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Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren (6 page)

El hispanismo estadounidense por su parte no tardó en prestar atención a esta novela que serviría para ejemplificar las posturas de todas las escuelas interpretativas, desde las más tradicionales hasta las situadas en los extremos postestructuralistas, pasando por la sociología de la literatura, el marxismo y los llamados Peace Studies. Durante lustros Ander Alkarria sería llamado de todos los lugares imaginables para hablar de su novela. Su fama empezó a decaer hasta ser completamente olvidado cuando, hastiado de comparecencias públicas, cócteles y universidades de verano, se dedicó en serio a escribir.

Por su parte, W en seguida se dio cuenta de la situación, de la dependencia psicológica que generaba en su esposa; se percató de que tenía una esclava, una geisha dispuesta a todo por amor, y durante un año largo la sometió a refinadas torturas psicológicas como la destrucción de la estima o los celos, a humillaciones morales en lugares públicos, y a vejaciones físicas de carácter sexual, que incluían juegos con flujos y excrementos, dolor físico y sufrimiento general. W, que tenía según la crítica una gran capacidad de observación, tomaba notas sin que su asombro se agotase ante la capacidad de aguante que había desarrollado su esposa.

Hasta que el éxito de Ander Alkarria le proporcionó a Helga la confianza en sí misma y la autonomía económica que necesitaba para empezar a tomar decisiones. La de matarlo la tomó, con todo, a raíz de conocer a Fat en una de esas páginas web que asesoran en la comisión de parricidios, beloved.com, y que contenía documentación sobre los más célebres, un compendio de leyes y sentencias, consejos prácticos, enlaces y la chat-room donde se conocieron. A lo largo de varios meses de conversación, Fat le fue abriendo poco a poco su corazón, como se suele decir. Le confesó que había sido siempre la gordita de la clase. Le contó que cuando llegaba del colegio, se tumbaba a leer y a comer chucherías; que jamás había hecho deporte. A los once años pesaba noventa kilos; su cuerpo espantaba a las chicas, y su cultura, rebosante de lecturas impropias de su edad, asustaba a los chicos; pero a ella todo eso le daba igual, en el fondo despreciaba a sus contemporáneos. Fat se había pasado la infancia sola. Hasta que un día, acababa de tener su primera regla, al bajar del autobús escolar un coche le cedió el paso, y el conductor, un chico guapísimo, se la quedó mirando mientras cruzaba; ella se paró y lo miró también; y entonces él sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó:

—¡Cruza ya de una puta vez, gorda de los cojones!

Le dio un vuelco el corazón; fue como si le abrieran los ojos, como si después de una larga amnesia recobrara su verdadera identidad. Llegó corriendo a casa, sofocada, se miró al espejo, y por primera vez en su vida se vio gorda, y se echó a llorar. Estaba sola, como siempre, y se pasó todo el día llorando. Llorando y comiendo maíz inflado. A partir de entonces dejó los libros y se consagró a las revistas de belleza. Se puso a dieta, un régimen salvaje; y empezó a hacer deporte de un modo compulsivo, pensando siempre en gustar al chico del coche. Hizo un curso de aeróbic, obtuvo el título de monitora, y consiguió un cuerpo perfecto. Pero el chico del coche no apareció. Para entonces Fat ya trabajaba en un gimnasio que se reservaba el derecho de rescindir el contrato a las monitoras que rebasaran los cincuenta y cuatro kilos. Fat se pesaba a todas horas. Bebía un vaso de agua y se pesaba. Respiraba y se pesaba, y si alguna vez, pese a los sacrificios, alcanzaba ese límite, se venía abajo; se acercaba a hurtadillas a la nevera, y perdía el control. Comenzaba usando cuchara, pero en seguida abandonaba el cubierto y empezaba a comer con las manos. Terminaba abriendo un periódico, extendiéndolo en el suelo, y echando sobre él cuanto encontraba. Al término del festín, se sentía mugrienta y asquerosa; débil, monstruosa, y sobre todo gorda. Se encerraba en el baño y vomitaba, y conforme expulsaba los alimentos recién comidos se iba sintiendo limpia por dentro y por fuera. A veces ni siquiera se levantaba; se metía los dedos y vomitaba, mezclando la comida con su propio devuelto. Aunque había alcanzado extremos impensables de degradación, se acabó acostumbrando: sonreía por el día y vomitaba por la noche. Se convirtió en una virtuosa de la simulación, de la doble personalidad. La gente creía que era más o menos feliz, o que tenía los problemas de todo el mundo, pero nadie sospechaba que ella, con lo delgadita que estaba, pudiera padecer precisamente
ese
problema. Deseaba hablar, y por eso se enamoró de la primera persona a la que pudo contárselo todo. Manoel escuchaba. Que fuera psicólogo, y que ella le pagara para eso no cambiaba las cosas. Manoel fue muy estricto en el tratamiento, y la severidad funcionó: no sólo le prohibió que dejara el gimnasio, sino que la animó a que abriera uno propio porque eso le serviría de acicate para controlar el peso. También la obligó a cocinar platos deliciosos, que él supervisaba. Y quién lo iba a decir, lo conquistó por el estómago, se casaron, él dejó la psicología y se instaló un despacho en el gimnasio, al lado del vestuario de señoras, para llevar la contabilidad. Hasta que un día Fat se enteró por casualidad de que Manoel no era psicólogo, sino veterinario. Entró de improviso a pedirle explicaciones, y allí lo pilló, cara a la pared que daba al vestuario, mirando por un agujerito, con los pantalones bajados y el ojo derecho guiñado, resuelto a no conceder el divorcio así lo mataran. Fat le narró a Helga Pato su experiencia con el Anabarbital, un poderoso tranquilizante que no dejaba rastro y que podía conseguirse por correspondencia y sin receta en las consabidas direcciones de Internet. Helga también le contó su vida, y una vez que ambas hubieron abierto sus corazones a través de la electrónica, Helga se atrevió a proponer que se conocieran en persona. Después de mucho pensar, quedaron un miércoles 13 de abril, a las 5.00 pm eastern time en la signatura DP 233.B7.C10 de la biblioteca central de la State University of New York at Stony Brook. Quien llegara primero cogería el libro y esperaría.

Helga Pato aprovechó aquella cita para visitar a su antiguo profesor, Adrián Montoro, la persona que le hubiera dirigido su tesis sobre la autoría colectiva de la épica medieval de no haber conocido a W y haberlo dejado todo por amor. Montoro era además una especie de consejero personal. Siempre había estado dispuesto a escucharla paciente y cariñoso en esos momentos de tribulación y desánimo que se apoderaban de Helga en el extranjero antes de comprender que el extranjero no es un lugar, sino un estado de ánimo. Él nunca le reprochó nada, ni siquiera trató de convencerla cuando Helga decidió abandonar los estudios literarios y casarse con W. Desde entonces lo visitaba periódicamente, primero en Alemania y luego en Nueva York. Ella lo había convencido para que le permitiera representar sus libros en todos los países de lengua española, y con la excusa de mantener encuentros profesionales pasaban juntos una semana al año hablando siempre de lo mismo con ligeras variaciones en los planos léxico y morfosintáctico. Cuando Helga llegaba a Nueva York, Montoro, que ya era demasiado viejo para conducir, la esperaba en el aeropuerto, y le preguntaba dónde quería ir. Helga no lo dudaba. Donde siempre, decía.
Donde siempre
era Tara’s, una vieja y ruidosa taberna tenuemente iluminada por las luces que indicaban las salidas de emergencia y por el fulgor de los televisores, que parecían retransmitir perpetuamente partidos de béisbol o baloncesto. Montoro siempre trataba de convencerla de que fueran a un lugar más europeo, o más cubano, o por lo menos más tranquilo, porque lo cierto era que su venerable estampa llamaba la atención en aquel ambiente estruendoso y juvenil. Helga elegía una mesa apartada, pedían langosta y cerveza, y mientras esperaban repetían la conversación del año anterior. Que a Helga le aburría leer cada vez más. Que no sólo le aburrían las novelas de sus escritores, de los escritores de su agencia, que le aburrían
todas
las novelas, decía. Que si había abandonado los estudios literarios había sido porque no creía en ellos, porque de pronto le parecieron una vía muerta, un esfuerzo que no conducía a ninguna parte, una actividad inútil y estéril, un subgénero mediocre y pretencioso de la ficción en prosa. Montoro se subía por las paredes. Él, venía a decir, todo lo que sabía y todo lo que era se lo debía al estudio y a la lectura. Helga no estaba de acuerdo; para ella Montoro se lo debía todo a su envidiable biografía. Adrián Montoro había sido ministro de Cultura en Cuba hasta que en 1963 se exilió a Nueva York, en cuya universidad pública enseñó Teoría de la Literatura. Años después recibió una oferta del Instituto Goethe para dirigir el programa doctoral, y allí lo conoció Helga. Cuando se jubiló, Montoro regresó a Estados Unidos, y se instaló en Setauket, un pueblecito del Estado de Nueva York. Sin duda se lo debo también a la vida, decía él.
También
no,
sobre todo
a la vida, matizaba ella. Bien, de acuerdo,
sobre todo
a la vida, parecía conceder Montoro, pero yo no hubiera sabido aprovechar la vida, disfrutar la vida, entender la vida, protegerme de ella, si no me hubiera pertrechado de libros. Libros, libros, libros. El mundo cambia, Adrián, le advertía Helga con un punto de lástima, cambia vertiginosamente; yo, por ejemplo, ya me siento vieja para casi todo, siento que mi formación, mis valores, los libros, las cosas en las que siempre he creído han caducado; y tú ya ni te cuento, tú eres una momia, Adrián. Pero Montoro no se enfadaba, contraatacaba con cierta ironía: Es cierto, decía, que el mundo cambia, es cierto que tú eres vieja, podría incluso aceptar que yo soy una momia, pero las personas... las personas no cambian tanto, Helga, las personas siguen siendo las mismas. A mí la literatura me ha servido para conocerlas, para entenderlas. Y así se tiraban horas y horas. Aquella vez, sin embargo, aunque Helga trató de conducir la conversación por el camino de siempre, por las consabidas afirmaciones y réplicas, Montoro no respondió. Al principio Helga atribuyó a la edad el evidente desfase entre su propio entusiasmo por el encuentro y la apatía de su anfitrión; más tarde se dio cuenta de que era otro el motivo. Pero no adelantemos acontecimientos. Habíamos dejado a Helga Pato partiendo hacia Nueva York para conocer en persona a la electrónica Fat y reencontrarse con su antiguo profesor. Antes de salir, le puso a su marido un whisky con diez centímetros cúbicos de Anabarbital, y brindó con él por el porvenir. W le pidió que le dejara mearla antes de que se fuera, pero ella lo besó en la frente y se marchó sin contestar.

Montoro la recibió con el cariño de siempre, pero hubo algo en su abrazo, una especie de decaimiento o de laxitud que también se manifestó en su actitud general mientras conversaban en el interior del viejo Subaru por la South Eastern Parkway de Long Island, que la intranquilizó. Intranquilizar no es la palabra. Sería más apropiado decir que la falta de fervor le hizo sospechar que Montoro se había hecho viejo de repente. Luego, como he dicho, se daría cuenta de que no era eso exactamente lo que sucedía. Durante la visita, Montoro no hizo otra cosa que escribir en el ordenador. Helga paseó sola, visitó museos, vio a algunos conocidos, fue de compras, y naturalmente el 13 de abril, como estaba previsto, acudió a la cita con Fat.

Aparcó cerca de la biblioteca y halló sin dificultad el acceso a los anaqueles. La signatura DP estaba ubicada en el tercer piso, y allí se encaminó por una escalera interior. Las inmensas estanterías metálicas, repletas de volúmenes, dibujaban estrechos pasadizos desiertos y oscuros por los que de cuando en cuando Helga se tropezaba con algún estudiante. El sistema de catalogación por la CDU no tiene pérdida; en seguida localizó la serie 233 de la signatura DP, y sólo tuvo que seguir el orden alfabético para dar con DP 233.B7.C9. El volumen CIO, el que debía tomar en sus manos quien llegara primero, no estaba. Instintivamente se volvió, pero a su espalda no había nadie. Ni a su derecha. Ni a su izquierda. Se encontraba en medio de un largo pasillo, sola. De pronto se apoderó de ella una angustiosa sensación de opresión; libros delante, libros detrás, libros arriba, libros abajo, y necesitó salir, respirar aire puro. Logró contenerse, no obstante, y esperar. Era posible que Fat hubiera llegado antes que ella, hubiese cogido el volumen y estuviera dando una vuelta por la biblioteca, podía ser estudiante de Stony Brook. Era posible también que el libro hubiera sido tomado en préstamo por otra persona, en cuyo caso Fat llegaría a ese mismo punto a la hora acordada. Pasaban cinco minutos de las cinco de la tarde. Repentinamente Helga Pato tuvo la sensación de estar siendo observada. Volvió a mirar a derecha e izquierda, pero no vio a nadie. Una persona apareció en uno de los extremos del pasillo, y se dirigió hacia ella, pero a medio camino se detuvo, buscó, encontró, cogió el libro y se marchó por donde había venido. Pasaban quince minutos de las cinco y Helga Pato no podía dejar de sentir que la observaban. Decidió pasear por los pasillos paralelos. Algunos estudiantes buscaban localizaciones y otros leían textos sentados en el suelo. Regresó a su signatura. Nadie. A las cinco treinta minutos Helga Pato supo que Fat no aparecería. No fue sólo una sensación, fue que de pronto su vista se posó en el lomo del volumen C10, que quince minutos antes no se encontraba en ese lugar. Obedeciendo a un impulso, Helga Pato corrió hacia el final del pasillo, creyendo que alcanzaría a quienquiera que fuera la persona que lo había devuelto a su lugar, pero en seguida reparó en lo absurdo de su intento, y regresó a la signatura con el corazón agitado. El volumen frente al que se habían citado era una traducción al inglés de las
Confesiones
de Rousseau. Helga lo inspeccionó por si Fat hubiese dejado alguna nota, algún rastro de su identidad, pero no encontró nada. Helga regresó desairada a casa de Montoro, con la sensación de haber sido víctima de un fraude. Timada. Cuando días después reanudó la correspondencia con Fat, ésta le pidió disculpas: le había surgido un imprevisto de última hora y no había podido desplazarse a Nueva York, nunca había estado allí. Helga no la creyó; discutieron, y dejaron de escribirse; pero eso es de otra historia.

Todavía andaba Helga alterada por la desaparición de Fat, si es que puede desaparecer alguien que nunca ha aparecido, cuando Montoro se sentó frente a ella en el salón, y le dijo que estaba metido en un buen lío. Al principio Helga pensó que hablaba de dificultades intelectuales, pero en seguida descubrió que Montoro se refería a problemas reales. Hacía unos años había caído en sus manos la correspondencia privada de Ferdinand de Saussure. La había comprado por comprarla, y la había tenido mucho tiempo sobre una mesa, sin leerla. Un buen día la cogió. Entre referencias bibliográficas y métodos de trabajo, Montoro encontró una carta dirigida a un tal Konstantin van der Hoffen, un poeta muy conocido de la época, en la que Saussure le preguntaba en un tono misterioso si los poetas
anagramáticos
iban a
ejecutar.

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