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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (15 page)

Finalmente, el
signore
Lemmo ordenó que cargaran el equipaje en las góndolas y se llevó a Tonio aparte.

—Está sufriendo, Tonio —dijo—. No quiere que tú ni tu madre lo veáis de ese modo. Ahora escucha. No debe saber que estás inquieto. Si experimenta algún cambio de importancia en su estado, te mandaré llamar.

Mientras cruzaban el pequeño embarcadero, Tonio intentaba contener las lágrimas.

—Sécate los ojos —susurró Alessandro, mientras lo ayudaba a embarcar—. Está en el balcón, despidiéndonos.

Tonio alzó la vista, vio una espectral figura que apenas se mantenía en pie. Andrea se había puesto la túnica escarlata, llevaba el cabello peinado, y esbozaba una sonrisa helada, como esculpida en mármol blanco.

—Nunca volveré a verlo —suspiró Tonio.

Dio gracias a Dios por la rapidez con que navegaba el pequeño bote y por el curso serpenteante del canal. Cuando por fin se recostó en la
felze
, se echó a llorar en silencio.

Sentía la constante presión de la mano de Alessandro.

Cuando levantó la vista, advirtió que Marianna miraba por la ventana con expresión nostálgica.

—El Brenta —dijo casi en un susurro—. No he ido al continente desde que era una niña.

19

En el reino de Nápoles y Sicilia, Guido no encontró alumnos que merecieran ser llevados al conservatorio. De vez en cuando le presentaban a algún muchacho prometedor, pero no tenía valor para decirles a los padres que él recomendaría la castración.

En cuanto a los chicos ya castrados, no encontró ninguno a quien valiese la pena preparar.

Continuó su búsqueda en los estados papales, en la mismísima Roma y después más al norte, en la Toscana.

Pasaba las noches en posadas ruidosas, los días en carruajes de alquiler, a veces cenaba con los gorrones de alguna familia noble, guardaba sus pocas pertenencias en una raída maleta de cuero, y llevaba la daga sujeta a la mano derecha bajo la chaqueta para defenderse de los bandidos que por todas partes asaltaban a los viajeros.

Visitó las iglesias de las poblaciones pequeñas. Escuchaba ópera siempre que se le presentaba la ocasión, tanto en las ciudades como en los pueblos.

Cuando se marchó de Florencia, dejó a dos muchachos de cierto talento en un monasterio donde se alojarían, hasta que él volviera para llevárselos a Nápoles. No eran una maravilla, pero sí mejores que los que había escuchado hasta entonces, y no quería volver de vacío.

En Bolonia, frecuentó los cafés, conoció a los grandes representantes teatrales, pasó horas con los cantantes que allí se reunían en busca de un contrato para la temporada. Esperaba oír hablar de algún andrajoso muchacho dotado de una gran voz que tal vez soñara con los escenarios, que quizá deseara tener la oportunidad de estudiar en los grandes conservatorios de Nápoles.

De vez en cuando aparecían viejos amigos que lo invitaban a una copa, antiguos condiscípulos que le contaban sus hazañas con orgullo y cierto sentimiento de superioridad.

Pero todo resultó en vano.

Y llegó la primavera y mientras el aire se volvía más cálido y dulce e inmensas hojas verdes brotaban en las ramas de los álamos, Guido se dirigió hacia el norte, hacia el lugar que encerraba el misterio más profundo de toda Italia: la antigua y gran república de Venecia.

20

Andrea Treschi murió durante la peor canícula del mes de agosto. De inmediato el
signore
Lemmo se puso en contacto con Tonio para informarle de que Catrina y su marido serían a partir de entonces sus tutores. En cuanto Andrea comprendió que le quedaba muy poco tiempo de vida, llamó a su hijo Carlo, quien se hizo a la mar desde Istanbul.

Parte II
1

La casa estaba llena de muerte y desconocidos. Hombres ancianos ataviados con túnicas negras y escarlatas susurrando sin cesar. Procedente de los aposentos de su padre, se alzó aquel terrible sonido, aquel bramido inhumano. Lo oyó comenzar, lo oyó aumentar de volumen.

Cuando por fin las puertas se abrieron de par en par, su hermano Carlo salió al pasillo y lo miró fijamente con una sonrisa pálida y leve, tímida y desesperanzada. Una sonrisa que servía de débil, terrible y avergonzado escudo de la cólera.

Observó a su hermano remontar el Gran Canal. Lo vio de pie en la proa del bote; su capa ondeaba ligeramente en la brisa húmeda, y advirtió el parecido que guardaban en el color del pelo y la forma de la cabeza. Vio a Carlo desembarcar mientras él lo esperaba en lo alto de la escalera.

Ojos negros, unos ojos negros idénticos a los suyos, y ese sobresalto repentino cuando Carlo, a buen seguro, percibió el parecido. El rostro, más ancho, bronceado por el sol, súbitamente inundado de sentimiento. Carlo había avanzado las manos en señal de bienvenida, y tras tomar a Tonio en sus brazos lo apretó con tanta fuerza contra sí que le pareció notar el suspiro que exhaló Carlo antes de haberlo oído realmente.

¿Qué esperaba Tonio? ¿Malicia, amargura? ¿Pasión reprimida transformada en astucia? Era una expresión tan sincera que parecía el cándido espejo del cariño. Aquellas manos le acariciaron sin miedo la cabeza, aquellos labios se posaron en su frente. En su tacto había una amorosa posesividad y por un momento, mientras permanecían abrazados, Tonio sintió un recóndito y glorioso alivio.

—Has venido —susurró.

Con tanta suavidad que la voz pareció retumbar en su enorme tórax, su hermano pronunció el nombre:

—Tonio.

Luego aquel grito incipiente, aquel pasmoso rugido que crecía y crecía, aquel aullido con los dientes apretados, aquel puño que caía una y otra vez sobre la mesa de su padre.

—¡Carlo! —susurró Catrina, quien apareció detrás de Tonio con un crujido de seda, el velo negro echado hacia atrás y el rostro cubierto por la tristeza al tiempo que las puertas se abrían para recibirlo.

Ruidos suaves, cuchicheos. Catrina lo siguió por el pasillo. El
signore
Lemmo corría de un lado a otro con pasos silenciosos y Marianna, de luto, tenía la vista clavada en el suelo.

De vez en cuando, Tonio distinguía el brillo de las cuentas del rosario que se deslizaba por su mano y el de sus ojos cuando los alzaba durante un instante.

Carlo entró en la habitación pero ella ni siquiera levantó la cabeza y Tonio advirtió calladamente su presencia por el rabillo del ojo.

Cuando Carlo se inclinó ante Marianna lo hizo hasta el suelo.


Signora
Treschi —dijo. Se parecía tanto a sus retratos que el ardiente sol de Oriente parecía haber intensificado sólo el color de su piel. El vello de sus manos era negro y de él parecía emanar un perfume oriental, almizclado y matizado de especias. En la mano derecha llevaba tres anillos.

Justo en ese momento, en algún lugar, tras otra puerta, Catrina le suplicaba:

—Carlo, Carlo.

Beppo apareció en lo alto de la escalera y, detrás de él, la esbelta figura de Alessandro.

Alessandro dejó caer el brazo sobre el hombro de Tonio. Caminaron deprisa y en silencio hacia la habitación de Tonio.

La voz de Catrina subió de volumen momentáneamente al otro lado de la pared.

—Estás en casa, ¿no te das cuenta? Estás en casa, todavía eres joven y hay vida a tu alrededor.

De nuevo se oyó aquel grave, aquel incomprensible estallido de ira que la interrumpía.

Alessandro se quitó la capa azul oscuro mientras la puerta se cerraba. Sus ropas estaban salpicadas de lluvia, y sus grandes ojos soñadores aparecían ensombrecidos por la preocupación.

—Así que ya ha llegado —susurró.

—Alessandro, quédate, te necesito —dijo Tonio—. Necesito que te quedes bajo este techo cuatro años. Te necesito hasta que me case con Francesca Lisani. Mi padre así lo ha dispuesto en su testamento, en sus instrucciones a los albaceas de la propiedad. Pero durante cuatro años, Alessandro, debo imponerme a él.

Alessandro presionó el dedo contra los labios de Tonio como si fuera el ángel que puso el sello final en el momento de la creación.

—No eres tú quien debe imponerse, Tonio, sino la voluntad de tu padre y de aquellos cuya responsabilidad es hacer que se cumpla. ¿Ha sido desheredado?

Su voz bajó de volumen con la última palabra. Eso hubiera sido un castigo terrible, sólo posible si Carlo hubiera puesto las manos encima a su padre con intención de hacerle daño, pero eso jamás había sucedido.

—Los bienes no se dividen —murmuró Tonio—, pero las instrucciones de mi padre son claras. Tengo que casarme. La mayor parte del legado se destina a mi preparación, educación y a las exigencias que se deriven de mis obligaciones como estadista. A Carlo se le asignará una exigua paga y se le aconseja que procure por el bienestar de mis hijos…

Alessandro asintió. Para él no constituía ninguna sorpresa.

—¡Está furioso, Alessandro! Exige una explicación. Es el hijo mayor y…

—Eso, en Venecia, no significa nada, Tonio —le recordó Alessandro—. Tú has sido elegido por tu padre para casarte. No tengas miedo. Todo este proceso no depende de ti, sino de la ley y de tu tutor.

—Alessandro, quiere saber por qué el destino de esta casa debe quedar en manos de un adolescente…

—Tonio, Tonio —susurró Alessandro—. Aunque quisieras, no podrías cedérselo. No te atormentes. Yo estaré a tu lado para todo lo que necesites.

Tonio contuvo el aliento. Tenía la mirada perdida, aquellas palabras de apoyo no le tranquilizaban en absoluto.

—Alessandro, si pudiera sentir desprecio hacia él… —empezó a decir.

Alessandro tenía la cabeza ladeada y su rostro adoptó una expresión de infinita paciencia.

—Pero no parece que él… Es tan…

—No depende de ti —repitió Alessandro con dulzura.

—¿Cómo era? —le presionó Tonio—. Porque seguro que habías oído hablar de él.

—En efecto —afirmó Alessandro, y sin darse cuenta, apartó un mechón de cabello de la frente de Tonio. Luego apoyó la mano en el hombro del joven—. Pero sólo estaba enterado de lo que ya sabía todo el mundo. Era un joven impetuoso. Y en esta casa hubo mucha muerte, la muerte de su madre, la muerte de sus hermanos. Poco más puedo decirte.

—Catrina no lo desprecia —susurró Tonio—. Lo compadece.

—Ah, Tonio, lo compadece pero es tu tutora y se pondrá de tu parte. Cuando comprendas que no puedes hacer nada al respecto, hallarás sosiego.

—Alessandro, cuéntame. La mujer a la que rechazó, la que mi padre le había elegido como esposa…

—Yo no sé nada de eso —lo interrumpió Alessandro sacudiendo ligeramente la cabeza.

—Pero rechazó a la esposa que mi padre había escogido para él. Se fugó con una chica de un convento y rechazó a la otra, Alessandro. ¿Era ella mi madre?

Alessandro estuvo a punto de negarlo cuando, de repente, hizo una pausa y durante unos segundos pareció desconcertado por la pregunta.

—Si mi madre es la chica a la que Carlo rechazó, ahora la vida aquí será insoportable para ella.

—No es la chica a la que rechazó —contestó Alessandro en voz baja tras un breve silencio.

Casa oscura, casa vacía, ruidos extraños.

Subió las escaleras que conducían a la planta superior.

Sabía que Carlo estaba en su antigua habitación, veía la inusitada luz del sol que iluminaba el pasillo polvoriento.

Aquella mañana, en la mesa, su hermano había preguntado por él, había enviado a sus sirvientes turcos a que lo invitaran a bajar, pero Tonio se quedó sentado en la cama, con la cabeza entre las manos, murmurando excusas a aquellos rostros extraños.

En esta ocasión caminó deprisa, de puntillas, hasta detenerse ante la puerta y observar a su hermano moviéndose entre aquellas ruinas desoladoras: la cama no era más que un andamio de harapos y polvo, el libro que sostenía en sus manos se había hinchado por la lluvia y las páginas estaban todavía húmedas.

Leía en un susurro, con el cielo azul a sus espaldas oscurecido por las mugrientas ventanas, y era como si el sonido de aquella voz perteneciera a ese lugar. Con ritmo monótono empezó a pronunciar más alto las palabras, aunque él mismo era su única audiencia, al tiempo que, lentamente, agitaba en el aire la mano derecha.

Carlo descubrió a Tonio y la calidez volvió a su rostro; al sonreír se le achicaron los ojos, cerró el libro y dejó la mano derecha sobre la cubierta.

—Pasa, hermanito —dijo—. Como puedes ver, no sé, bueno, no sé qué hacer. No puedo invitarte a que te sientes conmigo en mis antiguos aposentos.

En su tono no había ironía, y sin embargo Tonio se ruborizó. Mortificado por la vergüenza, fijó la vista en el suelo, incapaz de articular ni una palabra.

¿Porqué no había dado órdenes a los criados para que le preparasen la habitación de inmediato? ¿Cómo no se le había ocurrido? Por el amor de Dios, había sido el amo y señor durante ese corto espacio de tiempo, ¿no era así? Y si él no daba las órdenes, ¿quién iba a hacerlo? Contempló las paredes manchadas y desconchadas, la alfombra raída.

—Ah, como puedes ver en esta casa me querían con auténtica devoción —suspiró Carlo. Dejó el libro y su mirada recorrió el techo agrietado—. Ya ves que conservaron mis tesoros, que evitaron que las polillas se comieran mi ropa, que guardaron los libros en un lugar seco.

—¡Perdóneme,
signore
!

—¿Qué debo perdonarte? —Carlo extendió la mano y mientras Tonio se acercaba lo atrajo hacia sí, y Tonio sintió de nuevo la calidez de su cariño, su fuerza. Y en algún rincón de su mente, brotó un pensamiento sereno: «Cuando sea un hombre seré así, veo el futuro con una claridad que a pocos les está permitida». Su hermano lo besó en la frente con dulzura.

—¿Y qué podrías haber hecho tú, hermanito?

No esperó a que le respondiera. Abrió de nuevo el libro y acarició las letras borrosas del título,
La Tempestad
, y las columnas paralelas de texto impreso bajo él. Su voz descendió de nuevo hasta aquel rítmico susurro.


«Tu padre yace a cinco brazas de profundidad…»
—Y cuando alzó la vista de nuevo pareció sorprendido por la presencia de Tonio.

¿Qué te ocurre, qué ves? ¿Me desprecias?, pensó Tonio. Y sintió que la desolación de aquella habitación caía sobre él, que el polvo lo asfixiaba, y por primera vez respiró rodeado por el hedor de lo que se pudría allí dentro.

Sin embargo, su hermano no desvió la mirada, y sus ojos negros habían perdido toda conciencia de su propia expresión.

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