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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (3 page)

Pese a que los atributos físicos de Citlalmina eran tan relevantes, constituían algo secundario al ser comparados con los rasgos distintivos de su carismática personalidad. Una voluntad firme y poderosa, unida a una inteligencia superior y a una gran nobleza de espíritu, habían hecho de ella la representante más destacada del movimiento de inconformidad que, en contra del vasallaje que padecía el Reino Tenochca, comenzaba a surgir entre la juventud azteca.

Ni Tlacaélel ni Citlalmina recordaban el momento en que sus vidas se habían cruzado. Las casas de los padres de ambos eran vecinas, y siendo aún niños, surgió entre ellos una mutua atracción y una. sólida camaradería infantil. Al llegar la pubertad, estos sentimientos fueron trocándose en un amor que crecía día con día; muy pronto los dos se convirtieron en una especie de pareja modelo de la juventud tenochca. La profunda y permanente comunión espiritual en que vivían, producía en todos la enigmática sensación de que trataban con un solo ser, que por algún incomprensible motivo había nacido dividido en dos cuerpos.

Cuando Tlacaélel marchó a Chololan como aspirante a sacerdote de la Hermandad Blanca, Citlalmina no vio en ello sino una simple separación transitoria, pues el hecho de formar parte de esta orden sacerdotal representaba una honrosa distinción, que comúnmente no requería de la renuncia de sus miembros a la vida matrimonial; sin embargo, el caso del Portador del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl era muy distinto, ya que constituía un cargo que por su altísima responsabilidad exigía de quien lo ejercía una entrega total y absoluta.

Sublimando la dolorosa frustración de ver deshechos sus proyectos matrimoniales, Citlalmina enfrentó los acontecimientos con un regocijo generoso y sincero. El inesperado honor conferido a Tlacaélel le enorgullecía como algo propio; y ante la trascendencia que este suceso tenía para todo el pueblo azteca, sus sentimientos personales quedaron voluntariamente relegados a un segundo término.

El festejo popular se encontraba en su apogeo, cuando arribaron a Tenochtítlan varias canoas transportando a un centenar de guerreros provenientes de Azcapotzalco. Su llegada no ocasionó alarma alguna en la capital azteca, ni siquiera sorpresa; sus moradores estaban acostumbrados a la continua presencia de soldados del poderoso ejército tecpaneca. Ingenuamente, una buena parte del pueblo pensó que los recién llegados constituían una delegación enviada por Maxtla, que portaba una felicitación al gobierno tenochca con motivo del venturoso acontecimiento que todos celebraban.

Cruzando los canales de la ciudad y marchando a través de sus congestionadas calles, los tecpanecas llegaron ante el edificio donde se encontraba Chimalpopoca, que en unión de los principales personajes del Reino, estaba por concluir un banquete. Mientras el resto de los guerreros permanecían aguardando en la calle, el capitán que los conducía, con algunos de sus mejores arqueros, penetró al interior del edificio y anunció sus deseos de transmitir al rey tenochca un mensaje del mandatario de Azcapotzalco.

Al enterarse de la presencia de los enviados de Maxtla, Chimalpopoca ordenó que fuesen conducidos a un salón cercano, en el cual se celebraban las audiencias públicas. Al terminar de comer, el monarca azteca, acompañado únicamente de un ayudante, se dirigió al encuentro de los tecpanecas. Mientras se aproximaba al salón de audiencias, Chimalpopoca recordó las advertencias de Moctezuma y un funesto presentimiento cruzó por su espíritu, pero lo desechó al instante, pensando que era imposible que un pequeño puñado de soldados, rodeados como se encontraban de todo el pueblo azteca, se atreviera a perpetrar una agresión en su contra.

En cuanto el capitán tecpaneca vio aproximarse a Chimalpopoca ordenó a sus guerreros disponer los arcos para el ataque. La actitud que asumían ante su presencia los soldados de Azcapotzalco hizo comprender a Chimalpopoca la suerte que le esperaba. Reflexionando con la celeridad que alcanza la mente en los momentos de peligro, el monarca sopesó las probabilidades que tendría de sobrevivir si dando media vuelta emprendía una veloz huida; pero desechó enseguida tal pensamiento ante la sola idea de recibir las flechas por la espalda y morir de forma tan ignominiosa.

Asumiendo una actitud a la vez digna y despectiva, Chimalpopoca aguardó erguido frente a sus verdugos el fin de su destino. El capitán tecpaneca dio una nueva orden y las flechas salieron disparadas de los arcos de los soldados. El ayudante de Chimalpopoca profirió un alarido y trató de cubrir con su cuerpo el del rey azteca, lo que logró sólo parcialmente, pues recibió la mayor parte de los proyectiles desplomándose en medio de terribles gemidos, mientras que Chimalpopoca permanecía en pie, al parecer insensible a las heridas de los dardos que atravesaban sus brazos. Una segunda andanada de flechas dio de lleno en el cuerpo del monarca, haciéndole caer por tierra, siempre en silencio.

Los gritos del ayudante de Chimalpopoca atrajeron la curiosidad de varios sirvientes, que al entrar en la habitación y contemplar horrorizados lo ocurrido, salieron corriendo en todas direcciones, dando grandes voces de alarma.

Actuando con una sorprendente serenidad y sangre fría, los tecpanecas salieron del edificio con toda calma, cruzándose a su paso con innumerables personas que acudían presurosas y desconcertadas a tratar de averiguar lo que pasaba. Ya en el exterior, el capitán y los arqueros se unieron a sus compañeros y huyeron hacia el lugar donde dejaran sus canoas.

En el edificio que albergaba al gobierno tenochca se creó una pavorosa confusión; los esfuerzos de aquéllos que trataban de restablecer el orden e iniciar la persecución de los tecpanecas resultaban inútiles, pues se veían entorpecidos por los centenares de personas que sin cesar acudían al edificio y, que no pudiendo dar crédito a lo que escuchaban, deseaban corroborar por sus propios ojos la muerte de Chimalpopoca. Una vez cumplido su propósito, trataban de lanzarse a la calle en persecución de los asesinos, pero se veían a su vez obstaculizados por los nuevos recién llegados, cuyo número siempre creciente nulificaba tocios los intentos de una acción coordinada.

Los soldados tecpanecas se encontraban ya sobre sus lanchas, cuando comenzaron a escucharse gritos airados en su contra y algunas flechas cruzaron los aires para luego caer en el agua sin lograr alcanzarlos.

Siempre en medio del más completo desorden, varios grupos de enfurecidos aztecas, muchos de ellos aún sin armas, abordaron canoas y se lanzaron en persecución de los tecpanecas. Aquéllos que lograron darles alcance fueron recibidos por certeras andanadas de flechas, que les ocasionaron varias bajas. Poco después, al caer la noche, fue imposible cualquier acción efectiva de persecución.

Maxtla podía sentirse orgulloso de la eficacia de sus guerreros, un centenar de los cuales había dado muerte al rey azteca en medio de su pueblo, sin que ninguno de ellos hubiese sufrido el más leve rasguño.

Capítulo III
LA REBELIÓN JUVENIL

Acompañado de dos jóvenes tenochcas Moctezuma recorría, con presuroso andar, el último trecho del camino central que comunicaba a la ciudad de Chololan con las riberas del lago que albergaba la capital azteca.

Los cansados caminantes se encontraban ya próximos al inmenso espejo de agua, cuando se cruzaron con un grupo de campesinos que vivían en un pequeño poblado situado en las proximidades del lago, quienes los enteraron de los trágicos sucesos ocurridos en Tenochtítlan el día anterior. Sus informantes habían estado presentes en la ciudad durante los festejos organizados para celebrar la designación de Tlacaélel como Portador del Emblema Sagrado, y por lo tanto, habían sido testigos del violento acontecimiento que dio fin a la alegre celebración.

Al escuchar el relato de los hechos, Moctezuma comprendió al instante la trascendencia del daño inferido a todo el pueblo azteca con el asesinato de Chimalpopoca, pues no sólo se le privaba inesperadamente de su legítimo gobernante, sino lo que era mucho más grave, se le hacía objeto de una intolerable humillación que ponía de manifiesto su incapacidad para defenderse del ataque sorpresivo de un insignificante número de agresores. Nada bueno podía esperarse de semejante debilidad, que de seguro impulsaría a Maxtla a exigir de los aztecas condiciones de vasallaje aún más severas que las que habían venido soportando.

Caminando en medio de un opresivo silencio, los jóvenes recorrieron la escasa distancia que les separaba del embarcadero más próximo; al llegar a éste, Moctezuma rompió su silencio para afirmar en tono lacónico:

No retornaré a Tenochtítlan; si el rey fue muerto por nuestros enemigos, ello significa que de seguro antes perecieron defendiéndolo todos los hombres de la ciudad y al no haber ya quien la resguarde, preciso es que alguien vele por ella.

Después de pronunciar estas palabras, colocó una flecha en su arco y adoptó la posición del arquero que espera la próxima aparición del enemigo.

· Sus acompañantes se miraron, sorprendidos ante la inesperada conducta del guerrero; después, temerosos de contradecirle y provocar su cólera, optaron por abordar una canoa. Muy pronto se alejaron remando con todas sus fuerzas, deseosos de llegar a la ciudad antes del anochecer.

En la orilla del lago sólo quedó Moctezuma, esperando la llegada de un adversario al cual hacer frente.

Las palabras pronunciadas por Moctezuma —en las cuales se contenía una clara acusación a todos los hombres de Tenochtítlan por no haber sabido defender a su monarca— se propalaron por toda la ciudad en cuanto llegaron a ésta los acompañantes del guerrero.

Los habitantes de la capital azteca se encontraban aún inmersos en el dolor y la confusión a causa de los infaustos acontecimientos del día anterior, y las lacerantes frases de Moctezuma, repetidas de boca en boca por los cuatro rumbos de la ciudad, produjeron en todos un profundo sentimiento de culpa, que les hizo enrojecer de vergüenza.

Pero aquellas palabras no originaron únicamente pasivos sentimientos de culpa y frustración; en la ciudad hubo una persona que supo recoger el reto contenido en las afirmaciones de Moctezuma a todos los hombres de Tenochtítlan; paradójicamente, no fue un hombre sino una mujer.

Desde tiempo atrás, la casa donde habitaba Citlalmina constituía el eje central de las más variadas actividades, lo mismo se celebraban en ella reuniones conspirativas para urdir planes contra la tiranía tecpaneca, que funcionaban permanentemente una escuela para mujeres de condición humilde y un taller donde se confeccionaban los mejores escudos y armaduras de algodón compacto de la ciudad.

Aquella noche Citlalmina impartía su clase acostumbrada a un numeroso grupo de modestas jovencitas, cuando una muchacha que vivía en las orillas de la ciudad llegó comentando lo que había escuchado sobre las afirmaciones hechas por Moctezuma. Al conocer las palabras mordaces del hermano del hombre a quien amaba, se operó en ella una súbita transformación: con el bello rostro contraído por la ira y poseída por la más viva emoción, se encaramó sobre un montón de escudos de guerra recién terminados y desde aquel improvisado estrado, dirigió a sus alumnas una breve y encendida arenga:

Tiene razón, está en lo justo Moctezuma cuando afirma que ya no hay hombres en Tenochtítlan. Si los hubiera, si de verdad existiesen, hace tiempo que Maxtla y su corte de sanguijuelas habrían dejado de enriquecerse a costa del trabajo de los aztecas. Pero se equivoca el valiente guerrero al creer que la sagrada ciudad de Huitzilopóchtli no tiene ya quien la proteja, quien cuide de ella. Las mujeres sabremos defender a nuestros dioses, a nuestras casas y a nuestros cultivos, tomemos las armas de las manos de aquéllos que no han sabido utilizarlas y vayamos con Moctezuma, a organizar de inmediato la defensa de la ciudad.

Citlalmina poseía un magnetismo irresistible que le permitía impulsar a los demás a llevar a cabo acciones que hubieran sido consideradas comúnmente como descabelladas. La pretensión de que fuesen las mujeres quienes se erigieran en defensoras de la ciudad, adoptando con ello una postura de franca rebeldía ante el poderío tecpaneca, resultaba a todas luces la más disparatada de las proposiciones, sin embargo, en cuanto la joven terminó de hablar, todas sus discípulas se comprometieron a secundarla en sus propósitos. Después de darse cita en la explanada frente al Templo Mayor, las jóvenes se dispersaron con objeto de abastecerse en sus casas del armamento necesario y de invitar a sus familiares y amigas a colaborar en aquel naciente movimiento de juvenil insurgencia femenina.

Muy pronto la actitud de las jóvenes tenochcas produjo las más variadas reacciones en toda la ciudad. Aun cuando en muchas casas los padres lograron oponerse a los propósitos de sus hijas —utilizando incluso la violencia—, la conducta adoptada por las mujeres desencadenó de inmediato una reacción de los hombres jóvenes que habitaban la capital, los cuales se lanzaron a las calles y, reunidos en grupos cada vez más numerosos, discutieron acaloradamente, bajo la luz de las antorchas, los recientes sucesos. Los improvisados oradores expresaban los sentimientos que los dominaban planteando preguntas, procedimiento muy generalizado en la oratoria náhuatl:

¿Qué es esto que contemplan nuestros ojos? ¿Hasta dónde ha llegado la degradación de los tenochcas? ¿Vamos a permitir que sean las mujeres las que tengan que encargarse de la defensa de la ciudad, mientras nosotros preparamos la comida y cuidamos a los niños? ¿Somos acaso tan cobardes que tendremos que vivir temblando, escondidos bajo las faldas de nuestras hermanas:

Cada vez más enardecidos por las preguntas hirientes que sobre su propia conducta se formulaban, los diferentes grupos de jóvenes fueron coincidiendo en una misma conclusión: era necesario armarse y acudir ante Moctezuma para organizar de inmediato, bajo su dirección, la adecuada defensa de la ciudad. Al igual que sus hermanas, los varones se dieron cita en la Plaza Mayor, que se iba poblando rápidamente de jóvenes de ambos sexos, armados de un heterogéneo arsenal y poseídos de un belicoso e incontenible entusiasmo. Sus cantos de guerra, incesantemente repetidos, parecían cimbrar a la ciudad entera.

Los integrantes del Consejo del Reino —organismo de facultades vagas e indeterminadas, pero al fin y al cabo la única autoridad importante que existía en esos momentos a causa del reciente asesinato del monarca— no podían permanecer inactivos ante los desbordados cauces de la actuación juvenil. Presionados por los acontecimientos, sus miembros se reunieron apresuradamente y comenzaron a deliberar.

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