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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (59 page)

Accedió el señor y, subiendo el matrimonio al coche, se pusieron en camino.

Al llegar al palacio señorial estaba la mesa puesta, y el señor lo invitó, ante todo, a comer.

—Muy bien, pero con Margarita, mi mujer —dijo él, y se sentaron los tres a la mesa.

Al entrar el primer criado con una fuente llena de suculentas viandas, el campesino dio con el codo a su mujer y le dijo:

—Margarita, éste es el primero —significando que era el que servía el primer plato.

Pero el criado entendió: «Éste es el primer ladrón», y como en realidad lo era entróle miedo, y al salir dijo a sus compañeros:

—Este doctor lo sabe todo; mal lo pasaremos. Ha dicho que yo soy el primero.

El segundo se resistía a entrar; pero no tuvo otro remedio, y al comparecer con su fuente el campesino, dando otro codazo a su mujer, dijo:

—Margarita, éste es el segundo.

El camarero, atemorizado, procuró escurrirse lo antes posible. No le fue mejor al tercero, pues al verlo, repitió el campesino:

—Margarita, ahí va el tercero.

El cuarto criado traía una fuente tapada, y el señor de la casa dijo al doctor que debía demostrar su ciencia acertando lo que contenía aquella fuente.

El hombre miró el plato y, no sabiendo qué responder, exclamó:

—¡Pobre Cangrejo!

Y como resultó que en efecto eran cangrejos, al oírlo el dueño dijo maravillado:

—¡Lo sabe! Entonces sabrá también quién tiene el dinero.

Al doméstico entróle un pánico enorme y guiñó el ojo al doctor, haciéndole señal de que saliera.

Cuando estuvo fuera del comedor, los cuatro le confesaron que habían robado el dinero, pero que estaban dispuestos a restituirlo y, encima, a pagarle una cuantiosa suma si se comprometía a no descubrirlos, pues les iba la cabeza en el asunto.

Lo condujeron también al lugar donde habían escondido la cantidad robada y el doctor, declarándose conforme, volvió al comedor y sentándose a la mesa dijo:

—Señor, ahora consultaré mi libro para saber dónde se halla el dinero.

Pero el quinto criado se ocultó en la chimenea para oír lo que decía, por si acaso supiera más cosas aún.

El hombre se sentó, abrió su cartilla y la estuvo hojeando en busca del gallo; pero tardaba en encontrarlo, y exclamó:

—Estás ahí dentro y no tendrás más remedio que salir.

Creyó el de la chimenea que se refería a él y, saliendo asustadísimo, gritó:

—¡Este hombre lo sabe todo!

Indicó entonces el doctor al dueño el lugar donde se encontraba la suma sustraída, sin decirle quién era el autor del robo y, así, recibió una buena remuneración por ambas partes ganando con ello fama de hombre de gran saber.

El reyezuelo y el oso

U
N día de verano salieron de paseo el lobo y el oso. Éste, oyendo el canto melodioso de un pajarillo, dijo:

—Hermano lobo, ¿qué pájaro es éste que tan bien canta?

—Es el rey de los pájaros —respondió el lobo—. Hemos de inclinarnos ante él.

Era, en efecto, el reyezuelo.

—En este caso —respondió el oso— me gustaría ver su palacio real. Enséñamelo.

—No es tan fácil como crees —dijo el lobo—; debes aguardar a que venga la Señora Reina.

Al poco rato se presentó la Reina llevando comida en el pico, y llegó también el Rey para dar de comer a sus crías.

El oso quería seguirlos sin más ceremonias; pero el lobo lo sujetó por la manga, diciéndole:

—No, debes aguardar a que los reyes padres se hayan vuelto a marchar.

Tomaron nota del agujero donde estaba el nido, y se retiraron. Pero el oso no podía dominar su impaciencia; a toda costa quería ver el real palacio y, al poco rato, volvió al lugar.

El Rey y la Reina se habían ausentado y el oso, echando una mirada al nido, vio en él cinco o seis polluelos.

—¿Esto es un palacio real? —exclamó—. ¡Vaya un palacio miserable! Ni vosotros sois hijos de reyes, sino unos pícaros.

Al oír esto los jóvenes reyezuelos, montando en cólera se pusieron a gritar:

—¡No es verdad! Nuestros padres son gente noble. Nos pagarás caro este insulto, oso.

El oso y el lobo, inquietos, se volvieron a sus respectivas madrigueras, mientras los pajarillos continuaban gritando y alborotando.

Cuando sus padres regresaron con más comida, los hijos les dijeron:

—No tocaremos una pata de mosca, aunque tengamos que morirnos de hambre, antes de que dejéis bien sentado si somos o no hijos legítimos. El oso estuvo aquí y nos insultó.

Dijo entonces el padre Rey:

—Estad tranquilos, que nosotros arreglaremos este asunto.

Y, emprendiendo el vuelo junto con la Señora Reina, llegaron a la entrada de la cueva del oso y gritó el Rey:

—Oso gruñón, ¿por qué has insultado a nuestros hijos? Lo pagarás caro, pues vamos a hacerte una guerra sin cuartel.

Con esto declararon la guerra al oso, el cual llamó en su auxilio a todos los cuadrúpedos: el buey, el asno, el ciervo, el corzo y todos los demás que habitan la superficie de la tierra. Por su parte, el reyezuelo convocó a todos los que viven en el aire, no sólo a las aves, grandes y chicas, sino también a los mosquitos, avispones, abejas y moscas; todos hubieron de acudir.

Cuando sonó la hora de comenzar las hostilidades, el reyezuelo envió espías al lugar donde había instalado su cuartel general el jefe del ejército enemigo.

El mosquito, que era el más astuto, recorrió el bosque en el que se concentraban las fuerzas adversarias y se posó, finalmente, bajo una hoja del árbol a cuyo pie se daban las consignas.

El oso llamó a la zorra y le dijo:

—Zorra, tú eres el más sagaz de todos los animales; serás el general, y nos acaudillarás.

—De buen grado —respondió la zorra—; pero, ¿qué señal adoptaremos?

Nadie dijo una palabra.

—Pues bien —prosiguió la zorra—, yo tengo un hermoso rabo, largo y poblado, como un penacho rojo; mientras lo mantenga enhiesto es señal de que la cosa marcha bien, y vosotros debéis avanzar; pero si lo bajo, echad a correr con todas vuestras fuerzas.

Al oír esta consigna, el mosquito emprendió el vuelo a su campo y lo comunicó al reyezuelo con todo detalle.

Al amanecer el día en que debía librarse la batalla, viose desde lejos venir todo el ejército de cuadrúpedos a un trote furioso y armando un estruendo que hacía retemblar la tierra.

El reyezuelo avanzó, por su parte, al frente de sus aladas huestes, hendiendo el aire con una pavorosa algarabía de chillidos, zumbidos y aleteos. Y los dos ejércitos se embistieron con furor.

El reyezuelo envió al avispón con orden de situarse bajo el rabo de la zorra y picarle con todas sus fuerzas. A la primera punzada, la raposa dio un respingo y levantó la pata; resistió, sin embargo, manteniendo la cola enhiesta; la segunda picadura la obligó a bajarla un momento; y a la tercera, no pudiendo ya aguantar, lanzó un grito y puso el rabo entre piernas.

Al verlo, los animales creyeron que todo estaba perdido y emprendieron la fuga, buscando cada uno refugio en su madriguera; así, las aves ganaron la batalla.

Volaron entonces los reyes padres hasta el nido y dijeron a sus crías:

—¡Alegraos, pequeños, comed y bebed cuanto os apetezca; hemos ganado la guerra!

Pero los polluelos replicaron:

—No comeremos hasta que el oso venga ante nuestro nido a presentar excusas y reconozca nuestra alcurnia.

Voló el reyezuelo a la cueva del oso, y gritó:

—Gruñón, tienes que presentarte ante el nido de mis hijos a pedirles perdón y decirles que son personas de alcurnia; de otro modo, te vamos a romper las costillas.

El oso, asustado, apresuróse a ir para presentar sus excusas, y sólo entonces se declararon satisfechos los jóvenes reyezuelos que comieron, bebieron y armaron gran jolgorio hasta muy avanzada la noche.

Gente lista

U
N buen día sacó un campesino del rincón su vara de ojaranzo y dijo a su mujer:

—Lina, me marcho de viaje y no regresaré antes de tres días. Si, entretanto, viene el ganadero y quiere comprar nuestras tres vacas, se las puedes vender por doscientos ducados. Ni uno menos, ¿entiendes?

—Márchate en el nombre de Dios —respondióle su esposa—; lo haré como dices.

—Mira —advirtióle el hombre— que desde niña eres dura de meollo y siempre lo serás. Pero atiende bien a lo que te digo. No hagas tonterías, o te pondré la espalda morada y no con pintura, sino con este palo que tengo en la mano, y que te costará un año volver a tu color natural, te lo garantizo.

Y, con ello, el hombre se puso en camino.

A la mañana siguiente se presentó el tratante, y la mujer no tuvo necesidad de gastar muchas palabras. Cuando el mercader hubo examinado el ganado y supo el precio, dijo:

—Estoy dispuesto a pagarlo; estos animalitos lo valen. Me los llevo.

Y, soltándolos de la cadena, los sacó del establo. Pero cuando se dirigía con ellos a la puerta de la granja la mujer, cogiéndole de la manga, le dijo:

—Antes tenéis que entregarme los doscientos ducados; de lo contrario no os los llevaréis.

—Tenéis razón —respondió el ganadero—. Me olvidé de coger el bolso. Pero no os preocupéis, que os daré una buena garantía de pago. Me llevaré dos vacas y os dejaré la tercera en prenda; no está mal la fianza.

Así lo creyó la mujer, y dejó que el tratante se marchase con las dos reses pensando: «¡Qué contento va a ponerse Juan cuando sepa lo lista que he sido!».

A los tres días regresó el campesino, tal como había anunciado, y su primera pregunta fue si estaban vendidas las vacas.

—Sí, marido mío —respondió la mujer—, y por doscientos ducados, como me dijiste. Apenas los valían, pero el hombre se las quedó sin regatear.

—¿Dónde está el dinero?

—No lo tengo todavía, pues el tratante se había olvidado el bolso; pero no tardará en traerlo; me ha dejado una buena fianza.

—¿Qué fianza?

—Una de las tres vacas; no se la llevará hasta que haya pagado las otras. No dirás que no he sido lista; fíjate, me he quedado con la más pequeña, que es la que menos come.

El hombre montó en cólera y, levantando el palo, se dispuso a propinarle la paliza prometida. Pero de pronto, bajándolo, dijo:

—Eres la criatura más necia que Dios echó jamás sobre la Tierra; pero me das lástima. Saldré al camino y esperaré tres días a ver si encuentro a alguien que sea aún más tonto que tú. Si lo encuentro, te ahorrarás los palos; pero si no, prepárate a recibir la paga que te prometí, pues no pienso dejar nada por saldar

Salió al camino y se puso a esperar los acontecimientos sentado en una piedra.

En esto vio acercarse una carreta guiada por una mujer que iba de pie en el centro, en vez de ir sentada en el montón de paja puesto al lado, o de andar a pie conduciendo los bueyes. Pensó el hombre: «De seguro que esa mujer es una de las personas que ando buscando».

Se levantó, pues, y se puso a correr de un lado a otro delante de la carreta, como si no estuviera en sus cabales.

—¿Qué os pasa, compadre? —preguntó la mujer—. ¿De dónde venís, que no os conozco?

—He caído del cielo —respondió el hombre— y no sé cómo volver allí. ¿No podríais llevarme?

—No —contestó la mujer—, no sé el camino. Pero si venís del cielo seguramente podréis decirme qué tal lo pasa mi marido, que murió hace tres años. Sin duda lo habréis visto.

—Cierto que lo he visto; pero no todo el mundo lo pasa bien allí. Vuestro marido guarda ovejas, y las benditas reses le dan mucha fatiga, pues trepan a las montañas y se extravían por el bosque y él no para de correr tras ellas para reunirlas. Además, va muy roto; las ropas se le caen a pedazos. Allí no hay sastres; San Pedro no deja entrar a ninguno; ya debéis saberlo por los cuentos.

—¡Quién lo hubiera pensado! —exclamó la mujer—. ¿Sabéis qué? Iré a buscar su traje de los domingos, que aún está colgado en el armario, y que él podrá llevar allí con mucha honra. Me vais a hacer el favor de llevárselo.

—¡Ni pensarlo! —replicó el campesino—; en el cielo nadie lleva traje; se lo quitan a uno al pasar la puerta.

—¡Oidme! —dijo la mujer—. Ayer vendí el trigo, y por una bonita suma; se la enviaré. Si os metéis el dinero en el bolsillo, nadie lo notará.

—Si no hay otro remedio —respondió el labrador—, estoy dispuesto a haceros este favor.

—Pues aguardadme aquí —dijo ella—; vuelvo a casa por la bolsa y no tardaré en volver. Voy de pie en la carreta, en lugar de sentarme sobre la paja, para que los bueyes no tengan que llevar tanto peso.

Y puso en marcha a los animales mientras el campesino pensaba: «Esta mujer es tonta de capirote; si de verdad me trae el dinero, la mía podrá considerarse afortunada, pues se habrá ahorrado los palos».

Al cabo de poco rato volvió la campesina corriendo con el dinero, y lo metió ella misma en el bolso del hombre. Al despedirse, diole las gracias mil y mil veces por su complacencia.

Cuando la mujer llegó nuevamente a su casa, su hijo acababa de regresar del campo. Contóle las extrañas cosas que había oído y añadió:

—Me alegro mucho de haber encontrado esta oportunidad de poder enviar algo a mi pobre marido. ¿Quién habría pensado jamás que en el cielo pudiese faltarle algo?

El hijo se quedó profundamente admirado.

—Madre —dijo—, eso de que uno baje del cielo no ocurre todos los días. Salgo a buscar a ese hombre; me gustaría saber cómo andan de trabajo por allí.

Y ensilló el caballo y partió a buen trote. Encontró al campesino bajo un árbol cuando se disponía a contar el dinero de la bolsa.

—¿No habéis visto a un hombre que venía del cielo? —preguntóle el mozo.

—Sí —respondió el labrador—; pero se ha vuelto ya, tomando un atajo que pasa por aquella montaña. Al galope, todavía podréis alcanzarlo.

—¡Ay! —exclamó el mozo—. Estoy rendido de trabajar todo el día, y el venir hasta aquí ha acabado con mis fuerzas. Vos, que conocéis al hombre, ¿queréis montar en mi caballo, ir en su busca y persuadirlo de que vuelva aquí?

«¡Ajá! —pensó el campesino—, ¡he aquí otro que tiene flojos los tornillos!». Y, dirigiéndose al mozo, le dijo:

—¡Pues no faltaba más!

Montó en el animal y emprendió un trote ligero. El muchacho se quedó aguardándolo hasta la noche, pero el campesino no volvió. «Seguramente —pensó el joven—, el hombre del cielo llevaría mucha prisa y no quiso volver, y el campesino le habrá dado el caballo para que lo entregue a mi padre».

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