Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
—Por la tarde —dijo Michael, eludiendo una respuesta exacta—. Tendremos que revisar el piso... sus papeles, todas esas cosas, y pedirle a usted más información; y me gustaría someterle a una prueba poligráfica, con su permiso, claro está.
Izzy se encogió de hombros.
—¿Es ahora el momento en que debo solicitar un abogado? —masculló—. Pero si no me hace falta un abogado —dijo, e irguió la cabeza—. Se lo repito: lo quería. Él me quería. Estábamos muy unidos. Unidísimos. Usted no lo comprenderá. Haré la prueba poligráfica y todo lo que usted quiera. Eso me da exactamente igual —dijo—, es el hecho de que Gabi... No sé cómo voy a... —volvió a quitarse las gafas y se cubrió el rostro con las manos.
—¿No ha habido ninguna crisis en su relación recientemente? ¿Diferencias de opinión?
—No —repuso Izzy después de retirarse las manos de la cara y de enderezarse—. Querría... querría que me dejara solo —dijo quedamente—. No puedo...
—Me temo que eso es imposible.
—¿No puede esperar un día? ¿Unas horas? Concederme... ya le he contado todo lo que sé.
—Estamos investigando un asesinato. El asesinato del hombre con el que vivía. Al que quería. Lo han asesinado.
—Lo quería... lo quiero. Es todo lo que sé.
—¿Y no sabe quién no lo quería?
—¿Hasta ese extremo? —Izzy negó con la cabeza. Luego respiró profunda y sonoramente. Al fin, miró de frente a Michael con gesto de resignación y dijo—: No había muchas personas que quisieran a Gabi, pero tampoco muchas que lo odiaran. Gabi vivía de una manera que no despertaba emociones extremas ni poderosas. Salvo en mi caso. Para mí conocerlo fue... Theo no... es decir... es complicado, pero no era algo tan exagerado, porque Theo también lo quería, supongo. El concertino, Avigdor, le tenía manía a Gabi, y algunos músicos también le tenían esa manía que suelen inspirar los perfeccionistas. Y luego estaba la cuestión de los contratos personales que Gabi tenía en proyecto, en lugar de suscribir un acuerdo colectivo. Algunos músicos estaban molestos por ese motivo, y Theo tampoco estaba de acuerdo. Había quien decía que Gabi era un hombre duro, exigente, intolerante. Gabi era un músico muy serio. Y muchas personas tomaban por arrogancia su timidez, porque no era un exhibicionista, como Theo. Lo llamaban esnob. Y luego está el tipo ese, Even-Tov, el director del coro, que también quería formar un conjunto barroco, pero la gente prefería a Gabi. Puede que él haya llegado a odiarlo, pero si lo conoce verá que el asesinato queda descartado, es lo último que se puede imaginar en relación con alguien como Even-Tov, es... qué más da.
—¿Y aparte de la orquesta y la música?
Izzy lo miró sorprendido.
—Aparte de la música, no había nada en su vida —explicó—. La música era todo su mundo, fue gracias a la música... gracias a que soy clavecinista... en fin, no exactamente. No es que toque muy bien el clavecín, pero Gabi me oyó una vez tocarlo en la YMCA y fue así como nos conocimos. Gabi no hablaba con quien no estuviera interesado en la música, y eso es aplicable incluso a su ex mujer, que, por lo visto, es una persona horrible; yo no la he conocido, sólo he hablado una vez con ella por teléfono, sobre cuestiones monetarias. Hasta ella se dedica a la música, es una arpista excelente. La música era todo su mundo. Y teníamos muy pocos amigos, algunos compañeros de trabajo míos; Gabi viajaba mucho, y así no resulta fácil mantener las amistades. Acababa de regresar de un viaje largo hace pocas semanas, de una gira.
—¿Por qué era tan complicada su relación con Theo?
Izzy esbozó una sonrisa casi de desdén.
—¿Qué le puedo explicar? Es el típico caso de rivalidad entre hermanos. Pero eso no tiene nada que ver... Theo sentía celos de Gabi, porque Felix quería más a Gabi. Siempre estuvieron más unidos. Theo era el favorito de su madre, pero no se contentaba con eso. Siempre lo quiere todo, Theo, y quería ser el favorito de su padre. Pero es imposible explicarlo en pocas palabras, o describir a Theo con unas cuantas frases. Es una persona compleja. Y también un músico de peso. No se le puede desdeñar en absoluto, sobre todo sus interpretaciones de Bruckner, Mahler o Wagner, para quien le guste esa música. A veces posee una fuerza demoníaca. El carisma de Theo es innegable. Y no es un asesino. Ya puede olvidarse de eso. Pero la relación entre los hermanos era complicada.
—Y Gabi, ¿quería a Theo?
—¿Lo quería? —Izzy parecía desconcertado—. La palabra querer me sugiere cosas agradables, y en su relación no había nada agradable, pero... Sí, tal vez pueda hablarse de amor. Quizá lo quería. Eran muy distintos, pero también estaban muy unidos. Su infancia, en esa casa... Sí, podría decirse que Gabi lo quería. Y también lo repudiaba. Al menos, habría que decir que le inspiraba sentimientos contradictorios. Y Theo, en el fondo Theo también quería a Gabi, a su compleja manera. Cargado de ira. Y también de celos, de miedo, de admiración. Theo trataba de congraciarse con Gabi, y también... habría mucho que decir, pero es evidente que él no lo ha matado.
—¿Por qué no?
Izzy lo miró atónito.
—¿Por qué iba a matarlo? —argumentó—. La pregunta es por qué, no por qué no. No se me ocurre el menor motivo, económico o de otro tipo, que hubiera podido llevarlo a matarlo. Su relación no ha cambiado en los últimos tiempos. No ha sucedido nada para modificarla, así que ¿por qué ahora? ¡Theo ha tenido problemas con Gabi desde hace mil años! —se detuvo y jadeó—. Desde los tiempos en que los dos estudiaban con Dora Zackheim. Desde antes, tal vez. Si quiere comprenderlos, debería hablar con ella. Tengo asma —le advirtió—. Espero no sufrir un ataque ahora.
Michael abrió la ventana. La grabadora seguía en marcha.
—¡No tengo la menor idea! —gritó Izzy desesperado—. Ni idea. Puede haber sido alguien que no conozco. Aparte de Even-Tov, que envidiaba su posición, no le conozco ningún enemigo. Ni siquiera esa violinista a quien mencioné antes. No me haga mucho caso, pero ¿no podría haber sido un psicópata? ¿Una agresión fortuita? ¿Algo casual? —preguntó ingenuamente, la redonda barbilla temblando—. Supongo que no —concluyó con un suspiro.
—¿Y la ex mujer de Gabi?
—¿Ella? ¡Ni pensarlo! ¿Qué iba a conseguir? ¿Quién le va a mandar ahora la pensión? Y, además, está en Munich.
—¿Y su mujer?
—¿Mi mujer? —dijo Izzy perplejo—. ¿Qué tiene ella que ver en esto?
—Pues bien —dijo Michael, manoseando un cigarrillo apagado—, usted la dejó por Gabi.
—¡Hace cinco años! —exclamó Izzy, levantando los dedos de una mano—. ¿Así de pronto? ¿Después de que lleváramos cinco años viviendo juntos?
—¿Cinco? ¿No eran dos?
—Dos años en sentido estricto, aquí en su casa. Pero ya llevábamos juntos tres años... ¿Quién le ha dicho que eran dos años?
Michael no respondió.
—Usted no la conoce —dijo Izzy con mayor suavidad—. Cuando la conozca comprenderá que es impensable. Mi mujer es maravillosa. Una persona fuera de lo común. Las cosas sucedieron así. No tenía elección... No fue por su culpa... yo quería... —una vez más, sepultó el rostro en las manos. Sus hombros temblaban.
Izzy accedió a la petición de Michael de que le enseñara el piso. En el estudio de Gabi había montones de partituras, un violín sobre un piano, una gran mesa de trabajo, geranios rojos y rosas en el alféizar y una gigantesca litografía a tres tintas, negra, marrón y roja, de tres mujeres vestidas a la manera del siglo XVII. Una de ellas, sentada en primer plano, tocaba la flauta; a su espalda, otra pulsaba las cuerdas de un laúd, y la tercera cantaba con un libro de tapas de cuero en las manos. Sobre una cama estrecha, cubierta con una tela negra, había más partituras. Algunas estaban abiertas y en ellas se veían anotaciones. Michael cogió una de cubiertas amarillas donde se leía «Vivaldi».
—¿Le gustaba Vivaldi a Gabi? —preguntó.
Izzy, sentado en el banco del piano, asintió con la cabeza.
—Vivaldi, Corelli, la música barroca en general. Bach, desde luego. De haber podido elegir, él habría preferido vivir a finales del XVII o comienzos del XVIII. A veces yo le comentaba que para él la música terminaba antes de que diera comienzo el periodo clásico. Aunque quizá estuviera dispuesto a incluir los inicios del clasicismo, Haydn y Mozart, sobre todo. Solíamos bromear diciendo que Beethoven y Brahms eran demasiado modernos para él. Pero eran bobadas. Le gustaba escuchar a Brahms en una buena interpretación, y también a Verdi, o incluso a Mahler.
Los dos hombres del laboratorio entraron en la sala y echaron un vistazo en derredor.
—Aquí no hay gran cosa —dijo el de la cara picada y el gesto ceñudo.
—Será mejor que empecemos por allí —dijo el gordo de cara congestionada.
Y se dirigieron al estudio, una de cuyas paredes estaba cubierta por una estantería atestada de libros y partituras.
—Todo lo que hay en esta habitación es suyo —confirmó Izzy—. Era su estudio. Mi espacio de trabajo está en la sala.
El hombre ceñudo recogió libros y partituras y volcó el contenido de los cajones del escritorio en cajas marrones de cartón. El gordo sudoroso cubrió los objetos de polvo para revelar las huellas dactilares y, sin mayores ceremonias, le tomó las huellas a Izzy tras explicarle concisamente que era necesario para distinguirlas de las otras, ya que él tenía acceso legítimo al piso. Michael se interesó por las cuerdas de repuesto e Izzy sacó una caja rectangular del escritorio y se la tendió.
—Es una caja nueva —le explicó a Michael, que pugnaba por levantar la tapa—. En cada sobre tiene que haber cuatro cuerdas.
Michael se detuvo en el umbral del dormitorio y, con cierta incomodidad, contempló la cama. Era una habitación como la de cualquier pareja. A ambos lados de la cama, sendas mesillas de noche; sobre la más próxima a la ventana, en el extremo opuesto de la habitación, unos cuantos libros junto a una lamparilla, entre ellos una voluminosa biografía de Mozart en inglés. A su lado, abierto y boca abajo, reposaba un grueso tomo de tapas negras. Michael lo cogió. Era una historia ilustrada de la fabricación de instrumentos musicales.
—¿Era éste el lado de Gabi? —le preguntó a Izzy mientras hojeaba el libro.
—No —respondió Izzy. Señaló el otro lado de la cama—. Su lado era ése —dijo con voz ahogada.
Sobre la mesilla de noche de Gabriel van Gelden había un rimero de novelas policiacas, todas en inglés, entre ellas una edición en cartoné de
Una guerra diferente,
de Anthony Price. En el suelo había un libro de bolsillo. Izzy se aproximó a la cama y lo recogió.
—Esto es lo que estaba leyendo anoche —dijo a la vez que acariciaba la tapa—. Le encantaban las novelas de detectives. Sobre todo las de Robert Hans van Gulik, ese escritor holandés que sitúa la acción en la China del siglo VII.
Michael se reprimió para no prohibir a Izzy que tocara el libro o la mesilla de noche, de donde ahora retiraba un vaso de agua medio vacío. De todas formas, habría huellas de Izzy por todas partes. Los hombres del laboratorio ya habían llegado al dormitorio; Izzy señaló la mesilla de noche de Gabriel y ellos vaciaron los cajones en bolsas negras de plástico y las guardaron con cuidado en una caja.
Michael siguió a Izzy al cuarto de estar. Izzy apagó el ordenador y se sentó a su mesa, se acodó en el estrecho espacio que dejaba libre la pantalla y sepultó el rostro en las manos. Michael carraspeó y dijo:
—Ahora tendrá que acompañarme al barrio ruso para prestar declaración.
—¿Declaración sobre qué? ¿Sobre qué tengo que declarar?
—Es el siguiente paso —explicó Michael—. El procedimiento habitual. Tendremos que preguntarle muchas cosas.
Izzy se encogió de hombros.
—Todo parece tan absurdo —dijo—, ya todo da igual. Haré lo que me diga. Declarar, el detector de mentiras, lo que usted quiera.
Hubieron de esperar a que los del laboratorio sacaran las cajas del piso, y cuando el hombre ceñudo le indicó por gestos a Michael que habían concluido, éste le hizo una seña a Izzy. Izzy cerró la puerta con llave y, con paso plomizo, siguió a Michael escaleras abajo y en dirección al coche. Recorrieron las calles en silencio. Izzy miraba al frente con expresión ausente. De tanto en tanto, meneaba la cabeza y lanzaba un quejido, un suspiro, respiraba hondo. Cuando Michael aparcó a la entrada del barrio ruso, Izzy dijo:
—Quiero verlo.
—¿A quién? —preguntó Michael para ganar tiempo.
—A Gabi. Quiero verlo.
—Ahora mismo no es posible —dijo Michael—. Está... su cuerpo está en el Instituto de Medicina Forense. Le están practicando la autopsia —un escalofrío le estremeció la espalda al pensar en que Izzy, con su barbilla infantil y trémula, contemplara el tajo en la garganta, la cabeza casi decapitada. Con objeto de distraer su atención, se apresuró a decir—: ¿Está convencido de que quiere someterse a la prueba poligráfica? Si no está dispuesto de verdad, la prueba no vale de nada.
—¿A mí qué más me da? —murmuró Izzy—. ¿Es necesaria una buena disposición activa o basta con que me preste a hacerlo?
—Basta con que se preste, si es una actitud sincera.
Izzy abrió los brazos y dejó caer la cabeza hacia atrás.
—¿Qué me importa todo eso ahora? —dijo apagadamente—. Me da todo igual.
—En cualquier caso, no sirve de evidencia ante un tribunal —explicó Michael—. Se lo digo por si está considerando consultarlo con un abogado o algo así.
—Entonces ¿para qué lo hacen? —preguntó Izzy mientras se encaminaban al despacho de Michael.
—Le estoy pidiendo que se someta a la prueba para verificar su credibilidad —reconoció Michael con franqueza—. El mero hecho de que se preste a hacerla demuestra su credibilidad, ya que imagino que sabe que, aunque los resultados no puedan presentarse en un juicio, es muy difícil engañar al detector.
—¿En serio? ¿Por qué es tan difícil?
—Hay numerosos indicadores. Ya se lo explicaré cuando nos pongamos con ello.
—Lo que quiero, lo único que de verdad quiero, es verlo una vez más —dijo Izzy con voz desgarrada, y estaba a punto de repetir la súplica cuando el sonido de voces procedentes del despacho de Michael le hicieron enmudecer.
—¡La llamábamos Cuatro-en-Uno! —era Zippo hablando a voces al otro lado de la puerta—. Tú no te acordarás de la loca mística, eres demasiado joven, pero la mujer de este caso me recuerda a ella. Aunque aquélla era un palillo y ésta no es tan flaca, y además los vestidos de Cuatro-en-Uno eran como sacos, y ésta lleva pantalones... —Michael abrió la puerta y la voz de Zippo se extinguió. Sentado a la mesa de Michael, Eli Bahar ordenaba un montón de papeles.