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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (25 page)

—Ya no hay excusa para seguir así —dijo Eric con un suspiro poco creíble, y se apartó de mí. Se miró a sí mismo—. Siempre se me fastidian las camisas cuando estoy cerca de ti.

—Joder, Eric —me puse de rodillas rápida y torpemente—. Estás sangrando. Te han dado. ¡Bill! ¡Bill! —el pelo se me agitaba sobre los hombros cada vez que giraba la cabeza, buscando por la habitación. La última vez que lo había visto estaba hablando con una vampira de pelo negro y un pronunciado flequillo en forma de V. Diría que se parecía a Blancanieves. Ahora, de pie, repasé el suelo y la encontré revolcada cerca de una ventana. Le sobresalía algo del pecho. Un tiro de escopeta había alcanzado la ventana y algunas astillas habían aterrizado en la habitación. Una de ellas le había atravesado el pecho y la había matado. No había rastro de Bill, ni entre los vivos ni entre los muertos.

Eric se quitó la camisa empapada y se miró el hombro.

—La bala se ha quedado dentro, Sookie —dijo con los dientes apretados—. Sorbe y sácamela.

—¿Qué? —dije, boquiabierta.

—Si no me la sacas, mi carne se curará con la bala dentro. Si eres tan escrupulosa, ve a buscar un cuchillo y corta.

—Pero no puedo hacerlo.

Tenía una pequeña navaja en mi diminuto bolso de fiesta, pero no me acordaba de dónde lo había dejado y era incapaz de ordenar mis pensamientos.

Apretó los dientes.

—He recibido una bala por ti. Tú puedes sacármela. No eres ninguna cobarde.

Me obligué a mantenerme en calma. Empleé su camisa desahuciada a modo de paño. La hemorragia se estaba deteniendo, y podía ver la bala a través de la carne desgarrada. De haber tenido las uñas tan largas como las de Trudi, habría podido sacarla, pero mis dedos eran pequeños y torpes y tenía las uñas cortas. Suspiré, resignada.

La frase «comer plomo» adquirió toda una nueva dimensión mientras me inclinaba sobre el hombro de Eric.

Eric lanzó un largo quejido mientras succionaba, y sentí cómo la bala saltaba a mi boca. Tenía razón. Era imposible manchar la alfombra más de lo que ya lo estaba, así que, aunque me sentí como una auténtica criminal, escupí la bala al suelo con toda la sangre que había acumulado en la boca. Sin embargo, fue inevitable que tragara parte de ella. Su hombro ya se estaba curando.

—Esta habitación apesta a sangre —susurró.

—Ay, madre —dije, mirando hacia arriba—, ha sido lo más asqueroso...

—Tienes los labios ensangrentados —me cogió la cara con ambas manos y me besó.

Es difícil no corresponder cuando un maestro del beso te está plantando uno. Podría haberme abandonado al disfrute (a disfrutarlo más, se entiende), de no haber estado tan preocupada por Bill. Porque, afrontémoslo, los flirteos con la muerte tienen ese efecto. Una quiere reafirmar el hecho de que está viva. Si bien los vampiros en realidad no lo están, al parecer no son más inmunes a ese síndrome que los propios humanos, y la libido de Eric estaba al rojo vivo debido a la sangre que inundaba la estancia.

Pero yo seguía preocupada por Bill y me sentía conmocionada por la violencia. Así que, tras un largo instante sumida en la tarea de olvidar el horror que me rodeaba, me aparté. Los labios de Eric eran los que ahora estaban ensangrentados. Se relamió lentamente.

—Busca a Bill —dijo con voz espesa.

Volví a mirar su hombro y vi que el agujero había empezado a cerrarse. Cogí la bala de la moqueta. Estaba empapada en sangre. La envolví en un jirón de la camisa de Eric. En ese momento se me antojó un buen recuerdo. En realidad no sé en qué estaba pensando. Los heridos y los muertos seguían jalonando el suelo de la estancia, pero la mayoría de los que seguían con vida estaban recibiendo la ayuda de otros humanos o de dos vampiros que no se habían apuntado a la persecución.

Se empezaron a oír sirenas en la distancia.

La preciosa puerta principal estaba completamente astillada y agujereada. Me quedé a un lado para abrirla, sólo por si quedaba algún justiciero rezagado en la parte frontal, pero no ocurrió nada. Oteé el panorama desde el marco de la puerta.

—¿Bill? —llamé—. ¿Estás bien?

Entonces volvió deambulando por el jardín, con un aspecto ciertamente sonrosado.

—Bill —dije, sintiéndome vieja, marchita y descolorida. Un deslucido horror, que no era más que una profunda decepción, se apoderó de mis entrañas.

Se detuvo.

—Nos han disparado y han matado a algunos —dijo. Sus colmillos brillaron, a juego con su excitación.

—Acabas de matar a alguien.

—Para defendernos.

—Para vengarte.

En ese momento, para mí había una clara diferencia entre los dos conceptos. Bill parecía desconcertado.

—Ni siquiera esperaste para ver si me encontraba bien —dije. Cuando se es vampiro, nunca se deja de serlo. Los tigres no se pueden cambiar las rayas del pelaje. No se puede enseñar nuevos trucos a un perro viejo. Había escuchado todas las advertencias que todo el mundo me había dicho con el acento cálido y arrastrado de mi tierra.

Me volví y regresé a la casa, sorteando las manchas de sangre y el desastroso caos, como si presenciara tales cosas todos los días. Algunas de las que vi ni siquiera quedaron registradas en mi mente, hasta la semana siguiente, cuando mi cerebro de repente regurgitó todo lo que había contemplado: puede que un primer plano de un cráneo destrozado, o una arteria que no paraba de chorrear sangre. Lo que más me importaba en ese momento era dar con mi bolso. Lo encontré en el segundo lugar donde lo busqué. Mientras Bill ayudaba a los heridos para no tener que hablar conmigo, salí de esa casa, me metí en el coche de alquiler y, a pesar de mi ansiedad, emprendí la marcha. Estar en aquella casa era mucho más terrorífico que el tráfico de la ciudad. Salí del lugar justo antes de que se presentara la policía.

Tras recorrer unas cuantas manzanas, aparqué frente a una biblioteca y saqué un mapa de la guantera. Aunque me llevó el doble de tiempo de lo que hubiera sido normal, pues tenía el cerebro tan embotado que apenas funcionaba, me hice una idea de cómo llegar al aeropuerto.

Y hacia allí me dirigí. Seguí los carteles que ponían «C
oches de alquiler
», aparqué el vehículo donde debía, dejé las llaves dentro y me marché. Conseguí un billete para el siguiente avión hacia Shreveport, que saldría al cabo de una hora. Di las gracias a Dios por contar con mi propia tarjeta de crédito.

Como no lo había hecho nunca antes, me llevó unos minutos aprender cómo se manejaba un teléfono público. Tuve suerte de dar con Jason, quien dijo que me recogería en el aeropuerto.

Por la mañana temprano ya estaba en casa y metida en la cama.

No empecé a llorar hasta el día siguiente.

9

Bill y yo ya habíamos discutido otras veces. Ya en otras ocasiones había acabado harta, cansada del rollo vampírico que había tenido que asimilar para adaptarme y asustada de profundizar cada vez más en él. A veces tan sólo me apetecía estar en compañía de humanos durante un rato.

Así que, durante tres semanas, eso es lo que hice. No llamé a Bill y él tampoco me llamó a mí. Sabía que había regresado de Dallas porque había dejado mi maleta en el porche. Al deshacerla, descubrí un estuche de joyería de terciopelo negro en un bolsillo lateral. Deseé haber tenido la fuerza de no abrirlo, pero no fue así. En el interior había un par de pendientes de topacio y una nota que ponía: «A juego con tu vestido marrón». Se refería a lo que me puse la última noche que estuve en el cuartel general de los vampiros. Le saqué la lengua al estuche y fui con el coche hasta su casa aquella noche para dejarlo en su buzón. Ahora que por fin se había decidido a comprarme un regalo, yo se lo devolvía.

Ni siquiera traté de «pensarme las cosas». Supuse que mi mente se aclararía y entonces sabría lo que hacer.

Lo que sí hice fue leer los periódicos. Los vampiros de Dallas y sus amigos humanos eran ahora mártires, lo cual probablemente fuera del sumo agrado de Stan. Se pregonaba la «M
asacre de
D
allas a media noche
» en todas las revistas como el mejor ejemplo de odio y criminalidad. Se presionaba a los legisladores para que aprobaran todo tipo de leyes que jamás llegarían a plasmarse sobre el papel, pero que hacían que algunas personas se sintiesen mejor con tal perspectiva; leyes que proporcionarían protección federal a los edificios propiedad de vampiros, leyes que permitirían a los vampiros ocupar ciertos puestos electos (aunque nadie había sugerido aún que un vampiro pudiera presentarse al Senado de los Estados Unidos o ejercer como representante). Hubo incluso una moción en el Congreso de Texas que pretendía designar a un vampiro como verdugo oficial del Estado. A fin de cuentas, dijo el senador Garza en su momento: «La muerte por mordedura de vampiro es presuntamente indolora, y el vampiro se nutre de ella».

Tenía algo que decirle al señor Garza: las mordeduras de vampiro sólo eran placenteras por voluntad del propio vampiro. Si no te seduce antes, una mordedura de vampiro en toda regla, en oposición al típico chupetón, duele horrores.

Me preguntaba si el senador Garza tendría algo que ver con Luna, pero Sam me dijo que el apellido Garza era tan común entre los estadounidenses con ascendencia mexicana como Smith entre los de ascendencia inglesa.

Sam no me preguntó por qué lo quería saber. Eso hizo que me sintiera un poco desamparada, porque estoy acostumbrada a sentirme valorada por él. Pero andaba preocupado esos días por asuntos del trabajo y otros que no lo eran tanto. Arlene dijo que estaba convencida de que salía con alguien, lo cual era toda una novedad, al menos hasta donde cualquiera de nosotros era capaz de recordar. Fuese quien fuese, ninguno de nosotros la había visto, lo cual era de por sí extraño. Traté de hablarle de los cambiantes de Dallas, pero siempre me sonreía y encontraba alguna excusa para hacer otra cosa.

Un día, mi hermano Jason se dejó caer por casa a la hora de comer. No fue precisamente como cuando mi abuela estaba viva. Ella solía atestar la mesa con un gran almuerzo, y luego, para cenar, nos tomábamos unos cuantos sándwiches. Por aquel entonces, Jason se pasaba muy a menudo; la abuela era una excelente cocinera. Yo me las arreglé para ofrecerle unos sándwiches de carne y una ensalada de patatas (aunque no le dije que era de la tienda), y tuve la suerte de que me quedara algo de té de melocotón.

—¿Qué os pasa a ti y a Bill? —preguntó de golpe, una vez hubo acabado de comer. Se le había dado muy bien tragarse las preguntas de vuelta del aeropuerto.

—Me he enfadado con él —le dije.

—¿Por qué?

—Rompió una promesa que me había hecho —dije. Jason se esforzaba por actuar como el hermano mayor. Debería aceptar su preocupación en lugar de enfadarme. No era la primera vez que se me pasaba por la cabeza que quizá yo era muy temperamental. Bajo algunas circunstancias, al menos. Bloqueé firmemente mi sexto sentido para poder escuchar solamente lo que Jason me decía.

—Lo han visto por Monroe.

Respiré profundamente.

—¿Iba acompañado?

—Sí.

—¿Con quién?

—No te lo vas a creer. Con Portia Bellefleur.

No me habría sorprendido tanto si Jason me hubiese dicho que Bill estuvo con Hillary Clinton (aunque Bill era demócrata). Me quedé mirando a mi hermano como si acabase de anunciarme que él era Satanás. Lo único que teníamos en común Portia y yo era el lugar de nacimiento, los órganos femeninos y el pelo largo.

—Bueno —dije llanamente—, no sé si cabrearme o reírme. ¿Qué piensas tú?

Porque si alguien sabía de las cosas de hombres y mujeres, ése era Jason. Al menos lo sabía desde el punto de vista de los hombres.

—Es todo lo contrario que tú —dijo con un aire pensativo impropio de él—. En todo lo que se me pueda ocurrir. Es muy educada, proviene de lo que creo que tú llamarías clase aristocrática y es abogada. Además, su hermano es poli. Y van a oír conciertos de música clásica y todo ese rollo.

Las lágrimas se agolparon en mis ojos. Si Bill me lo hubiera pedido, habría ido a oír música clásica con él.

—Por el otro lado, tú eres lista, eres guapa y estás dispuesta a adaptarte a sus cosillas —no estaba del todo segura de a qué se refería Jason con eso, y creí preferible no preguntar—. Pero está claro que nosotros no tenemos nada de aristocráticos. Tú trabajas en un bar y tu hermano con una cuadrilla en la carretera —dijo Jason con una sonrisa torcida.

—Llevamos aquí el mismo tiempo que los Bellefleur —dije, tratando de no sonar hosca.

—Eso lo sabemos tú y yo. Bueno, y seguro que Bill también lo sabe, porque estaría ya vivo por aquel entonces —era muy cierto.

—¿Qué ha pasado con la causa contra Andy? —pregunté.

—No se han presentado cargos en su contra todavía, pero los rumores sobre el rollo del club sexual vuelan con fuerza por toda la ciudad. A Lafayette le encantaba irse de la lengua y es evidente que habló de ello con bastante gente. Dicen que, dado que la primera regla del club es mantener la boca cerrada, Lafayette recibió lo suyo por culpa de su entusiasmo.

—¿Y tú qué opinas?

—Creo que si alguien ha montado un club del sexo en Bon Temps, debería haberme llamado —dijo, muy serio.

—Tienes razón —dije, de nuevo estupefacta por lo sensato que podía llegar a ser Jason—. Deberías ser el primero de la lista —¿por qué no se me habría ocurrido antes? No es sólo que Jason tuviera fama de haber calentado muchas camas ajenas, sino que, además, era muy atractivo y no estaba casado—. Lo único que se me ocurre —dije con lentitud— es que Lafayette era gay, como bien sabes.

—¿Y?

—Y puede que ese club, si existe, sólo acepte a gente a la que le vaya ese tema.

—Puede que hayas dado en el clavo —me dijo Jason.

—Así es, señor Homófobo.

Jason sonrió y se encogió de hombros.

—Todo el mundo tiene un punto débil —admitió—. Además, como ya sabes, llevo tiempo saliendo con Liz. No es de las que comparten una servilleta, así que imagínate un novio.

Tenía razón. La familia de Liz era famosa por llevar eso de «ni prestar ni tomar prestado» hasta el extremo.

—Eres de lo que no hay, hermanito —dije, centrándome en sus defectos, más que en los de la familia de Liz—. Hay muchas cosas peores que ser gay.

—¿Como por ejemplo?

—Ladrón, traidor, asesino, violador...

—Vale, vale, ya pillo la idea.

—Espero que sí —dije. Nuestras diferencias me apesadumbraban. Pero quería a Jason; era todo lo que me quedaba.

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