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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (22 page)

Por experiencia, he descubierto una verdad axiomática: un bebé no admite margen de error.

30 de octubre.

5,600 kg. Y aún no tienes mes y medio. Me recuerdas al cuento de Dahl en el que un apicultor alimenta a su hija con jalea real y la niña empieza a crecer desaforadamente hasta que acaba por convertirse en una abeja enorme. Tenemos que ponerte ropa talla de tres meses. Te has hecho mayor en todos los sentidos. Ahora duermes toda la noche en tu cuco y no exiges, como antes, que durmamos a tu lado. De todas formas ya eres demasiado grande y no creo que cupiéramos los tres.

Y ya sonríes. Sonríes de verdad. No es la sonrisa de antes, que respondía a tus propios estados de ánimo, cuando sonreías porque te acababas de levantar o porque te habías acabado el biberón. La sonrisa como consecuencia de tu propia satisfacción se ha convertido en sonrisa que intenta provocar la satisfacción ajena: ahora sonríes cuando se te habla, intentando demostrar que entiendes el tono. A veces incluso ríes cuando se te hacen cosquillas. Mis hermanas me tomaban por loca hasta que te vieron, decían que era imposible que rieras. Ya no dicen nada.

31 de octubre.

Ya lo decía Laureta: siempre hay desgracias peores que las nuestras. Y no lo digo sólo porque sepa que en Etiopía o Mozambique hay mujeres que ven cómo sus hijos se les mueren de hambre colgados del pecho seco. No me hace falta pensar en otros países para darme cuenta, ni siquiera en otros barrios, en supermercados de drogas que abastecen a los niños pijos de la zona de Salamanca o Chamartín y en los que sobreviven como pueden críos malcomidos, hijos de padres enganchados y madres apaleadas, cinturones de vergüenza alfombrados de chabolas que emergen como hongos parásitos alrededor de los barrios residenciales de las afueras. No, no hace falta establecer la separación geográfica puesto que incluso en diez metros cuadrados cabe hacer una gradación de desgracias. Cuando crees que tú estás mal siempre puedes pensar que hay alguien que está peor. Yeso no sirve nunca de consuelo, simplemente te entristece más, te hace sentir más impotente si cabe.

Me quejaba yo de que tenía que perder tres horas diarias para poder ver a mi madre durante apenas cinco o diez minutos y he conocido en la sala de espera de la UVI (de sala tiene poco, es más bien un vestíbulo, un espacio abierto, helado, tan helado como las baldosas baratas que cubren su suelo, con cuatro sillones incómodos en las esquinas, sin un mísero cuadro que anime las paredes) a un señor que vive a sesenta kilómetros del hospital y que tarda más de una hora en llegar desde su casa. Y lo peor es que a veces pierde la tarde en balde, porque si tardan demasiado en dejarnos entrar y se le hacen las ocho y media tiene que irse sin ver a su mujer para no perder el último autobús.

Hay desgracias peores que las nuestras. Y hay desgracias aún peores, peores que las desgracias que son peores que las nuestras. En el ascensor me he encontrado con una de las enfermeras de la primera UVI en la que ingresó mi madre, que me ha reconocido porque por lo visto en su día era fan de David y es una de entre el millón de personas que compró aquel infausto ejemplar de
Cita.
No sé por qué se me ha ocurrido preguntarle por el niño que estaba al lado de la cama de mi madre. Supongo que has adivinado la respuesta.

Llevaba doce días en NY cuando Sonia me avisó de que había concertado una doble cita para aquella noche. Lo decía en plan irónico. Un jovencito que trabajaba de becario en la Black Star llevaba meses insistiéndole para que quedaran a tomar una copa, y al final Sonia aceptó la invitación con la condición de que tenía que llevarme a mí de acompañante. Utilizó la excusa de la amiga que había venido a visitarla y a la que no podía dejar sola en casa porque en realidad no le hacía ninguna gracia quedar con aquel tipo, pero ya se le habían acabado las maneras de decir no y terminó dejándose convencer por puro cansancio. Eso sí, no quería verle a solas. El proyecto de periodista le dijo entonces que se llevaría a un amigo.

La descripción que Sonia me había hecho de su pretendiente se ajustaba perfectamente al que nos estaba esperando a las ocho en el Alphabet Lounge: majo, bastante guapo y culto dentro de lo culto que pueda ser un neoyorquino, es decir, el tipo de culto que sabe mucho de arte contemporáneo y fotografía moderna pero al que el nombre de madame Pompadour le suena a encargada de un
boudoir
caro.
No estaba mal, pero no era del tipo de Sonia, así de simple. Ella los prefería más cuadrados y menos jóvenes. El carabino que me habían asignado no me dio, a primera vista, ni frío ni calor. Era más guapo que feo pero, decididamente, no espectacular, aunque tenía los ojos bonitos —de una singular mezcla de tonos castaños, verdes y ambarinos— y un aire inteligente que le animaba un poco las facciones, algo toscas pero suavizadas por la luz del cabello trigueño que le caía en mechones lacios sobre la frente. Lo que más me gustó fueron las manos, blancas, de huesos largos y delicados. Manos de artista, pensé. Pero no era ningún artista, era un científico, o un proyecto de. Estaba haciendo un doctorado en Biología, o eso entendí con gran esfuerzo, porque el chico hablaba en un hilillo de voz, una especie de tono empañado y trémulo, de persona muy tímida. Pensé que sería de un pueblo perdido de Alabama o algo así y me sorprendí mucho al enterarme de que era rumano, pues hablaba un inglés impecable. Me explicó que parte de su familia había emigrado a Canadá y que había vivido allí desde los dieciocho años. Iba a hacer un año que se había mudado a NY.

Al principio yo me había comportado como una santa y me había limitado a beber Coca-Cola y zumos de naranja. Llevaba trece días lejos de Madrid y no había probado una gota de alcohol desde mi llegada: me sentía orgullosa. Cuando aquellos dos propusieron que nos fuésemos a un club a bailar acepté encantada y convencida de que aguantaría sobria el resto de la noche. Pero cuando llegamos al sitio —Nell's, creo que se llamaba, un garito inmenso lleno de negros— sucumbí al efecto estímulo-respuesta y, como el perro de Pávlov, reaccioné por asociación. Para mí la música, las luces y el ambiente festivo se asociaban indefectiblemente a la necesidad de alcohol, y antes de que me diera cuenta me encontraba en la barra pidiendo una copa. A la primera siguió la segunda, y a la segunda la tercera, y a la cuarta o quinta ya me creía la reina de la pista.

A la mañana siguiente desperté con la boca de tiza, un dolor de cabeza no por conocido menos insidioso, un agujero negro en la memoria y un desconocido roncando a mi lado en el desfondado sofá cama del salón de Sonia. O no tan desconocido: el perfil me resultaba vagamente familiar. Sí, conocía esos mechones trigueños y lacios y aquel perfil de querube. En aquel momento odié al pobre chico con toda mi alma, pues proyectaba sobre él toda la rabia que sentía contra mí misma. Sonia se había marchado ya a trabajar, y yo no me atrevía a preguntarle al durmiente cómo había llegado hasta allí, porque me lo podía imaginar, y tampoco sabía cómo pedirle educadamente que se marchara. Así que lo hice muy poco educadamente: le dije que me apetecía estar sola y que por favor se fuera. Me miró con ojos de animal herido, recogió sus cosas y se marchó.

Cuando el rumano se hubo ido y me quedé por fin sola en el apartamento de Sonia, me acometió de pronto una náusea acuciante: alguien parecía estar retorciéndome el estómago a dos manos, como cuando se estruja una toalla mojada. Apenas me dio tiempo a llegar al cuarto de baño para devolver. Las arcadas eran tan violentas que resultaban dolorosas, parecía como si el esófago estuviera a punto de abrírseme en canal. No sé cuánto tiempo estuve allí, agachada frente a la taza, vomitando. Cada vez que creía que por fin había acabado, que tenía el estómago completamente vacío, llegaba otro espasmo más salvaje que el anterior y me descubría que aún quedaba allí dentro algo por arrojar. Al final no salía más que una bilis amarillenta más propia de la niña de
El exorcista
que de una vulgar y terrenal treintañera con resaca.

No sé cómo logré arrastrarme de nuevo hasta la cama de Sonia, que estaba perfectamente hecha. Sospeché que no había dormido allí porque nunca hacía la cama al irse (me dio tiempo a pensar, con la única neurona operativa que me quedaba, que si llego a saber que mi amiga no iba a dormir en casa a qué iba yo a dormir acompañada en el sofá). No podía mantenerme en pie, literalmente, porque sentía que la habitación daba vueltas a mi alrededor. La luz del día que entraba por la ventana me estaba taladrando las retinas y la cabeza me dolía tanto que parecía a punto de estallar. Para colmo, me entró una temblequera tremenda que me hacía vibrar como un diapasón.

Fantaseaba con grandes jarras de agua y con el paracetamol que, sin duda, debía de guardar Sonia en algún cajón o estante del cuarto de baño, pero me encontraba tan mal que no me imaginaba capaz de ponerme en pie y avanzar los veinte o treinta pasos que me llevaran a cualquiera de los dos fregaderos del apartamento.

Yo sabía, o sospechaba, lo que me estaba pasando, pues no en vano había escrito un libro sobre las adicciones dentro del cual había un muy documentado capítulo sobre alcoholismo. Aquello respondía a un fenómeno que se viene a llamar algo así como
hipersensibilización de receptores dopa
minérgicos postsinápticos,
lo que traducido al castellano viene a querer decir que tu organismo o la química de tu cerebro se ha acostumbrado a funcionar con etanol de forma que, cuando falta el combustible, los receptores se encuentran «sedientos» de alcohol. Y así, cuando vuelven a recibirlo lo sintetizan «ansiosamente», produciéndose una intoxicación. En otras palabras, una reacción tan exagerada al consumo de alcohol tras un período de abstinencia no era propia de una simple borracha sin más, por lo que ya podía empezar a considerarme una Alcohólica, con mayúscula. Era oficial. Lo mío no tenía arreglo ni en hipótesis.

Y, en ese momento, alguien comenzó a aporrear la puerta.

Desde luego, no me apetecía lo más mínimo abrirla, y pensando que sería el cartero o el casero ni me planteé levantarme para atender a nadie. Pero los golpes seguían sonando y luego les siguió un batacazo mucho más contundente, como si alguien se hubiera precipitado contra la puerta para intentar derribarla. Daba la impresión de que en cualquier momento quienquiera que fuera el que estaba al otro lado iba a tirarla abajo. Quizá, pensé, fuera el casero reclamando el abono de unos alquileres impagados, o tal vez la policía hubiese decidido por fin hacer una redada entre los camellos del barrio y estaban registrando el edificio apartamento por apartamento. No me cupo duda de que si les abría me iban a tomar por una yonqui, pero lo que acabó convenciéndome para levantarme fue que cada golpe en la puerta parecía rebotar en mis sienes como un gong. No sé cómo me arrastré hasta la entrada y abrí. Allí no había ningún casero, ni cartero, ni policía, frente a mí se hallaba la última persona a la que esperaba encontrarme: el rumano que, habiéndose marchado tan precipitadamente, se había olvidado su bolsa y se había dado cuenta justo en la entrada del metro, con lo que había desandado sus pasos hasta el apartamento de Sonia. Los portorriqueños, que le habían visto salir de casa, le habían abierto el portal. Cuando vio que yo no respondía a las llamadas, y deduciendo que no había podido salir del apartamento en los escasos cinco minutos que le había llevado regresar pensó, muy acertadamente, que me había pasado algo, e intentó derribar la puerta, sin éxito, porque se trataba de un chico muy delgado y de hombre de Harrelson tenía bastante poco.

Yo debía de presentar un aspecto lamentable, porque inmediatamente me preguntó si quería que avisara a un médico. Le dije que no, que me conformaba con un vaso de agua y un analgésico de cualquier tipo. El vaso me lo trajo al instante, lo del analgésico le llevó un poco más, pues tuvo que ir a la farmacia a buscarlo. Pero volvió, eso sí, con una caja de alka seltzer, otra de paracetamol, unas ampollas de vitamina B12, un paquete de Rennies, dos tetrabriks de zumo de pomelo y una bolsa de hojas de manzanilla para hacer infusión. Aparte de prepararme la manzanilla me hizo también un arroz hervido con limón, cuya visión no me suscitó precisamente un cosquilleo de placer anticipado en el estómago pero que desde luego me ayudó a asentarlo. El caso es que entre el arroz y los fármacos, al cabo de una hora me encontraba más o menos repuesta, lo que significa que podía mantenerme sentada en el sofá apoyándome sobre las almohadas. Sin embargo la cabeza seguía doliéndome como si me la hubieran machacado a martillazos. El rumano sugirió entonces un remedio de emergencia que, según él, supondría la solución definitiva a mis problemas: debía sumergirme en una bañera de agua caliente en la que hubiéramos disuelto la caja entera de paracetamoles. Al parecer, el agua caliente dilataba los poros y facilitaba la absorción del compuesto por vía tópica. Pero lo cierto es que la bañera del apartamento de Sonia presentaba un aspecto de no haber conocido estropajo en muchos años, y daba la impresión de que sumergiéndose allí una podía pillar todo tipo de enfermedades conocidas y por conocer. Cuando se lo dije al rumano él se ofreció a solucionar el problema y, dicho y hecho, armado de estropajo y detergente la emprendió con la bañera que dejó como los chorros del oro, así que no me quedó otra que probar el baño. Le dije que podía irse a su casa si quería, que no tenía que esperar a que acabara de bañarme, porque lo cierto es que me sentía un poco incómoda con aquella situación, pero él insistió en quedarse, por si acaso me desmayaba al salir, no fuera que el agua caliente me bajara la tensión. Cuando, después de media hora larga en remojo, salí del agua hecha una mujer nueva —y es que el remedio había funcionado a las mil maravillas—, me encontré con que el rumano había preparado una sopa de fideos a partir de los cuatro botes que había encontrado en la cocina de Sonia.

Una sensación ambigua me invadía. Por una parte me sentía lógicamente agradecida, e incluso necesitada, pero por otra tanta generosidad me abrumaba, no sé si porque me sentía indigna de ella o porque me fatigaba tener que cargar con el fardo de la admiración ajena, o lo que fuera, porque tenía claro que algo tenía que haber despertado en aquel chico para que se hubiera tomado tantas molestias por mí, a no ser que tuviera una clara vocación de buen samaritano, que todo podía ser. Me fatigaba verme obligada a sentir algo de reciprocidad, aunque sólo fuera agradecimiento, y me excedía la responsabilidad de corresponder, de tener la decencia de mostrarme al menos amable y educada. Sentía gratitud, por supuesto, pero una gratitud abstracta, asombrada, más forzada que sincera, que nacía antes de la razón que del corazón. No sé si, de no haberme visto obligada por esa conciencia de la obligación, hubiese pasado toda la tarde con el rumano, como finalmente hice, tirados en el sofá viendo vídeos y charlando, en una tarde casera y absolutamente asexual. Tan asexual como había sido la noche anterior, porque Antón, que así se llamaba el chico, me explicó que entre nosotros no había pasado absolutamente nada. Cuando salimos del Nell's, Sonia se marchó con el pretendiente que aparentemente tan poco le gustara hasta entonces y nosotros dos cogimos un taxi. La idea era que el vehículo se detuviera primero en mi apartamento para seguir desde allí hasta el Bronx, que era donde vivía él. Pero durante el trayecto me quedé dormida como un tronco y, cuando llegamos, sólo acerté a articular con voz desmayada el piso y la puerta del apartamento y a sacar mi juego de llaves del bolsillo de la chaqueta, de forma que Anton se vio obligado a arrastrarme como pudo hasta la casa (yo estaba lo suficientemente lúcida como para dejarme arrastrar, e incluso colaborar en la operación de remolque intentando a duras penas andar, pero no lo bastante despierta como para ser capaz de articular una frase medianamente coherente) y una vez allí se quedó a dormir a mi lado; primero, porque le daba no sé qué dejarme sola en semejante estado; segundo, porque hubiera sido imposible encontrar un taxi en Spanish Harlem a las tantas de la mañana. No le dije que hubiera podido llamar a uno por teléfono porque di por hecho que estaba omitiendo una tercera razón: que yo le gustaba, aunque asumir algo así resultaba bastante inmodesto por mi parte.

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