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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Tumbuctú (15 page)

Pero eso no pareció preocupar a sus anfitriones. Eran muy buenas personas y nada más ver a un perro sabían si estaba hambriento, y si Míster Bones tenía tanta hambre, ellas estaban encantadas de darle de comer hasta que se hartara. Comió sumido en un trance de satisfacción, ajeno a todo menos a los alimentos que le venían a la boca y se le deslizaban por la garganta. Cuando finalmente se acabó la comida y levantó la cabeza para ver lo que hacían los demás, observó que la mujer se había quitado el sombrero y las gafas de sol. Al agacharse para coger los platos del suelo, alcanzó a verle los ojos azules y se dio cuenta de que realmente era muy guapa, una de esas mujeres ante cuya presencia los hombres contenían la respiración.

—Bueno, perrito —dijo, pasándole la mano por la cabeza—, ¿te sientes mejor?

Míster Bones dejó escapar un pequeño eructo de agradecimiento y luego se puso a lamerle la mano. Tigre, a quien todos casi habían olvidado, se precipitó súbitamente hacia él. Atraído por el ruido del eructo, que le había hecho mucha gracia, el niño se inclinó sobre el hocico de Míster Bones y soltó un eructo fingido, lo que le divirtió aún más. Aquello estaba degenerando en una típica escena de taberna, y antes de que la situación se descontrolara, su madre lo cogió en brazos y se puso en pie. Miró a Alice, que estaba apoyada en la encimera observando a Míster Bones con sus ojos graves y atentos.

—¿Qué vamos a hacer con él, cariño? —preguntó la mujer.

—Creo que deberíamos quedárnoslo —contestó Alice.

—No podemos hacer eso. A lo mejor es de alguien. Si nos lo quedamos, sería como si lo hubiéramos robado.

—No creo que tenga un solo amigo en el mundo. Fíjate en él. Igual ha caminado mil kilómetros. Si no nos lo quedamos, se morirá. ¿Quieres tener ese cargo de conciencia, mamá?

Desde luego, la niña tenía un don. Sabía precisamente qué decir y cuándo decirlo, y en aquel momento, mientras la escuchaba hablar con su madre, Míster Bones se preguntó si Willy no habría menospreciado la competencia de algunos niños. Alice quizá no fuese el jefe ni sería la que mandase, pero sus palabras iban justo al meollo del asunto y seguro que daban resultado, cambiando de signo la situación.

—Mira su collar, cariño —dijo la mujer—. Quizá tenga un nombre, una dirección o algo.

Míster Bones sabía perfectamente que no había nada, porque Willy nunca se había preocupado de esas cosas, ni permisos ni registros ni lujosas chapas de identidad. Alice se arrodilló junto a él y empezó a dar vueltas al collar en busca de alguna señal de nombre o dueño, y como él ya conocía el resultado aprovechó la ocasión para disfrutar del calor de su aliento, que sentía contra la parte de atrás de su oreja derecha.

—No, mamá —dijo la niña al cabo—. No es más que un collar viejo y raído.

Por primera vez en el breve tiempo que la conocía, el perro vio que la mujer vacilaba al tiempo que en sus ojos aparecía cierta confusión y tristeza.

—Por mí de acuerdo, Alice —dijo—. Pero no puedo dar el visto bueno hasta que haya hablado con tu padre. Ya sabes cómo odia las sorpresas. Esperaremos a que venga esta noche a casa y luego lo decidiremos todos juntos. ¿Vale?

—Vale —contestó Alice, un tanto desanimada por aquella respuesta tan vaga—. Pero si él dice que no, somos tres contra uno. Y lo justo es lo justo, ¿no? Tenemos que quedarnos con él, mamá. Me pondré de rodillas todo el día y rezaré a Jesús para que papá diga que sí.

—No tienes que hacer eso —replicó la mujer—. Si de verdad quieres ayudar, abre la puerta y deja salir al perro para que pueda hacer sus cosas. Y luego veremos si podemos asearlo un poco. Es la única manera de que nuestro plan salga bien. Tiene que dar buena impresión.

En buena hora se abrió la puerta para que saliera Míster Bones. Al cabo de tres días de privaciones, de no comer más que una pizca de sobras y basura, de hurgar en busca de cualquier comestible nocivo que pudiera encontrar, la pesada comida que acababa de engullir le cayó como un puñetazo en el estómago, y con los jugos gástricos de nuevo en plena actividad, trabajando al doble o al triple de lo normal para contener la reciente avalancha, apenas pudo aguantarse para no ensuciar el suelo de la cocina y ser desterrado al exilio permanente. Se alejó trotando y trató de esconderse detrás de unos arbustos, pero Alice lo siguió hasta el final y, para su eterna vergüenza y confusión, estuvo presente cuando se abrió la espita y surgió un tremendo estallido de líquido salobre que regó la maleza bajo sus patas. Dejó escapar un breve gemido de asco, y él se sintió tan mortificado por haberla molestado con aquel acto tan desagradable que por unos momentos deseó hacerse todo pequeñito y desaparecer. Pero Alice no era una persona corriente, y aunque eso ya lo había comprendido él perfectamente, nunca habría creído posible que ella dijera lo que dijo a continuación.

—Pobre perro —murmuró, en un tono compungido y lleno de lástima—. Estás muy enfermo, ¿verdad?

Ése fue todo el discurso —sólo dos frases breves—, pero cuando Míster Bones oyó decir a Alice esas palabras, comprendió que Willy G. Christmas no era el único bípedo del mundo en el que se podía confiar. Resultaba que había otros, y algunos eran muy pequeños.

El resto de la tarde discurrió entre una bruma de placeres. Lo lavaron con la manguera del jardín, enjabonándole el pelo hasta hacerle montañas de espuma blanca, y mientras las seis manos de sus nuevos compañeros le restregaban el lomo, el pecho y la cabeza, no pudo dejar de acordarse de cómo había empezado el día..., y qué extraño y misterioso era que fuese a acabar así. Luego lo enjuagaron, y después de que se sacudiera para secarse y de que corriera unos minutos por el jardín, haciendo pis en diversos arbustos y árboles al límite de la parcela, la mujer se sentó a su lado durante lo que pareció muchísimo tiempo, buscándole garrapatas entre el pelaje. Explicó a Alice que su padre se lo había enseñado de niña en Carolina del Norte, y que el único método infalible era aplastar la cabeza de los bichos con las uñas. Y, una vez muertas, no había que tirarlas al suelo, ni tampoco despachurrarlas con el pie. Había que quemarlas, y aunque de ningún modo permitía a Alice que jugara con cerillas, ¿le hacía el favor de ir corriendo a la cocina y traerle la caja de Ohio Blue Tips que había en el primer cajón a la derecha del fogón? Alice hizo lo que le habían pedido, y durante un rato su madre y ella hurgaron en el pelo de Míster Bones, arrancándole una serie de garrapatas henchidas de sangre e incinerando a las malhechoras en pequeñas hogueras de llamas brillantes y fosforescentes. ¿Cómo no agradecerlo? ¿Cómo no regocijarse de que acabaran con aquel azote de llagas y desesperantes picores? Míster Bones sentía tanto alivio por lo que le estaban haciendo que incluso dejó pasar sin rechistar la siguiente ocurrencia de Alice. Sabía que no tenía intención de insultarle, pero eso no significaba que no le doliese.

—No quiero que te hagas demasiadas ilusiones —dijo la mujer a la niña—, pero no sería mala idea dar un nombre a este perro antes de que tu padre llegue a casa. Así parecerá parte de la familia, y eso nos daría cierta ventaja psicológica. ¿Entiendes lo que quiero decir, cariño?

—Ya sé cómo se llama —declaró Alice—. Lo supe en cuanto lo vi. —La niña hizo una pausa para ordenar sus ideas—. ¿Recuerdas el libro que me leías cuando era pequeña? ¿Uno rojo con dibujos y todas aquellas historias de animales? Una era de un perro que se parecía a éste. Rescataba a un niño de un edificio en llamas y sabía contar hasta diez. ¿Te acuerdas, mamá? Me encantaba aquel perro.

Cuando hace un rato he visto que Tigre abrazaba a éste junto a los arbustos, era como un sueño hecho realidad.

—¿Cómo se llamaba aquel perro?

—Sparky.
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Se llamaba el Perro Sparky.

—Pues muy bien. A éste también le llamaremos Sparky.

Cuando Míster Bones oyó que la mujer estaba de acuerdo con aquel nombre ridículo, se sintió profundamente herido. Acostumbrarse a Cal le había costado bastante trabajo, pero aquello era llevar las cosas demasiado lejos. Había sufrido demasiado para que le cargaran con aquel mote cursi e infantil, con aquel diminutivo afectado que se inspiraba en un libro ilustrado para niños, y aunque todavía le quedara tanto tiempo de vida como el que había vivido hasta entonces, sabía que un perro de su melancólico carácter nunca se acostumbraría, que durante el resto de sus días se encogería de vergüenza cada vez que lo oyera.

Pero antes de que le diera una verdadera pataleta, se organizó un barullo en otra parte del jardín. Durante los últimos diez minutos, mientras Alice y su madre le quitaban los bichos que tenía incrustados en la piel, Míster Bones había estado observando a Tigre, que se entretenía dando patadas a una pelota de playa por el jardín. Cada vez que se le escapaba, salía corriendo tras ella a toda velocidad, como un enloquecido jugador de fútbol que persiguiera un balón del doble de su tamaño. El niño era infatigable, pero eso no significaba que no pudiera resbalar y torcerse el dedo gordo del pie, y cuando por fin ocurrió el inevitable accidente, soltó un chillido de dolor lo bastante fuerte para hacer que el sol escapara del firmamento y las nubes se estrellaran contra el suelo. La mujer abandonó sus delicadas atenciones para ocuparse del niño, y cuando lo cogió en brazos y lo llevó dentro de la casa, Alice se volvió a Míster Bones y dijo:

—Así es Tigre. El noventa por ciento de las veces está riéndose o llorando, y cuando no hace ninguna de las dos cosas es que algo raro está a punto de ocurrir. Ya te irás acostumbrando, Sparky. Sólo tiene dos años y medio, y de los niños pequeños no se puede esperar nada bueno. Su verdadero nombre es Terry, pero le llamamos Tigre porque arma mucho jaleo. Yo me llamo Alice. Alice Elizabeth Jones. Tengo ocho años y nueve meses y acabo de empezar cuarto. Nací con unos agujeritos en el corazón y cuando era pequeña, mucho más pequeña de lo que Tigre es ahora, estuve un par de veces a punto de morirme. Yo no me acuerdo de nada, pero mamá dice que seguí viviendo porque dentro tenía un ángel que respiraba por mí, y que ese ángel me va a proteger siempre. Mamá se llama Polly Jones. Su nombre de antes era Polly Danforth, pero luego se casó con papá y se cambió el apellido. Mi papá es Richard Jones. Todo el mundo le llama Dick, y casi todos dicen que me parezco más a él que a mamá. Es piloto de líneas aéreas. Vuela a California, a Tejas y a Nueva York, a toda clase de sitios. Una vez, antes de que Tigre naciera, mamá y yo nos fuimos con él a Chicago. Ahora vivimos en esta casa tan grande. Nos hemos mudado hace unos meses, así que es una suerte que hayas venido ahora, Sparky. Tenemos mucho espacio y ya está todo arreglado, y si papá dice que nos podemos quedar contigo, entonces todo será perfecto.

Alice trataba de hacer que se sintiera a gusto, pero el resultado final de la desordenada presentación de su familia fue que a Míster Bones le entrara el pánico y se le revolviera el estómago. Su futuro estaba en manos de alguien que no conocía, y tras escuchar los diversos comentarios que se habían hecho de esa persona hasta el momento, parecía poco probable que la decisión se inclinara a favor del perro. Míster Bones sintió tal angustia que salió disparado de nuevo hacia los arbustos, y por segunda vez en una hora sus intestinos le traicionaron. Temblando de forma incontrolable mientras la mierda le salía a chorros, suplicó al dios de los perros que velase por su pobre organismo enfermo. Había entrado en la tierra prometida, había aterrizado en un mundo de verde césped, amables mujeres y comida abundante, pero si llegaban a expulsarlo de aquel lugar, entonces sólo pedía que sus desgracias no se prolongaran más allá de lo que era capaz de soportar.

Cuando el Volvo de Dick se detuvo en el camino de entrada, Polly había dado de cenar a sus hijos —hamburguesas, patatas asadas y peras escarchadas, algo de lo cual llegó a las fauces de Míster Bones— y ya estaban los cuatro de nuevo en el jardín, regando las plantas a la hora en que la tarde daba paso a los primeros tintes del crepúsculo y el cielo empezaba a vetearse de penumbra. Míster Bones había oído a Polly decir a Alice que el vuelo de Nueva Orleans llegaba al aeropuerto de Dulles a las cuatro cuarenta y cinco, y que si el avión no venía con retraso y el tráfico no era muy denso, su padre estaría en casa sobre las siete. Minuto más, minuto menos, Dick Jones llegó puntualmente a esa hora. Había estado fuera tres días, y cuando los niños oyeron el coche que se acercaba, salieron corriendo del jardín y desaparecieron dando gritos por un costado de la casa. Polly no hizo movimiento alguno para ir tras ellos. Siguió regando tranquilamente sus plantas y flores y Míster Bones se quedó a su lado, decidido a no perderla de vista. Sabía que ya no había ninguna esperanza, pero si alguien podía salvarlo de lo que estaba a punto de suceder, ese alguien era ella.

Unos minutos después, el hombre de la casa apareció en el jardín con Tigre en un brazo
y
Alice tirándole del otro, y como llevaba el uniforme de piloto (pantalones azul oscuro; camisa azul claro adornada con trabillas e insignias), Míster Bones lo tomó por un poli. Fue una asociación automática, y con el terror intrínseco que tal asociación le había provocado siempre, se sintió impulsado a retroceder mientras Dick se acercaba, aunque veía con sus propios ojos que el hombre reía y parecía verdaderamente feliz de estar otra vez con sus hijos. Antes de que Míster Bones pudiera aclararse entre aquel embrollo de dudas e impresiones contradictorias, se vio envuelto en la escena del momento y a partir de entonces todo pareció ocurrir al mismo tiempo. En cuanto su padre salió del coche, Alice había empezado a hablarle del perro, y seguía con el tema cuando él apareció en el jardín y saludó a su mujer (un beso superficial en la mejilla), y cuanto más lata le daba poniendo por las nubes al maravilloso animalito que habían encontrado, más excitado se ponía su hermano. Gritando «Sparky» a pleno pulmón, Tigre se liberó del abrazo de su padre, echó a correr hacia Míster Bones y le echó los brazos al cuello. Para no ser menos que el mequetrefe de su hermano, Alice se acercó y, metiendo cuchara en el asunto, hizo un gran e histriónico despliegue de cariño hacia el perro asaltándolo con repetidos abrazos y melodramáticos besos, y con los dos niños hostigándolo así y tapándole las orejas con las manos, el pecho y la cara, se le escaparon las tres cuartas partes de lo que decían los adultos. Lo único que oyó con cierta claridad fue el primer comentario de Dick.

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