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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (6 page)

—Por supuesto que lo haré —se va a enterar este listillo lameculos que hasta para rogar utiliza el lenguaje oficial, mucha academia has mamado tú durante años para que te la quiten en un solo día en la calle a leches—, descuide.

Polis de pacotilla, niñatos peliculeros sin sangre en el cuerpo, panda de nenazas con hoja de méritos ganada a base de apuntes subrayados con rotuladores fluorescentes… Quisiera veros en el mundo real. Tanta burocracia, tanto formalismo. A ver cómo le piden a un violador de menores que les rellene un impreso por triplicado y luego firme sobre la línea de puntos.

En el dormitorio, Ramón sigue aún sentado junto a la almohada con cara de nene que espera un beso de buenas noches. Con la curiosidad luchando con el sueño, intenta parecer despierto cuando es evidente que masculla adormilado.

—¿A quién gritabas?

—A un novato incompetente que le ha dado nuestro número al primer yonqui que llama diciendo que tiene algo importante que contarme, que es lo que dicen todos para llamar la atención. Pero tú no te preocupes y duérmete. Hoy te toca preparar la comida y limpiar la despensa, yo me ocupo de la cena y la compra. Y abrígate.

Y se acerca y le besa las legañas y lo deja dormido y arropado mientras se arropa a sí misma en el abrigo antes de salir porque menudo frío hace a estas horas, la próxima vez me pido el turno de las cuatro de la tarde para que me dé el solecito de la sobremesa. Y se va cerrando la puerta con cuidado, dejando atrás la casa a oscuras, a Ramón ronroneando en el cuarto y los ojos de la gata en el salón como dos faros amarillos alumbrando la puerta al salir. Los únicos que la ven marchar, los únicos que la despiden.

Para que luego hablen de la fidelidad de los perros, que son tontos, piensa mientras conduce. Siempre jodiendo con que si los gatos van a su aire, que si los gatos no saben de amores, que si son maquiavélicos y
cosas para contarte, micha. Tengo algo para ti,
resuena al hilo de la imaginación una voz en su cabeza.
Búscame. No te olvides.
Y los recuerdos más absurdos me asaltan a traición en el coche, si es que empiezo a estar loca. O no. Es porque en los atascos no hay nada mejor que hacer, todo son voces que me vienen a la memoria dictándome frases inoportunas:
No digas que no. Búscame mañana,
resuena la misma voz de antes.
Llévate el móvil, cuídate. Tan sola y tan pequeña,
insiste Ramón.

Pero no soy pequeña ni frágil, responde para sí misma como si él estuviera a su lado y no en el dormitorio, tan feliz, tan descansado. No soy tan delicada como cree. Necesito que me cuiden, vale, a ver quién no lo necesita. Las personas, como las cosas, incluso las más duras y resistentes, requieren un mantenimiento, hay que tratarlas bien cuando se las quiere conservar, engrasarlas de vez en cuando con cariño, ajustarles las palancas, los resortes del amor, no darles portazos, que no se les necrose la suciedad del día a día, que no extienda su óxido la monotonía. Pero de ahí a tenerme entre algodones, a echarme un responso cada vez que cruzo el umbral, a obligarme a llevar el móvil siempre encima, encendido como una condena que me asfixia y me quema… Yo quiero respirar, andar a mi aire, entrar y salir a mi bola y defenderme sola, como hasta ahora. A ver si va a ser peor el remedio que la enfermedad sólo porque él necesite sentirse fuerte protegiéndome y yo que me mimen cuando lo que de verdad deseo si pretende ayudarme son los planos del chalet para restregárselos por las narices a los compañeros y sobre todo a un jefe que yo me sé.

¿Qué salida cojo? No me entero. Desde luego los que hacen las carreteras ponen unas señales que no sirven para nada, y además no sé a qué he tenido que ir primero a comisaría para recoger esta cutrez de trasto, a ver cómo pretenden que lleguemos discretamente a los sitios en este coche costroso. Vale, y ahora dónde me pongo para no llamar la atención, y cómo no la voy a llamar en un vehículo de más de veinte años que ya ni se fabrica. Hay que joderse con el presupuesto.

A todo esto, dónde están los compañeros, cómo voy a relevarlos si no los veo. Si les ha dado por irse a tomar algo caliente se van a enterar.

Dobla una esquina y los distingue medio agazapados dentro de una furgoneta también descascarillada que anuncia frutas y verduras —«Las más frescas del día, para vivir con alegría»—, los dos comiendo donuts de una caja de seis, César tan fresco y Javier, el Bebé, bostezando y desperezándose. Lástima de novato, él sí que se ha tragado un turno chungo y no yo, que entro casi al alba y podré disfrutar de las vistas en cuanto Vito abra el negocio y los pijos de las mansiones empiecen a salir para ir a sus bancos o a sus constructoras o a la Bolsa o adonde sea que curren si es que para ellos es correcto emplear tal palabra. Incluso hasta puede que admire el bonito espectáculo de las putas desfilando a cuentagotas, que ni ese aliciente ha tenido el pobre por culpa de esta noche más negra que sus pelotas.

Y les saluda con una discreta inclinación de la cabeza y sonríe tras el polvoriento parabrisas mientras ellos arrancan y la furgoneta, sigilosa y sin luces, pasa por su lado, a dormir por fin, César conduciendo tan campante y el Bebé intentando infructuosamente leer un diario deportivo birlado a cualquier quiosco, fijo, casi lo puede ver con los ojos azules de lince en celo reluciendo en la madrugada, agazapándose, en cuclillas de coche en coche por si alguien lo ve aproximarse cual sombra embozada hasta el fardo de periódicos tirado delante del puesto e intentando sacar un
Marca
o un
As
sin romper el precinto. Qué bien se lo montan los maderos cuando quieren hacerse con algo por la cara.

A ver qué ponen en la radio, estas cuatro horas se me van a hacer eternas como no haya algo entretenido. ¿Las seis y ya empiezan estos programas cargantes cargados de graciosos que gastan bromas por teléfono y humillan al personal que se levanta temprano a ganarse el pan? Pues lo llevo claro. Aunque al menos estoy sola, peor es tener que soportar a un poli machista hablando de fútbol y del culo de la famosa de turno.

En fin. Son las seis y comienza la guardia. Qué ilusión.

Seis y media y aquí no pasa nada. Está visto que los facinerosos no madrugan. No me extraña que luego nos llamen tontos, ellos sí que son listos, durmiendo apaciblemente en sus casitas con visillos de flores o en sus niditos de ratas o en sus mágicos castillos de colores y nosotros, como idiotas, al relente ante su puerta, no sea que les dé por delinquir al rayar la aurora. Pero no, no lo harán, no. Aquí hasta que el sol se ponga bien alto no pasa nada.

Las siete y ni un alma, menudo marrón. Estoy a punto de dormirme, mejor me zampo lo que me ha preparado Ramón.

Siete y media. El tiempo se ha parado, va a ser eso, y la Coca-Cola no me ha espabilado y además me hace eructar a cada minuto. Quiero irme a mi casa, ya.

Ocho, me aburro, y para colmo me vuelve a entrar el hambre. Vito estará desayunando zumo de naranja recién exprimido y tostadas calientes, qué cabrón, y yo aquí con el termo y los cruasancitos de Ramón que, la verdad, mucho delicatessen y muy exquisitos y vaya una barbaridad que nos cuestan pero se acaban en un suspiro. La próxima vez que me asignen una vigilancia me traigo la fiambrera con una tortilla entera, para que me salgan unas cartucheras como dios manda y me critique con motivo la suegra.

Ocho y media y los gorilas hacen acto de presencia en la verja. Hay que joderse: ellos inician su jornada laboral y yo ya estoy hasta los mismísimos de la mía. Y las cámaras de vídeo siguen en movimiento, menos mal que por una vez hemos sido avispados como para no ponernos a su alcance. Mira que es precavido este Vito. O eso, o muchos enemigos tiene. Muy bien, apuntemos, que no se diga: «8:30. Comienza la vigilancia en el exterior a cargo de dos empleados». Algo es algo.

Nueve. La modorra me invade otra vez. El gorila de la izquierda hace un crucigrama —¡sabe escribir!—, el otro ejercita sus manos con un musculador —esto ya es más propio—. Se aburren, y yo, pero como estoy sola ni siquiera puedo leer un rato. Sólo mirarles.

Nueve y media. Ya falta poco, ya falta poco, ya casi no falta nada, media horita y me voy. Entra un coche negro. Apunto marca y matrícula. No se identifica ante los primates, que abren las rejas sin mirar a su ocupante siquiera. Debe de ser un habitual. De las putas, ni rastro.

Diez, diez, diez en punto. Me voy, me piro, me abro. Ahí os quedáis, pedazos de carne con ojos. Que aparezca mi relevo, que no se retrasen.

Ya vienen. Expósito y el rijoso de León. Qué raro, con lo poco que le gusta hacer guardias. Anda y que se joda, por sobón y mal compañero. Por el sendero del jardín aparece una criada con pinta de chachilla con un piscolabis para los vigilantes. Es mona. Hasta las domésticas las elige salerosas este Vito. Igual es literalmente una «chica para todo», me apuesto el sueldo a que tiene derecho de pernada en sus dominios. Y ahora que los energúmenos engullen, yo desaparezco con discreción… Pero ¿qué querrán decirme éstos con esos gestos sin voz tras el parabrisas? No me entero, chavales, y ya sabéis que no puedo usar la radio. Adiós, me lo contáis en otro momento.

*

Todos los días igual. ¿Sabes qué te digo? Que ni te contesto. Día tras día lo mismo, siempre con ganas de amargarme nada más pasar por la puerta, las mismas gracias estúpidas, el mismo lenguaje chabacano… ¿No te aburres de ti?, ¿de ser tan simple, tan grosero, tan casposo?

¿Y qué es eso de ya verás bonita lo que te espera dentro? ¿Qué pasa, ahora eres también el eco social de la comisaría?, ¿el pregonero del barrio?

Y al entrar, por no variar cabreada, mil caras raras que la miran hasta que accede a la sala del Grupo y, antes de poder preguntar, ya le está haciendo Fernando una mueca con las cejas que señalan, contorsionistas imposibles, hacia el despacho del jefe Bores, y vislumbra por entre la puerta medio abierta a Santi con él, serios y ceñudos los dos, que la ven también y le dicen con la mano que se acerque, pero qué cojones habrá pasado para que Bores me mire como si por primera vez reparara en mi existencia y aguarde paciente hasta que llegue preparando, bien se le nota, esa pose que pone destinada a recordarle a sus subordinados quién lleva los galones, para que los demás me escruten con cara de compasión y curiosidad y se aparten y pretendan disimular cuando paso aunque al sortear la mesa de Fernando éste se atreva a susurrarle un «suerte, compañera» que no comprende a qué viene, que la pone más nerviosa y le da una especie de mal fario, porque todo el mundo sabe que el hombre es un poquito gafe y, además, para qué quiero yo suerte, suerte para qué, suerte por qué si yo no he hecho nada. Pero claro, piensa ya dentro del despacho, esto es lo último que debo decir sea lo que sea que quieran recriminarme, porque cualquier madero deduce que un «yo no he hecho nada», por más verdad que sea aunque casi nunca lo es, siempre es lo primero que dice un culpable, da igual que no alcance a saber, como yo, de qué se le acusa.

—¿De qué se me acusa? —pregunta ante sus superiores ya con un hilo de voz.

—No digas gilipolleces —contesta Santi cabreado.

—Vamos, el señor comisario la espera en su despacho —ordena Bores y, por muy lameculos que nos parezca, es el que manda, mi superior directo, el responsable del Grupo, el mismísimo inspector jefe, el que da la cara por mí ante Carahuevo o me pone a parir ante él. Así que a asentir y obedecer.

Y salen, Bores delante, como guiando a los demás en una excursión por la montaña, Santi luego, enojado y molesto, a saber con quién o con todos a la vez, y Clara detrás, la cabeza gacha, las manos en los bolsillos y al cuerno la compostura, el ceño fruncido y en los labios una misma cantinela que no deja de repetir aunque nadie le responde —«¿Pero qué pasa?»— y que sigue murmurando como un salmo hasta que se da cuenta de que está, por segunda vez en dos días, ante el Poder Absoluto, el señor comisario en cuerpo y alma, el diosecillo omnipotente que pincha y corta en nuestro minúsculo universo, en el ruin escenario de esta pequeña comisaría, un dictadorzuelo de facciones hinchadas y calva sudorosa que le puede prender fuego a mi vida laboral en este mismo instante, que se levanta correcto al verlos llegar y les indica con una sola mirada que se sienten, y lo hacen al mismo tiempo como si lo hubieran ensayado y Clara, expectante y pendiente de cualquier detalle, advierte que todos la escrutan y, por no meter más la pata, por no saber qué hacer, por si acaso, espera. Finalmente Carahuevo se aclara la garganta, fija en ella sus ojillos desalmados, como de ratita hambrienta, pone sus manos de muñeco pepón sobre la mesa y dispara:

—Subinspectora Deza, tenemos que hacerle algunas preguntas y quisiéramos que respondiera con suma claridad. Puede que le parezcan impertinentes, pero ciertos sucesos recientes hacen indispensable una explicación por su parte.

Pausa retórica. Esto lo hace para que asimile su discursito. Pues vale. A ver qué salida me queda. Tras esta exhibición de prepotencia y estudiada autoridad no sé qué espera, ¿que me cuadre y grite ¡señor, sí, señor!?

Él parece darse por satisfecho con su silencio y mi silencio, seguro que piensa que estoy cagada y, qué coño, lo estoy. Mira a los otros, serios y hieráticos y, de la manera más impersonal posible, intenta no demostrar lo bien que se lo está pasando para ir al grano por fin de una santísima vez.

—Ayer por la noche recibió una llamada en su domicilio sobre la cual ha indagado a posteriori en centralita. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí —¿se supone que esto es una afirmación, una interpelación o qué?—. ¿Ocurre algo al respecto?

—Soy yo quien pregunta —corta tajante—. ¿A qué hora se realizó dicha llamada?

—Pues no sé, entre las once y las doce, creo. ¿Qué importancia tiene?

—Lo sabrá a su debido tiempo. Ahora concéntrese en la hora exacta.

—Tal vez entre las once y media y las doce. ¿Por qué tanta precisión?, ¿ha pasado algo?

—¿Es que no puede dejar de cuestionar todo lo que digo? —vaya, Torquemada se mosquea—. Se lo repito, soy yo quien pregunta. Y usted debe ser más precisa, que para eso es policía. Díganos la hora: las once, las doce, las once y media… ¿En qué quedamos?, ¿o es que no estaba en su casa?

—Sí, pero no miré el reloj cuando sonó el teléfono. Lo siento, pensé que en mi propia casa ya no estaba de servicio —entérate, capullo, que ignoro qué pretendes pero no hay derecho, yo aquí con Santi impasible, Bores callado como una esfinge y tú, cabrón, gritándome, presionándome y llamándome estúpida a la cara como si hubiera cometido el peor de los delitos.

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