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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (25 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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»Lo que me preocupa es esto: Matt no tenía facilidad para relacionarse. Pero tampoco se hacía odiar. Wally, esta gente lo desprecia. Su nombre despierta irritación. Esta gente, toda esta gente, desearía matarlo.

»Supongo que debería dejar esto y volver a casa. Estoy cansada de conversar con militares. Odian con facilidad. Pero, por Dios, quisiera saber la verdad. Nunca conocí a nadie más leal a Sim y a sus malditos dellacondanos que Matt Olander.

»Este lugar es un manicomio. Está saturado de refugiados de Ilyanda y resulta difícil acercarse a alguna de las instalaciones navales. He estado observando a esta gente, desplazada de sus hogares, asustada. ¿Sabías que el Ashiyyur bombardeó Punto Edward? ¿Cómo pueden haber sido tan tontos? No le diría esto a nadie más. A veces me pregunto si Sim no tendrá razón respecto a ellos. Es difícil, Wally, de verdad.

»He oído que Tarien va a dar mañana un discurso en la ciudad para dedicar un espacio de albergue para los ilyandanos. Voy a hacer un esfuerzo para hablarle allí. Quizá pueda persuadirlo de que examine el asunto de Matt.

»Te mantendré informado.

La imagen se desvaneció.

—¿Esto es todo?

—No hay otra transmisión —remarcó Jacob— en este cristal.

Chase debía de estar sentada con los ojos cerrados, escuchando.

—Es todo lo que hay —dijo—. La introducción indica que estaban previstos los volúmenes siguientes, pero que no se hicieron. El editor murió antes.

—Su nombre era Charles Parrini, de la Universidad de Mileta —informó Jacob—. Murió hace treinta años.

—Alguien podría haber terminado el proyecto.

—Tal vez —concedió Chase—. Pero, si así fue, nunca se publicó.

—No importa —observó Jacob—. Parrini debió de recoger la información de diversas fuentes. Encuéntralas y tendrás la respuesta.

La Universidad de Mileta estaba en Sequin, el más pequeño de los siete continentes de Rimway, en la ciudad desértica de Capuchai. Parrini había sido allí profesor emérito de literatura durante la mayor parte de su productiva vida. La biblioteca estaba repleta de sus libros: el hombre había sido extraordinariamente prolífico. Sus comentarios abarcaban todas las épocas literarias desde los babilonios. Había publicado varias ediciones de los grandes poetas y ensayistas (incluido Walford Candles). Pero mucho más interesante, había traducido varios textos de poesía y filosofía ashiyyurense. Chase y yo, trabajando desde el estudio de Gabe, pasamos una tarde entera y parte de la mañana siguiente repasando aquellos libros.

Hacia el mediodía del segundo día, Chase me llamó a su terminal.

—La
Tulisofala
de Parrini es interesante. He estado viendo los principios en su sistema ético: «Ama a tu enemigo. Devuelve bien por mal. La justicia y la misericordia son las piedras angulares de una vida correcta; la justicia porque lo demanda la naturaleza y la misericordia porque ennoblece el alma».

—Suena familiar.

—Tal vez haya una sola clase de sistema ético que funcione. Aunque parece no haber tenido mucho éxito entre los mudos.

—¿Era esto lo que querías mostrarme?

—No, un momento. —Volvió a la página anterior y me señaló la dedicatoria: «Para Leisha Tanner».

Ninguno de los bibliotecarios sabía nada de Parrini; para ellos ese nombre era simplemente un par de cristales en un salón de referencias y tres cajas de documentos en un área de archivos del tercer piso (o quizá cuatro cajas; no estaban seguros). A petición nuestra trasladaron las cajas hasta una habitación y nos mostraron el contenido. Encontramos informes de estudiantes, listas de graduación, archivos financieros que ya serían viejos cuando Parrini murió y facturas por compra de mobiliarios, obras de arte, libros, ropa, un deslizador, etcétera.

—Tiene que haber más —dijo Chase mientras descansábamos y comíamos algo—. No estamos buscando en el lugar adecuado. Parrini sencillamente no pudo haber acumulado el material para el primer volumen sin guardar a la vez una gran cantidad de material para los siguientes.

Estuve de acuerdo y sugerí que tal vez debiésemos comenzar por el departamento de Literatura.

Jacob tenía un código de transmisión listo para nosotros cuando terminamos de comer, así que nos conectamos con una oficina destartalada, con muebles ordinarios y dos jóvenes con cara de aburridos que bostezaban frente a sus viejas terminales, con los pies sobre el escritorio y los dedos entrelazados sobre la cabeza. Uno era extremadamente alto, casi de dos metros y medio. El otro era de estatura normal, de ojos claros, que transmitían confianza, y el cabello color paja. Un monitor revisaba bloques de texto, pero nadie le prestaba atención.

—¿Sí? —inquirió el más bajo, enderezándose un poco—. ¿Puedo servirle en algo? —En realidad se dirigió a Chase.

—Estamos realizando una investigación sobre Charles Parrini —le respondió ella—. Nos interesa particularmente su obra sobre Walford Candles.

—Parrini es un plomo —sentenció el otro sin moverse—. El estudio de Schambly sobre Candles es mucho mejor; o el de Koestler. Diablos, cualquiera menos Parrini.

El que había hablado primero se presentó.

—Korman. Mi nombre es Jack. Él es Thaxter.

Thaxter apenas movió los labios.

—¿Qué necesita? —preguntó, siempre hablando con Chase. Sus ojos recorrían con avidez la anatomía de Chase. Parecía complacido.

—¿Está familiarizado —quise saber yo— con su traducción de
Tulisofala?
¿Por qué se la dedicó a Leisha Tanner?

Korman sonrió, aparentemente impresionado.

—Porque —dijo mirando por primera vez en mi dirección— ella hizo el primer esfuerzo serio para traducir la literatura ashiyyurense. Nadie la lee ya ahora, desde luego, pero se reconoce su carácter de precursora.

Chase asintió lo más académicamente que pudo.

—¿Ha leído usted su libro sobre Wally Candles? —preguntó con una dicción un poquito más enfática de lo habitual—. ¿Las
Cartas?

Thaxter introdujo el pie en un cajón abierto y lo fue empujando hacia delante y hacia atrás.

—He oído hablar de él —afirmó.

—Se iban a hacer volúmenes adicionales. ¿Se completaron alguna vez?

—Según tengo entendido —dijo Thaxter—, murió a la mitad del proyecto.

—Es cierto. —Chase los miró alternativamente a los dos—. ¿Nadie terminó lo que él había comenzado?

—Creo que no. —Thaxter dejó caer las palabras de modo tal que sugerían que no tenía la menor idea. Intentó sonreír, obtuvo una respuesta alentadora de Chase y consultó su ordenador—. No —añadió después de unos momentos—. Solo un volumen. Nada más.

—Doctor Thaxter —pregunté otorgándole un título que dudo que tuviera—, ¿qué puede haber pasado con los archivos de Parrini después de su muerte?

—Habría que averiguarlo.

—¿Usted podría? —inquirió Chase—. Sería muy útil.

Thaxter se estiró como para enderezarse.

—Bueno, creo que sí. ¿Dónde puedo encontrarla? —Parecía hablarle exclusivamente al cuerpo de Chase.

—¿Podría tener alguna respuesta esta noche?

—Posiblemente.

—Volveré —dijo Chase sonriendo.

A su muerte, los archivos de Charles Parrini pasaron a manos de Adrian Monck, su asiduo colaborador. Entre otros proyectos, Monck iba a completar el segundo y el tercer volumen de las
Cartas
de Candles. Pero estaba trabajando en la hoy olvidada histórica
Maurina
, un relato épico de la era de la Resistencia a través de los ojos de la joven esposa de Sim. No vivió para completar ninguna de las dos obras. Su hija finalizó
Maurina.
Los papeles de Parrini fueron donados por su heredera a la biblioteca de la Universidad de Monte Tabor, donde Monck había pasado su etapa de pregraduado.

Monte Tabor está situado en las afueras de Bellwether, una ciudad relativamente pequeña en el hemisferio sur, a ocho husos horarios. El nombre de la universidad parece una broma, pues la universidad se ubica en un lugar completamente llano. La institución está afiliada a la Iglesia. «Monte Tabor» es una referencia bíblica.

Momentos después de que Chase terminara su charla con Thaxter, nos presentamos a la ia que custodiaba la biblioteca de la universidad durante las horas de cierre. (Era justo antes del amanecer en Bellwether.) No había registro de materiales en curso de publicación bajo los nombres de Monck o Parrini.

Por la mañana, volvimos apenas abrieron. El joven asistente al que nos aproximamos con nuestras preguntas revisó sus bases de datos y sacudió la cabeza después de cada entrada. Ningún Monck. Ningún Parrini. Lo lamentaba. Habría querido ayudar. Exactamente lo mismo que nos dijo la ia; ¡y yo que creía que sería más fácil tener que vérselas con los humanos!

Insistimos en que tenía que estar en alguna parte. El joven suspiró y nos envió a una mujer de tez morena que era más alta aún que Chase. Era fornida, de cabello negro y modales abruptos, como dando a entender que no tenía tiempo para perder.

—Si llega algo —nos dijo perentoriamente—, enseguida nos pondremos en contacto con ustedes. Por favor, dejen su código en el escritorio —agregó, mientras se marchaba.

—Si ahora no están —dije yo—, no van a llegar. Los papeles de Parrini fueron donados a este centro hace ya más de veinte años.

Se detuvo.

—Ya veo. Bueno, eso fue antes de que yo llegara aquí. Obviamente no están. Tiene que entender que recibimos muchas donaciones como la que usted dice. Casi siempre son materiales inútiles para los herederos. Sin embargo, nosotros somos bastante cuidadosos con los materiales que recibimos. Quizá desee consultar la biblioteca de la Fundación.

—Le estaría eternamente agradecido si pudiera ayudarnos —persistí—. Y estoy dispuesto a pagar el tiempo que me dedique. —Nunca antes había tratado de sobornar a nadie; me sentía un delincuente. Me las arreglé para mirar de soslayo a Chase, quien apenas podía mantener una expresión serena.

—Me gustaría recibir su dinero, señor Benedict, pero usted no ganaría nada con eso. No está en el inventario; no lo tenemos, es así de simple.

Me pregunté en voz alta si no sería un motivo de enojo para la dirección de la Universidad de Monte Tabor saber que la herencia de Charles Parrini había sido tratada tan groseramente por sus bibliotecarios. Ella me respondió que iniciara cualquier acción que considerara apropiada.

—Fin de la comunicación, me parece —le dije a Chase cuando volvimos al estudio. Ella asintió. Nos levantamos de las sillas donde habíamos permanecido durante la mayor parte de los días anteriores. Hacía rato que había pasado la medianoche.

—Vamos a tomar aire fresco —invitó presionándose las sienes con la punta de los dedos.

Afuera, paseamos sin optimismo por uno de los senderos del bosque.

—Me parece que es hora de terminar con todo este asunto —comenté.

Se me adelantó un poco sin decir nada. El aire de la noche me invadía con su frescura y me hacía sentir bien. Caminamos una media hora. Ella parecía preocupada, mientras mi convicción de que todo había terminado cedía paso gradualmente a la conciencia de la presencia física de la esbelta Chase.

—Yo sé que esto te resulta muy frustrante —me espetó de pronto.

—Sí. —Sus ojos y los míos estaban a la misma altura. Yo era consciente de eso en aquel instante—. Me habría gustado obtener algunas respuestas —dije, sin ningún tipo de inhibición.

—También habría sido bueno capturar al que te está jugando estas malas pasadas.

—Eso también. —Y tanto.

Traté de acallar mi conciencia admitiendo que me alegraba volcar mi mente en otra cosa. Continué refiriéndome a mi responsabilidad para con la fortuna de Gabe, algunos problemas personales y mil cosas más. Todo mentiras, pero no importaba. De todas formas, Chase no me estaba oyendo.

—Se me ocurre algo —manifestó, interrumpiendo sin ningún miramiento mi retórica—. Sabemos que los documentos fueron donados por la hija de Monck. La donación de haber sido catalogada bajo el nombre de ella, que no necesariamente sería Monck. El problema podría estar en que no dimos bien la referencia en la biblioteca.

Tenía razón.

Los materiales, igual que los documentos de Mileta, estaban empaquetados en un contenedor plástico en una sala de archivos.

La bibliotecaria de tez morena arguyó que los materiales no se hallaban disponibles para consultas públicas. Pero nos los cedió rápidamente cuando volví a amenazar con hablar con sus superiores, esta vez ofreciendo una detallada acusación.

Dispusieron los materiales en dos mesas, en una sala de visita. El joven empleado que habíamos encontrado el día anterior recibió el encargo de ayudarnos a cargar unidades de almacenamiento de datos, poner los materiales a la luz, dar vuelta a las páginas y varias otras tareas físicas que el cabezal de proyección no puede realizar por sí solo. Era muy responsable y paciente haciendo ese trabajo, pero enseguida debió de tornársele tedioso; lo contrario que a su supervisora. Además, creo que estaba fascinado con Chase.

Pasamos dos días revisando el material. Una porción sustancial era correspondencia remitida por Candles o que le había sido enviada. Estaba en cristales, en cilindros y fibras de varios tipos de los que ya no se utilizan, en sistemas de memoria, en bloques de hojas y en papel.

—Va a ser un problema —dijo Chase—. No vamos a poder leer todo esto. ¿Dónde vamos a encontrar un lector que acepte una antigualla así?

—Sostuvo ante la luz un cubo—. Ni siquiera estoy segura de que esto sea una unidad de almacenamiento.

—La universidad tendrá equipo —insinué, dirigiendo el comentario al joven, que asintió vigorosamente.

—Tenemos adaptados los lectores para la mayoría de los sistemas —afirmó.

Con toda honestidad, debo confesar que era extremadamente difícil revisar esas cartas. En tanto la reputación de Candles crecía, su correspondencia no se limitaba solo a sus amigos. Parrini había encontrado comunicaciones con ambos hermanos Sim, con la mayoría de las figuras relevantes del período, con hombres de estado y militares, con fabricantes de armas y reformadores sociales, con teólogos y con víctimas. Había incluso una descripción de una ceremonia de graduación en Khaja Luan, en la cual Tarien Sim intervino como orador. En circunstancias normales, habría estado solo en el estrado, pero en este caso tuvo que compartirlo con un delegado del Ashiyyur. ¿Y quién era la intérprete? ¡Leisha Tanner!

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