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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (3 page)

El
Voyager 1
se encontraba tan por encima del plano de la eclíptica porque, en 1981, se había aproximado mucho a Titán, la luna gigante de Saturno. Para su nave hermana, el
Voyager 2,
fue programada una trayectoria distinta dentro de dicho plano, y pudo así llevar a cabo sus celebradas exploraciones de Urano y Neptuno. Los dos robots
Voyager
han investigado cuatro planetas y casi sesenta lunas. Constituyen notables triunfos de la ingeniería humana y se cuentan entre las glorias del programa espacial norteamericano. A buen seguro ambas figurarán en los libros de historia cuando muchas otras cosas de nuestro tiempo hayan quedado relegadas al olvido.

El buen funcionamiento de los
Voyager
sólo estaba garantizado hasta que efectuaran su encuentro con Saturno. Se me ocurrió que podía ser una buena idea que, una vez se hubiera producido, echaran un último vistazo en dirección a la Tierra. Yo sabía que desde Saturno la Tierra se vería demasiado pequeña como para que el
Voyager
pudiera percibir detalles. Nuestro planeta aparecería como un mero punto de luz, un pixel solitario, apenas distinguible de los otros muchos puntos de luz visibles, planetas cercanos y soles remotos. Pero precisamente por la oscuridad de nuestro mundo puesta así de manifiesto, podía valer la pena disponer de esa imagen.

Los navegantes dibujaron esmerados mapas de las líneas costeras de los continentes. Los geógrafos tradujeron esos hallazgos a mapas y globos terráqueos. Fotografías de pequeños trozos de la Tierra fueron tomadas primero desde globos y aviones, luego por cohetes en breves vuelos balísticos y, finalmente, por naves espaciales puestas en órbita, que ofrecen una perspectiva como la que se consigue observando un gran globo terráqueo a tres centímetros de distancia. Si bien a casi todos nosotros nos han enseñado que la Tierra es una esfera a la que, en cierto modo, estamos pegados por la fuerza de la gravedad, no empezamos a darnos verdadera cuenta de la realidad de nuestra circunstancia hasta ver la famosa foto de gran cobertura que la nave
Apolo
tomó de la esfera terrestre, la que obtuvieron los astronautas del
Apolo 17
en el último viaje del hombre a la Luna.

Esa imagen se ha convertido en una especie de icono de nuestra época. En ella aparece la Antártida, que americanos y europeos tan rápidamente consideran el punto más inferior, y luego todo el continente africano extendiéndose hacia arriba: puede verse Etiopía, Tanzania y Kenya, donde vivieron los humanos primitivos. Arriba, a la derecha, se vislumbra Arabia Saudí y lo que los europeos llaman el Próximo Oriente. En la porción superior, sobresaliendo apenas, se encuentra el mar Mediterráneo, a orillas del cual emergió una parte importante de nuestra civilización global. Se distingue también el azul del océano, el color rojo amarillento del Sahara y del desierto árabe, el verde pardo de bosques y prados.

Pero no hay rastro de los humanos en esa foto; tampoco de la remodelación de la superficie de la Tierra que nuestra especie ha llevado a cabo, de nuestras máquinas o de nosotros mismos: somos demasiado pequeños y nuestra organización política demasiado débil para ser captados por una nave espacial situada a caballo entre la Tierra y la Luna. Desde esa posición no se percibe ninguna evidencia de nuestra obsesión por el nacionalismo. Las imágenes de la Tierra obtenidas por el
Apolo
transmitieron a las multitudes algo de sobra conocido para los astrónomos: a la escala de los mundos —por no mencionar a estrellas o galaxias—, los humanos somos insignificantes, una fina película de vida sobre un oscuro pedazo de roca y metal.

Me pareció que otra instantánea de la Tierra, esta vez desde una distancia cien mil veces superior, podía ser útil en el constante proceso de revelarnos a nosotros mismos nuestra verdadera circunstancia y condición. Los científicos y filósofos de la antigüedad clásica habían comprendido correctamente que la Tierra es un mero punto en la inmensidad del cosmos, pero nadie la había
visto
nunca como tal. Esa era nuestra primera oportunidad (y quizá también la última en décadas y décadas).

Eran muchos los que apoyaban el proyecto Voyager en la NASA. Pero desde el sistema solar exterior la Tierra está situada muy cerca del Sol, como una polilla cautiva alrededor de una llama.

¿Debíamos aproximar tanto la cámara al Sol y arriesgarnos a que se quemara el sistema vidicón de la sonda espacial? ¿No sería mejor esperar a que hubiera tomado todas las instantáneas científicas —las de Urano y Neptuno—, si es que la nave lograba conservarse todo ese tiempo?

Así pues esperamos —y resultó bien—, desde 1981 en Saturno y 1986 en Urano, hasta 1989, en que ambas sondas hubieron pasado las órbitas de Neptuno y Plutón. Por fin llegó el momento. Sin embargo, primero era necesario efectuar una serie de calibraciones instrumentales, y aguardamos un poquito más. A pesar de que las naves se encontraban en las posiciones correctas, su instrumental funcionando a la perfección y ya no había más fotos que tomar, algunos miembros del personal se mostraron contrarios a llevarlo a cabo. Aquello no tenía nada que ver con la ciencia, adujeron. Luego descubrimos que, en una NASA agobiada por los problemas económicos, los técnicos que diseñan y transmiten las órdenes por radio a los
Voyager
iban a ser despedidos de inmediato o transferidos a otros puestos. Si realmente querían tomarse esas imágenes, debía hacerse en ese preciso momento. En el último minuto —de hecho se produjo en mitad del encuentro del
Voyager 2
con Neptuno—, el entonces responsable de la NASA, el contralmirante Richard Truly, intervino y se aseguró de que se realizara el trabajo. Los científicos espaciales Candy Hansen, del Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL) de la NASA, y Carolyn Porco, de la Universidad de Arizona, diseñaron la secuencia de órdenes y calcularon los tiempos de exposición de la cámara.

De modo que aquí están, un mosaico de cuadrados colocados sobre los planetas y un esbozo de lo que son las estrellas más distantes. No sólo fue posible fotografiar la Tierra, sino también cinco de los nueve planetas conocidos del Sol. Mercurio, el más interior, se hallaba perdido en medio del deslumbrante resplandor solar, mientras Marte y Plutón eran demasiado pequeños, estaban escasamente iluminados y excesivamente alejados. Urano y Neptuno son tan oscuros, que registrar su presencia requirió largos periodos de exposición; por consiguiente, esas imágenes quedaron borrosas a causa del movimiento de la nave cósmica. Ese es el aspecto que ofrecerían los planetas a un vehículo espacial extraterrestre que se acercase al sistema solar tras un largo viaje interestelar.

Desde la distancia, los planetas parecen sólo puntos de luz, con manchas o sin ellas, incluso a través del telescopio de alta resolución instalado a bordo del
Voyager.
Son como los planetas observados a simple vista desde la superficie de la Tierra, puntos luminosos más brillantes que la mayoría de estrellas. Por espacio de unos meses, nuestro planeta, al igual que los demás, da la sensación de flotar entre las estrellas. Con sólo mirar uno de esos puntos no somos capaces de decir lo que alberga, cuál ha sido su pasado y si, en esta época concreta, vive alguien allí.

Como consecuencia del reflejo de la luz solar de la nave hacia la Tierra, ésta parece envuelta en un haz de luz, como si ese pequeño mundo tuviera algún significado especial. Pero se trata solamente de un accidente achacable a la geometría y a la óptica. El Sol emite su radiación equitativamente en todas direcciones. Y si la imagen hubiera sido tomada un poco antes o un poco después, no habría habido haz de rayos solares que iluminara la Tierra.

¿
Y
por qué ese color azul celeste? El azul procede en parte del mar y en parte del cielo. Dentro de un vaso, el agua es transparente y absorbe ligeramente más luz roja que azul. Pero si lo que hay son decenas de metros de ese elemento o más, éste absorbe toda la luz roja y lo que se refleja de vuelta al espacio es el azul. Del mismo modo, a corta distancia, a través del aire, el objeto se ve transparente. No obstante —y eso es algo que Leonardo da Vinci explicó a la perfección—, cuanto más distante se encuentra, más azul parece. ¿Por qué? Ello es debido a que el aire dispersa mucho mejor la luz azul que la roja. Por ello, el matiz azulado de ese puntito es debido a su espesa pero transparente atmósfera y a sus profundos océanos de agua líquida. ¿Y el blanco? En un día normal, la Tierra aparece medio cubierta de blancas nubes de agua.

Nosotros somos capaces de explicar ese azul pálido que presenta nuestro pequeño mundo porque lo conocemos bien. Sin embargo, es menos probable que un científico extraterrestre, recién llegado a los aledaños de nuestro sistema solar, fuera capaz de deducir la existencia de océanos, nubes y una atmósfera densa. Neptuno, por ejemplo, es azul, pero fundamentalmente por razones distintas. Desde esa posición tan alejada puede parecer que la Tierra no reviste ningún interés especial.

Pero para nosotros es distinta. Echemos otro vistazo a ese puntito. Ahí está. Es nuestro hogar. Somos nosotros. Sobre él ha transcurrido y transcurre la vida de todas las personas a las que queremos, la gente que conocemos o de la que hemos oído hablar y, en definitiva, de todo aquel que ha existido. En ella conviven nuestra alegría y nuestro sufrimiento, miles de religiones, ideologías y doctrinas económicas, cazadores y forrajeadores, héroes y cobardes, creadores y destructores de civilización, reyes y campesinos, jóvenes parejas de enamorados, madres y padres, esperanzadores infantes, inventores y exploradores, profesores de ética, políticos corruptos,
superstars,
«líderes supremos», santos y pecadores de toda la historia de nuestra especie han vivido ahí... sobre una mota de polvo suspendida en un haz de luz solar.

La Tierra constituye sólo una pequeña fase en medio de la vasta arena cósmica. Pensemos en los ríos de sangre derramada por tantos generales y emperadores con el único fin de convertirse, tras alcanzar el triunfo y la gloria, en dueños momentáneos de una fracción del puntito. Pensemos en las interminables crueldades infligidas por los habitantes de un rincón de ese pixel a los moradores de algún otro rincón, en tantos malentendidos, en la avidez por matarse unos a otros, en el fervor de sus odios.

Nuestros posicionamientos, la importancia que nos auto atribuimos, nuestra errónea creencia de que ocupamos una posición privilegiada en el universo son puestos en tela de juicio por ese pequeño punto de pálida luz. Nuestro planeta no es más que una solitaria mota de polvo en la gran envoltura de la oscuridad cósmica. Y en nuestra oscuridad, en medio de esa inmensidad, no hay ningún indicio de que vaya a llegar ayuda de algún lugar capaz de salvarnos de nosotros mismos.

La Tierra es el único mundo hasta hoy conocido que alberga vida. No existe otro lugar adonde pueda emigrar nuestra especie, al menos en un futuro próximo. Sí es posible visitar otros mundos, pero no lo es establecernos en ellos. Nos guste o no, la Tierra es por el momento nuestro único hábitat.

Se ha dicho en ocasiones que la astronomía es una experiencia humillante y que imprime carácter. Quizá no haya mejor demostración de la locura de la vanidad humana que esa imagen a distancia de nuestro minúsculo mundo. En mi opinión, subraya nuestra responsabilidad en cuanto a que debemos tratarnos mejor unos a otros, y preservar y amar nuestro punto azul pálido, el único hogar que conocemos.

Capítulo
II
A
BERRACIONES DE LA LUZ

Si la Humanidad fuera borrada del mundo, el resto parecería estar fuera de lugar, sin ningún sentido ni finalidad... y no conducir a nada.

F
RANCIS
B
ACON
,
Sabiduría de los antiguos
(1619)

A
nn Druyan sugiere un experimento: observemos de nuevo el punto azul pálido del capítulo anterior. Contemplémoslo durante un rato. Miremos ese puntito el tiempo que haga falta y luego tratemos de convencernos de que Dios creó todo el universo exclusivamente para una de entre los diez millones de especies que habitan esa mota de polvo. Demos ahora un paso más: imaginemos que todo fue creado para un solo matiz de esa especie, o género, o subdivisión étnica o religiosa. Si eso no nos parece demasiado improbable, tomemos otro puntito. Supongamos que
ése
está habitado por una forma distinta de vida inteligente. También ellos defienden la noción de un Dios que lo ha creado todo para su beneficio. ¿Tomaremos en serio
su
reivindicación?

— ¿Ves esa estrella?

— ¿Te refieres a esa roja brillante? —inquiere la hija por su parte.

—Sí. ¿Sabes? Es posible que ya no se encuentre allí. Hoy puede haber desaparecido, quizá haya explotado o algo así. Su luz todavía está viajando por el espacio y no ha llegado a nuestros ojos hasta ahora. No la vemos como es, sino como fue.

Muchas personas se quedan absolutamente maravilladas cuando se ven confrontadas por primera vez con esta simple verdad. ¿Por qué? ¿Por qué ha de parecemos tan increíble? En nuestro pequeño mundo la luz viaja, a todos los efectos prácticos, de forma instantánea. Si una bombilla está encendida, es evidente que brilla exactamente donde la vemos. Extendemos el brazo y la tocamos: en efecto, ahí está, y además quema. Si se rompe el filamento se apaga la luz. No la percibimos en el mismo lugar, resplandeciente, iluminando la estancia años después de que se haya fundido y la hayamos retirado del portalámparas. El concepto en sí parece un disparate. Pero, si nos encontramos lo suficientemente lejos, un sol entero puede apagarse y nosotros seguiremos viéndolo brillar intensamente; no nos enteraremos de su muerte tal vez durante siglos, de hecho, durante todo el tiempo que tarde la luz —que viaja rápido, pero no infinitamente— en cruzar la inmensidad que nos separa.

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