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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (32 page)

BOOK: Un cadáver en los baños
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Supongamos esto: Pomponio, que se bañaba siguiendo el orden normal, había llegado a la estancia más caliente. Tras un día duro molestándome a mí y a otros, estaba muy aletargado. Entró alguien que quizá no le gustara pero a quien conocía, y se sentó bastante cerca, tal vez a su lado. Si hubieran llevado armas grandes, él las habría visto. Así que tenían una cuerda, enrollada en la palma de la mano, quizá, y un pequeño filo de algún tipo, también oculto. Sacaron la cuerda y la enroscaron muy deprisa alrededor del cuello del arquitecto; probablemente se pusieran de pie para hacerlo. Eran lo bastante fuertes como para mantenerlo sujeto. (O tal vez tuvieran ayuda aunque, fuera como fuera, no vi que tuviera morados en los brazos). Dejó de respirar. Para asegurarse, o para acentuar su venganza, lo apuñalaron y le sacaron un ojo. El ojo podían habérselo extraído con la misma arma con que lo acuchillaron, clavándola y luego girándola con un movimiento circular, como cuando abres una ostra. Finalmente, dejaron el cuerpo en el suelo. En mi opinión, todo el incidente ocurrió muy deprisa.

Podía haber habido más de un asaltante. ¿Uno a cada lado? Demasiado amenazador. Digamos que uno se sentó a su lado y el otro lo hizo a cierta distancia. El que estaba cerca tenía la cuerda. El otro se levantó a toda prisa cuando empezó la acción. Quizás él tenía escondido el instrumento parecido a un pasador.

Me incliné y me obligué a desenrollar la cuerda; tuve que dar tirones para separarla de los pliegues de carne en los que se había incrustado, cruelmente. Alguien había tirado de ella con muchísima fuerza. Una lazada y un tirón, otra lazada y otro tirón… Si Pomponio se sentaba para relajarse en el vapor como lo hacemos muchos de nosotros, echado hacia delante con los codos en las rodillas y la cabeza inclinada, habría sido fácil agarrarlo. Sobre todo si no se lo esperaba. Ambos cabos de la cuerda se encontraban a la izquierda de la cabeza, como si el asesino hubiera atacado desde ese lado.

Cuando la desenrollé del todo, encontré un par de pequeños nudos a lo largo de la cuerda. Eran antiguos, hechos hacía tanto tiempo que entonces ya eran sólidos e imposibles de desatar. La cuerda era fuerte, con vueltas muy apretadas, sin elasticidad. Parecía estar encerada, y la vetusta mugre la había ennegrecido. Tenía unas pequeñas lazadas en cada uno de los extremos.

Al inclinarme noté que el suelo mojado estaba cubierto de barro de mis botas. Unas manchas de pisadas circulares de un negro lodo acuoso señalaban todos los pasos que había dado. Cipriano, que en esos momentos llevaba las botas, había dejado el mismo rastro asqueroso. Cuando entré no había nada de suciedad. Tampoco había visto que la hubiera en las demás estancias.

—Cipriano, me imagino que te estabas bañando cuando lo encontraste, ¿no? ¿Ibas sin ropa? ¿Descalzo?

—Con los zuecos. ¿Por qué?

—Mira qué sucio lo hemos dejado ahora con las botas.

Asintió con un movimiento de cabeza:

—El suelo estaba limpio. Seguro.

—Por lo tanto, quienesquiera que fuesen, cuando entraron a este caldario también debían de tener el aspecto de bañistas inocentes. ¿No viste a nadie?

—No. Creía estar solo. Por eso todavía me impresionó más cuando entré aquí.

—¿Nadie se cruzó contigo al salir cuando entraste en los baños?

—No, Falco. Hacía mucho rato que debían de haberse marchado.

Probablemente no hacía tanto. Quizá fue por poco que no se encontró con el asesino o asesinos cara a cara.

—La próxima pregunta debe ser: ¿vinieron aquí a propósito para matarlo? De hecho, no cabe duda de ello. ¿Quién entra en unos baños equipado con un trozo de cordel y un pasador?

—¿Una almohaza podría haber causado estas heridas, Falco?

—Demasiado grande. Partida y astillada tal vez sí, pero estas heridas de entrada son muy limpias. Fuera lo que fuera lo que las causó, era algo liso, no roto. Como una aguja de volatería, o algo médico. —Tomé nota a título personal de averiguar si Alexas tenía coartada.

Cipriano se agachó un momento y examinó una de las heridas de puñalada.

—Es recto —confirmó—. Entra y sale por el mismo canal. No era un instrumento curvo.

Eché un vistazo alrededor y encontré unas almohazas dentro de la pileta del agua. Había tres decorativos utensilios de bronce, de diferentes medidas, que describían unas curvas en completo ángulo recto. Evidentemente formaban parte de un mismo juego, junto a unos frascos de aceite globulares y un cazo, todo lo cual se podía colgar de un elaborado anillo. Olí el aceite: nardo de la India, caro con desenfreno.

—He visto que Pomponio se frotaba con esas cosas —dijo Cipriano. Las almohazas del arquitecto tenían unas puntas redondas y lisas y estaban todas intactas. Tampoco estaban manchadas de sangre.

Los dos nos moríamos de calor. Dejamos el cadáver y salimos en busca de aire fresco.

XXXVI

Helena me había seguido hasta los baños. Estaba esperando en la entrada, con aspecto inquieto, en compañía de
Nux
y de nuestro guardaespaldas. Le pedí al britano que fuera a contarle al rey lo que había ocurrido y que luego se encargara discretamente de que cerraran las termas y dejaran el cadáver dentro, de momento. De esa manera, nadie más descubriría al muerto.

—Es tarde; es de noche; la mitad de la gente de la obra se ha ido a la ciudad. No digamos nada hasta mañana por la mañana. Entonces convocaré una reunión en la obra e iniciaré una investigación. Siempre me gusta examinar a los testigos antes de que se enteren de lo que sucede. —El britano parecía preocupado—. Es mi trabajo —dije pacientemente—. El que hago para el emperador.

Me echó una mirada como si quizá creyera que yo había causado todas esas tragedias con mi propia presencia. Todavía parecía no creerse que yo tenía una misión oficial, pero se fue a informar al rey. Togidubno sabría cuál era la situación. Vespasiano le habría dicho que yo iba a investigar la racha de muertes «accidentales». Poco nos pensábamos que eso incluiría al director del proyecto.

—¿Qué podemos hacer ahora? —gimió Cipriano. Se sentó en uno de los bancos de los vestuarios. Yo también me dejé caer por ahí cerca;
Nux
saltó encima de otro banco y se tumbó allí con sus grandes patas peludas juntas, poniendo un inteligente interés; Helena se sentó a mi lado. Llevaba apretada contra su cuerpo la capa de la que yo antes me había desembarazado, y fruncía el ceño. Le conté rápidamente los detalles, en voz baja.

Estaba cansado. La impresión había empeorado mi estado. Aun así, miré con dureza al jefe de obras.

—Cipriano, tú estabas en la escena poco antes del asesinato; tu testimonio es crucial. Tendré que pedirte que pases por ello en cualquier momento. Empecemos ahora.

Al igual que la mayoría de los testigos que se dan cuenta de que se han convertido en sospechosos y deben explicarse, exteriorizó un fugaz arrebato de resentimiento. Al igual que los inteligentes, luego cayó en la cuenta de que era mejor aceptar la situación y quedar limpio.

—Tuve un día muy largo, Falco. Reuniones, discusiones con los trabajadores. Me quedé en la obra haciendo un poco de esto y aquello. Debí de ser el último.

—¿Eso es algo habitual?

—Me gusta. Especialmente cuando las cosas van mal. Tienes tiempo para pensar. Puedes asegurarte de que no se queda por ahí ningún cabrón dispuesto a algo malo.

—¿Y se quedaron?

—No en cuanto me vieron hacer la ronda. La mayoría de esos que disfrutan conspirando se habían largado temprano a la ciudad.

—Por lo que se reveló sobre Mandúmero, ¿esperas que haya problemas?

—Quién sabe. Al fin y al cabo, quieren el trabajo. Eso ayuda a animarlos.

Me quedé sentado en silencio, cansinamente.

Helena Justina se arregló la envoltura que llevaba, echó hacia atrás uno de los extremos de la capa, sobre su hombro izquierdo, como si de verdad se tratara de una modesta estola, y ajustó el resto alrededor de su cuerpo de forma que su larga falda sobresalía por debajo, escondiendo unas piernas que merecían ser expuestas.

—Me enteré de la pelea de esta mañana entre Pomponio y Falco —dijo—. ¿No hubo otra reunión de la obra por la tarde?

Cipriano me miró con recelo, esperando mi apoyo contra esa intrusión femenina. Como yo tampoco hice nada más que quedarme sentado y esperar su respuesta, se vio obligado a contestar:

—Sí que la hubo.

—¿Qué ocurrió? —inquirí, para que pensara que Helena y yo trabajábamos en equipo.

—Todos volvimos otra vez sobre lo mismo. Magno perdió los estribos exactamente de la misma manera en que lo hiciste tú, Falco. Yo conseguí no perder los míos, aunque, en más de una ocasión, me faltó un pelo para echarme encima de Pomponio. Lupo no quiso aceptar britanos en su equipo, así que nuestro plan para reorganizar la mano de obra se empantanó enseguida.

—¿Por qué Lupo se opone a ello? —preguntó Helena.

Cipriano se encogió de hombros.

—A Lupo le gusta hacerlo todo a su manera.

—Es decir, que Lupo estaba furioso, Magno estaba furioso, tú también lo estabas —enumeró Helena. Hablaba de forma tranquila y relajada—. ¿Alguien más?

—Recto, el ingeniero de desagües, también soltó palabras fuera de tono. Ha desaparecido un nuevo envío de tuberías de cerámica. Son muy caras —explicó el jefe de obras, dando por sentado que Helena no tendría ni idea de los precios del material. Él no podía saber que, lejos de tener un administrador que pagara sus cuentas, ella llevaba a cabo esa tarea por mí. Helena revisaba las facturas con meticulosidad.

—¿Qué son esas tuberías? —pregunté.

—Las vamos a utilizar en el sistema de riego del jardín. El jardín es lo último; Recto fue idiota al pedirlas tan pronto. Aun así, ¿quién más en toda Britania iba a encontrarles una utilidad? Tendré que comprobar toda la obra. Puede ser que simplemente hayan descargado esas malditas tuberías en otro lugar, aunque Recto dice que él ya lo ha mirado…

Había algo que preocupaba a Cipriano. El asunto de las tuberías desaparecidas lo inquietaba como si se tratara de algo más que un robo rutinario.

Helena siguió con el tema:

—¿Has perdido materiales caros con anterioridad?

—Bueno, es algo que ocurre —dijo Cipriano, muy poco comunicativo—. Falco ya conoce la situación. —Como mínimo había otro problema, el del revestimiento de mármol. Milcato lo había admitido.

Sin embargo, Falco no iba a recuperar la batuta todavía. A Falco le gustaba ver a su amor investigar en su nombre.

—¿Recto se enfadó? —preguntó a continuación, aparentando mera curiosidad.

—Recto es como un cometa llameante. Sólo sabe blasfemar y montar en cólera.

—¿Qué más pasó en la reunión? —inquirió Helena—. ¿Alguien más se disgustó?

—Éstrefo hizo propaganda de ese comerciante de estatuas con el que tienes amistad, Falco, el que quiere una entrevista. Pomponio detesta a los mercaderes. Éstrefo se lo volvió a preguntar a Pomponio, pero siguió diciendo que no. Éstrefo no puede decirles a los vendedores ambulantes que se marchen. Es demasiado bondadoso. Aborrece la desdicha.

—¿Sextio podría saber ya que Pomponio no va a recibirlo? —Helena se estaba preguntando si Sextio podría estar resentido.

—Sólo si Éstrefo se ha portado como un adulto y ha pasado la información. Pero, la última vez que lo vi, estaba enfadado.

—¿Qué forma tomó ese enfado?

—Se mordía las uñas y daba patadas al taburete en el que estaba sentado Planco.

—¿Se molestó Planco por eso? —dije con una sonrisa.

—Si se le cayera la cabeza, Planco ni lo notaría. Es más tonto que un pato.

—¿Y cómo entró a formar parte de un proyecto como éste? —preguntó Helena.

Cipriano la miró con nerviosismo y no quiso responder.

—Es una buena pregunta. ¡Dinos cómo fue! —insistí.

El jefe de obras me miró de una manera feroz.

—Planco era el novio de Pomponio, Falco. Pensaba que te habías dado cuenta. —Ni se me había pasado por la cabeza.

—Así que Planco se unió al proyecto sólo porque era el favorito del arquitecto principal… pero no vale para nada.

—Se deja llevar. Tiene un mundo propio.

—¿Y Éstrefo? ¿Él también es un mariconcete?

—Lo dudo. Éstrefo tiene mujer y un hijo. Demuestra tener potencial como diseñador. Pero, con Pomponio controlándolo todo, nunca lo ha puesto de manifiesto.

—¿Cómo es la relación entre Planco y Éstrefo, entonces?

—¡No muy estrecha!

—¿Éstrefo está celoso por el vínculo entre Pomponio, su superior, y el novio Planco?

—Si no lo está, debería.

—Todo eso parece muy triste —dijo Helena.

—Normal —le contestó Cipriano con tono melancólico.

Se hizo un silencio meditabundo. Helena estiró los pies y se miró las sandalias:

—¿Ocurrió algo más que debamos saber?

Cipriano la observó largamente. El era un tradicionalista, no estaba acostumbrado a que las mujeres hicieran preguntas sobre temas profesionales; ese «debamos» le cayó muy mal. Yo sabía que Helena era consciente de ello. Le lancé a Cipriano una mirada inquisidora y, al final, se obligó a sacudir la cabeza en señal de negación a la pregunta de Helena.

Al cabo de un momento, volvió a expresar la misma angustia que cuando se sentó allí al principio:

—¿Qué podemos hacer ahora?

—¿Con el cadáver? —pregunté.

—¡No! ¡Con la pérdida de nuestro director del proyecto, Falco! Ésta es una obra enorme. ¿Cómo se va a continuar el trabajo?

—Como siempre, ¿verdad?

—Alguien tiene que llevar el timón. A Pomponio lo habían nombrado en Roma. Tendremos que mandar a alguien a buscar otra persona; tienen que identificar a alguien que sea bueno, convencerlo de que una remota estancia en Britania es justo la tortura que necesita y luego sacarlo de cualquier trabajo que esté haciendo actualmente… No hay esperanzas de poder encontrar un buen arquitecto que esté libre en estos momentos. Aunque fuera posible, el pobre diablo tendrá que venir hasta aquí. Luego deberá familiarizarse con los planos que ha diseñado otra persona… —se le apagó la voz por la desesperación.

—¿Tú dirías —pregunté lentamente— que habían escogido a Pomponio para este proyecto porque era bueno?

Cipriano consideró la proposición, pero su respuesta llegó rápidamente.

—Era bueno, Falco. Era muy bueno si se lo controlaba. Sólo era el poder lo que no sabía manejar.

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