusión que no había sido llevado a la patrona, como Dios mandaba. Trini hablaba. Su voz era suave y su sobrina y la maestra escuchaban. No quiso interrumpir; prefirió escuchar desde el comedor contiguo donde se introdujo y se sentó discreta. El deseo de menta se le mudó por el de las voces, por las palabras que la distrajeran, como parecían distraer a la "arrimada". Que no supiera que en la alcoba Juan y ella le decían así a Juana Inés, y ahora que Refugio había venido a pasar esos días, también llevaba el mismo apelativo. Y cómo se habían reído Juan y ella del contador Cabrera, de sus labios gordos y de su pelo rizado; lo negro le resaltaba aunque no en la piel. Tenía tierras, seguramente mal habidas. No pertenecía, y Refugio, pretendiendo que la acompañara a Palacio, si estuviera vivo el difunto marido se iba a morir de nuevo. En cambio ella podía estar en Palacio porque Juan tenía sus influencias y porque su tez blanca y sus facciones y su conversación educada lo permitían. Aunque el Palacio no le entusiasmaba. Era el lugar de donde Juan llegaba cada vez más tarde.

Quería oír la plática de la india, pero sus pensamientos la asaltaban, los mismos que la habían sacado de la cama tan temprano; sintió una punzada de celos. La viuda ocupaba la habitación del rincón, la que tenían prevista para las visitas, justo donde la antorcha permanecía encendida. Y si Juan llegó y se metió en su cama, y con aquello de que es mujer que ha conocido hombre, la maestra se dejó hacer la voluntad de su marido. ¿Y si estaba hospedando a una ramera en casa?

Y encima que hablaba bonito porque conocía de libros. Qué va, Refugio estaba muy vieja para su Juan; a él le gustaban tiernitas. Algo le habían dicho de una de las damas de compañía de la virreina, una hija de valencianos soltera de ojos verdes y cabellos dorados. Pero las mujeres eran muy chismosas y podían ser malas. Y eso lo había insinuado la mujer de Olmos, el visitador en la cena. Que si los señores iban demasiado a Palacio, que a cuanto sarao y festejo se apersonaban y ni siquiera les pedían su compañía. Para María era natural que ellas no estuvieran invitadas; en las conversaciones de las altas esferas el que hacía los negocios era su marido.

—Pues dicen —había proseguido Catalina Olmos con la taza del té en las manos— que tienen carne para merendar, y carne joven; preparan a las chicas para el matrimonio, son sus mentores de cama.

María había abierto los ojos como plato. Juan Mata no podía ser de ésos; era un hombre respetable que incluso... la respetaba demasiado. Sólo una vez la había forzado a abrir las piernas a mitad del sueño, no importándole que ella tuviera los sangrados del mes, sudoroso y agitado como un animal, sin escuchar razones, y le había hecho daño. Había forzado sus brazos hacia atrás ostentando su virilidad y su mando. Sólo esa vez había sido así; las demás fueron suaves, con permiso, sin violencia. Sin placer, reconocía María, porque descubrir a su marido embravecido no le había disgustado del todo. Y aunque se confesó con el cura por haberse sentido sucia, domingos después tuvo que admitir su pecado mayor: que deseaba que su marido la violentara por la noche, poseído por el demonio, lúbrico y animal. El padre había guardado tal silencio que María, encerrada en el confesorio, sintió que le faltaba el aire.

—Reza mucho, hija, mucho, porque la poseída eres tú. Y que no se entere nadie. A las mujeres como tú las pueden quemar vivas.

Sus pensamientos parecían haberse mezclado con las voces que llegaban de la cocina y que pasaban sin dificultad por la puertecilla para acercar los alimentos, que comunicaba los espacios.

—No hace mucho a mí me tocó de ver cómo quemaban a la dominica en la plaza del Volador, ésa que ahora es mercado porque después del incendio los fruteros y los tocineros y las panaderas se mudaron ahí y no les dio miedo que estuviera teñida de tragedia. Era abril y habían pasado los días santos, y la monja fue quemada viva para que todos viéramos su retorcimiento y que de nada le servían los trajes de la iglesia, que cuando el demonio se adentraba en alguien no respetaba creencias ni rezos; sólo entraba y hacía sus desfiguros y por ello había que quemar ese cuerpo que ahora era vehículo del demonio. Yo era así como la niña Juana Inés y me arrebujaba a las faldas de mi madre. Me dolía que fuera mujer a la que achicharraban porque parecía que nosotras teníamos más tratos con el demonio. Huitzilopochtli no nos podía ayudar; cómo iba a ser, si le habíamos destruido su templo; si no impedimos, nosotros los cuidados por Moctezuma, que su casa y sus jardines se descompusieran y se convirtieran en esa plaza donde ahora quemaban a la religiosa. No habíamos hecho nada por que el templo del dios Huitzilopochtli no fuera arrasado y hecho iglesia. Unos nos habíamos muerto para no ver que nuestros dioses no tenían quién les diera cuidado, rezo, corazones; pero unos nos quedamos vivos, dice mi padre, dice mi madre, para seguir viendo con los ojos de los antepasados el sufrimiento de los dioses nuestros que no son diablo, aunque así quieren hacernos creer porque se alimentaban de hígados de hombre y era necesario dar corazones de nosotros para la felicidad de ellos, los dioses.

María escuchaba ese discurso enfebrecido de la india y temía a la iglesia y a los templos de los antiguos que decidían cuándo abrir cuerpos y sacar corazones, cuándo quemar mujeres poseídas, blasfemos, herejes. Eran los hombres y no ellas quienes delataban, sentenciaban y ejecutaban. Trini y ella estaban perdidas, condenadas de la misma manera. De haberse quedado sin el dios español, tal vez su cuerpo hubiese sido sacrificado a su dios.

—En Amecameca no supimos nada de la dominica —dijo Refugio.

María no quería ser descubierta, aunque ganas le daban de compartir palabras con las mujeres pero no era prudente. Alguien diría que el demonio la habitaba, alguien la condenaría. Necesitaba una limpia, iría con los brujos que Trini seguramente conocía para que le sacaran tanto pensamiento malo, tanta furia y celos que la ocupaban y no la dejaban dormir.

Cayeron en cuenta que lo de la dominica había ocurrido al año de nacida Juana Inés y Trini guardó silencio un rato. La plática parecía haberla cansado. María escuchó que Juana Inés preguntaba sobre el incendio de la plaza; quería saberlo todo ahora que entraría a Palacio al día siguiente. No era su ciudad pero ocho años viviendo allí la habían hecho apreciarla, sobre todo por los edificios, las iglesias y sus pinturas, por las conversaciones que podía escuchar en los atrios, en las calles, en las tertulias de sus tíos. La habían llevado poco fuera de casa; no habían sabido qué hacer con una sobrina que no era hija y que eclipsaba con sus ojos intensos y su cabellera oscura, su cintura breve, sus caderas amplias. No habían sabido qué hacer con ella virgen y arrimada y muy preparada. María sintió que en casa habitaba un monstruo y que pronto todos los hombres tocarían a la puerta para embestirla como toros desbocados, y que uno de ellos podía ser su marido. Dio un grito de horror. En el cuarto de al lado se hizo un silencio. Contuvo la respiración.

Las mujeres, después de cerciorarse de que aquello seguramente provenía de la calle, continuaron. María se entretuvo con la historia del chino al que se le quemó el cajón de su mercadería en la plaza, y cómo un cajón tras otro se fueron prendiendo allí en la plaza. El arzobispo, horrorizado, sacó al Santísimo Sacramento de catedral para que aquellas llamas cesaran y hubo gran movilización de infantería y el propio virrey y los oidores, el corregidor, todos haciendo lo suyo para que cesara el fuego que duró dos horas.

—Lo mismo que tardó la beata en morir —agregó Trini—. Eso fue cuando recién habías llegado a casa de tus tíos; por eso se lo llevaron todo al Volador, donde quemaron a la santa. Los puesteros quieren volver a la Plaza Mayor y no allí donde los huesos de la Quemada suenan cuando barren en las mañanas. Allí espantan, maestra Refugio. Temprano ni los comerciantes se aparecen. Cuando vayan no miren mucho a la fuente. Allí la amarraron.

María escuchó lo que contaba Trini, como si la lengua le anduviese sin control, distraída ya de su desazón primera.

—Yo vi cuando quitaron a los de los puestos que se habían instalado de nuevo en la plaza. Iba por la compra con Gil, que llevaba la carreta para cargarlo todo, pero aparecieron las yuntas guiadas por los guardias y arremetieron con los cajones como si no existieran; como si arasen la tierra echaron a rodar los jitomates y la calabaza, la carne y el pescado, ajos, granadas, manzanas, anafres, ollas, cobijas, carbón, alfalfa, todo era un desparramadero que la gente no podía defender porque los bueyes iban tras ellos. Los que comprábamos nos espantamos y nos refugiamos en los portales hasta que amainó el griterío y los animales se fueron y quedó un silencio de vegetales machacados, de tablas reventadas. Los puesteros entendieron que había que volver a donde la muerta paseaba. Claro, ni los señores virreyes ni los encopetados oían tanto hueso dolido porque no pasean por allí. Si no, segurito que les temblaba todo y entendían a los que venden y a los que compramos.

María escuchó abrirse el portón de la casa; las mujeres en la cocina también porque se quedaron en silencio. Juan Mata entraba directo al comedor, seguramente para dirigirse a la cocina. María no tuvo tiempo de ocultarse. Le vio el traje desarreglado, la capa mal puesta, el semblante agotado. Pero fue él quien tomó la delantera, sorprendido de verla sentada en la penumbra.

—No me tenías que esperar, mujer, ya estoy grandecito.

Y se siguió a la cocina como si nada, seguro de que él mandaba y decidía cuándo su mujer debía dormir, preocuparse, esperar. María sonrió para sí. ¿Esperarlo? No lo quería cerca de ella. No si había estado con otra exhibiendo su animalidad y su deseo. No quería migajas; tampoco quería que se le metiera el diablo. Se levantó y siguió a Juan a la cocina. Y entró de golpe ante el gesto atónito de Juana Inés y Refugio que habían descubierto que estaba al lado.

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