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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (17 page)

BOOK: Un ángel impuro
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Hanna no tardó en comprobar que su nuevo matrimonio difería de un modo decisivo del tiempo que compartió con Lundmark. Ahora casi siempre estaba sola, mientras que Lundmark se encontraba cerca en todo momento a bordo del barco del capitán Svartman. Su nuevo marido la trataba con gran respeto y siempre con igual amabilidad, pero rara vez estaba en casa. Comía y dormía por las noches y no desistía de aquellos intentos fallidos por conseguir aquello que también Hanna, en gran medida para sorpresa suya, había empezado a echar de menos. Pero aparte de esto, no compartían nada más. Ella trataba a veces de indagar sobre su vida pasada, pero él contestaba con evasivas, si es que lo hacía. No se enfurecía ni tampoco parecían incomodarlo las preguntas. Sencillamente, no quería hablar. Hanna pensó que era como si se hubiera casado con un hombre sin historia.

Andando el tiempo, Hanna pensaría en aquella época como en un periodo de una ociosidad infinita. Apenas tenía nada que hacer, ninguna tarea de la que ocuparse. Un anciano negro, completamente sordo, cuidaba el jardín. Se llamaba Rumigo y contaba con la ayuda de uno de sus innumerables hijos. Hanna se quedaba a veces contemplando cómo trataba las flores, los árboles y los arbustos con sus dedos delicados.

Y en la casa estaba Anaka, que ya había servido en casa de los padres de Attimilio. Empezaba a hacerse mayor, pero trabajaba siempre con el mismo empeño, parecía no dormir nunca. Vivía sola en una cabaña situada en la parte posterior de la casa. Allí la veía Hanna en ocasiones, fumando en pipa antes de retirarse a descansar. Pero a las cuatro de la mañana, Anaka se despertaba de nuevo y a las seis les servía el desayuno.

Cuando Hanna se dirigía a Anaka, ésta se arrodillaba de inmediato. Attimilio le había explicado que aquel gesto no era necesariamente indicio de servilismo o de sumisión, sino más bien una tradición, un modo de demostrar respeto. A Hanna le costaba aguantar tanta genuflexión y trató de convencer a Anaka de que dejase de hacerlo. Cuando Attimilio le explicó que haría lo mismo ante un hombre negro de posición superior a la suya, Hanna capituló. Y las genuflexiones continuaron.

En la casa había otra mujer, una joven que, según Attimilio le explicó, era hija de la costurera de su madre. Tenía un nombre portugués, Julietta, y ayudaba a Anaka en todo aquello para lo que ésta no tenía tiempo o fuerzas. Hanna calculaba que Julietta tendría catorce o quince años.

Vivía los días como en un estado de semivigilia. Hacía un calor agobiante, de vez en cuando interrumpido por un aguacero fugaz. La mayor parte del tiempo se la pasaba abanicándose, sentada en alguna de las habitaciones en que la brisa marina entraba por las ventanas. Se decía que estaba esperando, aunque no sabía qué. A veces le sobrevenía la desagradable sensación de no ser necesaria en absoluto. Los criados negros hacían cuanto precisaba aquella casa. Su misión consistía en no hacer nada.

Attimilio le había advertido que no debía dudar y ser clara si se sentía insatisfecha con el trabajo de los criados. De vez en cuando, Hanna debía ponerse unos guantes blancos y pasearse por la casa pasando un dedo por los marcos de los cuadros y de las puertas para comprobar que todo estaba impecable.

—Si no los vigilas, no lo hacen bien —aseguraba Attimilio.

—Pero si esto siempre está limpio.

—Porque lo controlas. El día que dejes de hacerla, ellos dejarán de ser metódicos. Hanna no podía comprender ni aceptar los exabruptos de Attimilio contra los negros. Aún veía aquel miedo tras sus duras palabras, pero la presencia de Hanna en la casa no modificó su conducta.

Una noche, Attimilio llegó a casa tras un desagradable suceso acontecido en el burdel. Uno de los clientes había disparado un revólver y había herido superficialmente en el brazo a una de las mujeres. Entonces soltó una retahíla iracunda contra el país en el que vivía.

—Éste sería un buen continente —gritaba— si no vivieran en él tantos negros.

—Pero ¿no fue un blanco quien disparó? —objetó Hanna insegura.

El
senhor
Vaz no respondió, sino que se disculpó y se retiró a su despacho. A través de la puerta cerrada, Hanna oyó las marchas militares portuguesas en el gramófono. Cuando se agachó para mirar por la cerradura, lo vio recorrer airado la habitación blandiendo un sable. Hanna no pudo por menos de soltar una risita. El hombre que ahora era su marido parecía un soldadito de plomo. Uno de los soldaditos con los que vio que jugaban los hijos de Jonathan Forsman.

Pero enseguida la invadió un sentimiento de renovada preocupación. Se había convertido en lo mismo que las demás mujeres blancas de la ciudad: un ser ocioso, indolente, siempre abanico en mano.

42

Transcurrido un tiempo de vanos intentos nocturnos por realizar el acto amoroso, Hanna empezó a comprender que Attimilio estaba a punto de caer en una desesperación inmensa. Volvió a hablar con Felicia, pero en secreto, un día que el
senhor
Vaz había partido rumbo a Pretoria, ciudad en la que invertía parte de los beneficios del burdel. Una vez al mes recibían la visita de un abogado. Los dos hombres se encerraban en el despacho de Attimilio sin que ella llegase a averiguar nunca qué asuntos dirimían allí dentro. El abogado, que era renco y se llamaba Andrade, hablaba en voz tan baja que Hanna nunca oía lo que decía.

Felicia le aconsejó que fuese a pedir ayuda a un
jeticheiro
.

—Hay hierbas e infusiones —aseguró la mujer— capaces de curar a los hombres que no son capaces de hacer lo que más desean.

—Pues yo no conozco a ningún
jeticheiro
—confesó Hanna—. No conozco a ningún curandero que pueda darme lo que necesito.

Felicia extendió la mano.

—Eso cuesta dinero —explicó—. Si me lo das, yo misma te buscaré lo que necesitas. No tendrás más que diluirlo y mezclarlo en la comida o en la bebida. Yo no conozco todo el ritual, pero sí sé que sólo debe administrarse cuando sopla el viento del oeste.

Hanna reflexionó un instante.

—Pero eso es muy infrecuente —observó. Felicia parecía sopesar las palabras de Hanna.

—Tienes razón —convino—. Será mejor que lo hagas con luna llena. También es un momento idóneo. Siempre se me olvida que aquí nunca soplan vientos de tierra adentro, sólo provenientes del mar o de los hielos del sur. Los que vivimos en Baia da Boa Morte no sabemos nada sobre los vientos de la sabana.

Hanna no había oído jamás el nombre de aquella laguna. Sólo sabía que la ciudad se llamaba Lourenço Marques. Attimilio le explicó una noche que se llamaba así por un general portugués que habría podido medirse con Bonaparte en ingenio y valor. Hanna ignoraba quién era aquel Bonaparte, así como el porqué de que la laguna tuviera un nombre tan extraño.

Pero ¿había oído bien? «La Laguna de la Buena Muerte». ¿Era ése el nombre que Felicia le había dado a la albufera que ella veía resplandecer al sol cada mañana?

—¿Por qué se llama así esa laguna?

—Quizá porque es un nombre muy hermoso. Me figuro que las aguas azules donde nadan los delfines son como un cementerio para quienes gozan de una buena muerte. Eso es algo que todos esperamos, ¿no?

—¿Y qué es una buena muerte?

Felicia la miró extrañada. Hanna pensó que aquella mujer adoptaba una expresión muy particular siempre que oía una pregunta que sólo podía formular un blanco.

—Cada uno se imagina su muerte —aseguró Felicia—. ¿No me contaste que el hombre con el que vivías, el oficial cuyo nombre me resulta impronunciable, también halló su sepultura en el mar?

—Su muerte fue todo menos buena —objetó Hanna—. Y él no quería morir.

—Cuando me llegue la muerte, no pienso oponer resistencia —afirmó Felicia—. A menos que vengan a asesinarme. Yo quiero morir en paz. En la buena muerte nunca hay agitación.

Hanna no sabía qué decir sobre la muerte de Lundmark ni acerca de las fantasías que se hacía sobre su última hora. Le dio a Felicia, eso sí, el dinero que pedía. Varios días después, Felicia apareció en la casa inesperadamente, después de que Attimilio se hubiese marchado. Envuelto en un retazo de tela que la mujer trataba con respeto y quizá también con temor, traía un polvo verde casi brillante. Olía intensamente a algo semejante a la brea que Hanna recordaba del puerto de Sundsvall.

—Debes mezclar el polvo con lo que el
senhor
Vaz beba por la noche, antes de acostarse.

—Es que no bebe nada por la noche, no quiere que lo despierte la vejiga.

—¿Y comer, no come nada?

—Un mango.

—Pues tendrás que abrirlo con cuidado, aplastar bien el polvo en la pulpa y cerrar de nuevo la piel.

Hanna llamó a Anaka y le pidió que le llevara un mango. Acto seguido, realizaron juntas la operación y comprobaron que no quedaba ninguna huella.

—¿Eso es todo? —quiso saber Hanna.

—Tú debes rociarte el pubis con unas gotas de limón. Luego estarás lista para recibirlo.

Hanna se sonrojó cuando Felicia mencionó el limón. Y se sonrojó por la facilidad con que hablaba de aquello que para ella aún pertenecía al campo de lo innombrable.

—Eso es todo —aseguró Felicia—. El
jeticheiro
con el que he hablado ha curado a muchos hombres impotentes. Vienen a verlo de muy lejos. Incluso han cruzado el mar desde la India para convertirse de nuevo en hombres aptos para las cosas de esta vida. Pero me dijo que, si no funciona, cosa que sucede en ocasiones, existen otras medicinas más fuertes para despertar los instintos.

Puesto que la luna estaba menguante, no le quedó otro remedio que esperar. Attimilio siguió intentando unas cuantas veces consumar el matrimonio, pero sin conseguirlo. Después, cuando, resignado, se tumbaba de costado en la cama, Hanna le acariciaba muy despacio el pelo negro, que todas las mañanas dejaba una nueva mancha grasienta de gomina en la almohada. «Quererlo, lo que se dice quererlo, no lo quiero», pensaba Hanna. «Pero me inspira ternura. Me quiere bien. Jamás será un Lundmark en la cama, pero quizás un día, con la ayuda de Felicia, llegue a ser un hombre de nuevo».

43

Para cuando llegó la luna llena, la ciudad acababa de sufrir un periodo de fuertes tormentas.
Carlos
había vuelto a fugarse, pero regresó, del mismo modo misterioso, aunque esta vez con una cinta roja en el cuello. El
senhor
Vaz decidió empezar a encadenarlo, pero las mujeres se rebelaron y el hombre abandonó la idea.
Carlos
retornó su papel como sirviente y, previo pago de un plátano o una manzana, encendía los cigarros de los clientes. Pero, según Felicia,
Carlos
tenía en los ojos un brillo diferente. Algo pasaba con él.

Llegó, pues, la luna llena, cesaron los vientos, y el
senhor
Vaz regresó a casa tras un largo día en el burdel. Hanna había preparado el mango y lo acompañaba mientras él comía la fruta sentado a la mesa del comedor con expresión distraída. Hanna se roció el pubis con gotas de limón en el cuarto de baño, antes de acostarse con su marido. Y cuando ya parecía que iba a dormirse, le acarició el brazo despacio. Al cabo de un instante, él se volvió hacia ella e intentó penetrarla con el mismo afán desbocado que otras veces. Sin embargo, tampoco en esta ocasión salió airoso, pese a que, según pudo comprobar Hanna, se estaba esforzando más y mejor que nunca.

Cuando el hombre se dio por vencido, estaban los dos empapados de sudor. Hanna pensó que, al día siguiente sin más dilación, pondría al corriente a Felicia de que, para ayudar a Attimilio a salir de su miseria, se precisaba una medicina más potente.

Comprendió que se había dormido cuando oyó su respiración breve y acelerada. Era como si, en realidad, no tuviese tiempo de dormir.

Cuando Hanna despertó aquella mañana, Attimilio estaba muerto. Lo halló tendido a su lado, blanco y ya frío. Supo que algo había sucedido en cuanto abrió los ojos, antes de que Anaka llegase con el desayuno. Rara vez, por no decir nunca, estaba él en la cama cuando ella se despertaba, sino que lo encontraba afeitándose en el baño.

Yacía en la misma posición en que se había dormido. Hanna se levantó de la cama de un salto, le temblaban las piernas. Había enviudado por segunda vez. Cuando llegó Anaka, la encontró sentada en la silla señalando al hombre que yacía en la cama.

— Marta
—acertó a decir— o
Senhor Vaz e corto
.

Anaka dejó la bandeja, se arrodilló y, antes de salir de allí a toda prisa, salmodió una retahíla que quizá fuese una oración. Hanna pensó que Attimilio había muerto de un modo totalmente silencioso. No gritando, como Lundmark.

Fue como si hubiese muerto de vergüenza al haber fallado, una vez más, en el intento de hacer el amor con su mujer.

Dos días después del caótico entierro celebrado en el nuevo cementerio de la ciudad, al que también asistió
Carlos
, con traje oscuro y un gran sombrero negro, Hanna recibió la visita de Andrade, el abogado de Attimilio. El hombre se inclinó y volvió a presentarle sus condolencias antes de sentarse frente a ella en el sofá de terciopelo rojo que el
senhor
Vaz había encargado ni más ni menos que en Ciudad del Cabo. En contra de su costumbre, Andrade le habló ahora alto y claro. Hanna había dejado de ser un apéndice del
senhor
Vaz.

El letrado Andrade le explicó sin ambages:

—Existe un testamento. Está firmado y compulsado por mí y por mi colega Petrus Sabodini. Es un documento sencillo que no deja lugar a dudas. No cabe especular sobre las consecuencias. —Hanna lo escuchaba, aunque ni se le pasó por la cabeza que lo que tuviera que decirle le incumbiese en modo alguno—. Existe, como digo, un testamento —repitió Andrade— según el cual usted hereda la totalidad de los bienes de Attimilio. De modo que, aparte del hotel y del negocio que lleva aparejado, es usted propietaria del resto de sus negocios, entre otros, un almacén de telas y nueve asnos guardados en una dehesa a las afueras de la ciudad. Hereda usted, además, importantes propiedades en Pretoria y en Johannesburgo. —El señor Andrade dejó sobre la mesa un buen fajo de documentos y se levantó. Volvió a inclinarse y añadió—: Será para mí una gran satisfacción seguir siendo en el futuro el abogado de la señora Vaz.

Hanna no fue consciente de lo ocurrido hasta que Andrade no se hubo marchado. Se quedó inmóvil en el sillón, conteniendo la respiración. Se había convertido en propietaria de un burdel. Además de una manada de asnos y de un mono que, cuando no estaba encendiendo los puros de los clientes que visitaban la casa de citas, huía no se sabía adónde.

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