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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (28 page)

Mientras los altos funcionarios imperiales se alejaban del edificio de la Orden y Tlecatzin recuperaba sus perdidas facultades de voz y movimiento, en el aire continuaba vibrando, con rítmico y estremecedor acento, el antaño secreto nombre de la región donde tantas veces habían florecido prodigiosas culturas:

¡ Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!

La respuesta de la nueva generación de Caballeros Tigres a la amenaza planteada por los ambiciosos mercaderes no se concretó tan sólo a repetir con ferviente entusiasmo el milenario vocablo. Al poco rato de que Axayácatl y sus acompañantes retornaron a palacio, fueron informados de que una comisión integrada por varios de los recién designados Caballeros Tigres solicitaba una entrevista.

La comisión era presidida por Ahuízotl, el cual expuso ante el monarca un plan de acción para la total destrucción de los conjurados. En cumplimiento de la promesa formulada por Tlacaélel a los jóvenes, Axayácatl no modificó en nada lo acordado por los noveles Caballeros Tigres, sino que se concretó a girar las instrucciones necesarias para que se diese un exacto cumplimiento al proyecto por ellos elaborado.

Un aguacero pertinaz se abatió sobre la capital azteca durante buena parte de, aquella tarde y aún no daba trazas de concluir al principiar la noche. La mayoría de los habitantes de la Gran Tenochtítlan, cansados por la celebración de los animados y recién finalizados festejos, había procurado recluirse desde temprana hora en sus casas, por lo que muy pronto la ciudad adquirió un desusado ambiente de apacible quietud. Nada permitía presagiar los agitados sucesos que habrían de desarrollarse durante aquella noche.

Un rumor apagado e insistente, semejante al que producen las olas pequeñas al chocar contra la playa, avanzaba por las húmedas calles de la ciudad en dirección a la gran plaza central. Sin proferir palabra alguna y procurando hacer el menor ruido posible, las tropas al mando de Moquíhuix se aproximaban cada vez más a su objetivo.

Repentinamente, proviniendo de lo alto del Templo Mayor, se dejó escuchar el penetrante y poderoso sonido de un caracol marino. Al instante, como si se tratase de multiplicados ecos de aquellas mismas notas, incontables caracoles resonaron desde diferentes lugares cercanos a la plaza. Sin que nadie lo hubiese ordenado, las tropas que comandaba Moquíhuix detuvieron su avance; sin embargo, el rumor que poblaba las calles no desapareció en ningún momento, sino al contrario, pareció alcanzar de improviso una redoblada intensidad, y es que no eran ahora estas tropas las que lo producían: eran los incontables batallones que por doquier surgían cerrando toda posibilidad de escape a sus contrarios.

Ante lo que ocurría, Moquíhuix comprendió de inmediato que la conspiración había sido descubierta por las autoridades y que éstas les habían tendido una trampa de la que difícilmente escaparían, sin embargo, conociendo lo que les esperaba si eran hechos prisioneros, dio la orden de ataque a sus tropas, indicándoles que intentasen romper el cerco avanzando hacia el canal más próximo al lugar donde se encontraban.

Se inició un combate frenético y despiadado. Impulsados por la convicción de que no tenían ya nada que perder, los contingentes comandados por Moquíhuix luchaban con feroz desesperación. Conocedoras de su superioridad numérica y del lógico final que habría de tener aquel encuentro, las tropas leales al gobierno combatían con serena y firme determinación. La cerrada obscuridad de la noche y el estrecho espacio donde se libraba el combate impedían cualquier acción de rescate de los heridos, el que caía perecía aplastado por la compacta masa de guerreros trabados en implacable lucha.

La innegable destreza en el manejo de las armas que poseía Moquíhuix causaba estragos en las filas de sus enemigos, pero ello no impedía que estos continuasen su inexorable avance, limitando cada vez más el cerco que contenía a las tropas rebeldes. Ahuízotl y Tízoc habían avistado ya al desleal comandante e intentaban llegar hasta él con la evidente intención de lograr su captura. Ambos hermanos luchaban coordinada y eficazmente, apoyándose uno al otro en sus avances y movimientos y aniquilando a todo aquel que se interponía en su camino.

Varias de las casas contiguas a las calles donde se libraba el combate estaban también convertidas en campo de batalla. Guerreros de ambos bandos habían penetrado en ellas para proseguir la contienda ante las asustadas miradas de sus moradores. Comprendiendo que su captura era ya inminente, Moquíhuix se introdujo en la casa más próxima y sin pérdida de tiempo ascendió hasta la azotea de la construcción, seguido por varios de sus partidarios y por incontables rivales que a toda costa trataban de darle alcance.

Saltando por entre las azoteas, Moquíhuix y una veintena de soldados consiguieron burlar a sus perseguidores y escapar del teatro de la lucha. Atravesando a nado los múltiples canales que cruzaban la ciudad y teniendo a su favor la protección que les brindaba la noche, los fugitivos lograron llegar hasta el Templo de Tlatelolco, donde les aguardaban el resto de los conjurados.

Los comerciantes y sacerdotes implicados en la conspiración, habían permanecido en el interior del templo esperando impacientes el aviso de Moquíhuix de que había logrado adueñarse de los más importantes edificios de gobierno y dado muerte a las principales autoridades. Al conocer el fracaso sufrido por los militares que les eran adictos, la más profunda consternación invadió a los conjurados, pues éstos comprendieron de inmediato que estaban irremisiblemente perdidos y que no tardarían en verse rodeados por innumerables contingentes de tropas leales.

Y en efecto, después de obtener la más contundente victoria en el nocturno combate, los noveles Caballeros Tigres que dirigían la operación habían procedido a reagrupar sus tropas e iniciado un rápido avance en dirección al barrio de Tlatelolco.

Tras de cruzar buena parte de la ciudad —cuyas calles todavía en tinieblas comenzaban a verse invadidas de personas deseosas de averiguar lo que estaba ocurriendo— las largas columnas de guerreros llegaron hasta la gran plaza central de Tlatelolco. Uno de los contingentes avanzó hasta el Templo siendo recibido por una cerrada lluvia de flechas, lanzadas desde lo alto por los mercaderes y sacerdotes rebeldes, que comandados por Moquíhuix y Teconal, intentaban presentar una última y desesperada defensa.

Las tropas rodearon la elevada pirámide e iniciaron su ascenso por diferentes lugares. Poseídos de una especie de frenético afán suicida, sacerdotes y mercaderes se arrojaron contra los guerreros intentando arrastrarlos en su caída. Algunos lo lograron y perecieron aferrados a sus rivales. Otros fueron acribillados a flechazos o cayeron con el cráneo hundido a golpes de macuahuitl. Moquíhuix y Teconal se lanzaron al vacío desde lo alto del Templo y encontraron la muerte al estrellarse contra los costados del edificio.

Al mismo tiempo que daba comienzo el asalto al Templo, un pequeño destacamento al mando de Tlecatlin se posesionaba del Palacio de Gobierno en Tlatelolco, iniciaba la búsqueda de Citlalmina por entre las numerosas habitaciones de la lujosa construcción.

Durante su alocución a los recién designados Caballeros Tigres, Tlacaélel se había limitado a poner de relieve la participación de Citlalmina en el descubrimiento de la conspiración, pero no había hecho mención alguna sobre la certeza que tenía acerca del fallecimiento de la heroína azteca. Así pues, estimando que Citlalmina corría un grave peligro al encontrarse aún en la guarida de los conspiradores, Tlccatzin había solicitado a los jóvenes guerreros que dirigían la operación le autorizasen a intentar rescatarla de entre las manos de sus posibles captores. Los Caballeros Tigres habían acordado gustosos la solicitud de su antiguo Director, proporcionándole un contingente de tropas para el desempeño de su misión.

El Palacio de Gobierno de Tlatelolco —residencia oficial de Moquíhuix— estaba del todo desierto y abandonado. La servidumbre había huido atemorizada ante la llegada de las tropas y al parecer no quedaba nadie en el inmenso edificio. Repentinamente, al penetrar a una de las habitaciones, Tlecatzin se encontró ante un inesperado espectáculo: recostada sobre una estera y luciendo un sencillo atuendo yacía la inerte figura de Citlalmina.

La tranquila serenidad que parecía emanar de Citlalmina, así como la natural viveza que animaba sus facciones, hicieron creer al guerrero, durante un primer momento, que ésta se encontraba tan sólo sumida en un profundo sueño. Al comprender la realidad de la situación, Tlecatzin se arrodilló ante el cadáver para besar respetuoso las manos de su madre adoptiva.

Nada en el exterior de Citlalmina permitía adivinar la causa de su muerte ni daba base para suponer que ésta hubiese sido violenta. No sólo no presentaba ninguna clase de herida o contusión, sino que incluso su físico parecía haber sufrido una inexplicable y favorable transmutación. Su rostro lucía rejuvenecido, revelando algunos rasgos de su otrora asombrosa belleza, y una especie de poderosa energía parecía fluir de todo su ser, impregnando el ambiente de paz y fortaleza. Tlecatzin envió mensajeros a informar a Tlacaélel y al Emperador del funesto suceso, mientras él y algunos de sus guerreros permanecían en silenciosa guardia al lado de Citlalmina.

Los resplandores de las llamas que incendiaban la cúspide de la pirámide de Tlatelolco se unieron muy pronto a las primeras luces del amanecer. La rebelión de los mercaderes había sido sofocada.

Capítulo XVIII
A UN PASO DEL SOL

La noticia de los sucesos ocurridos durante la agitada noche en que tuviera lugar la frustrada rebelión de los mercaderes se extendió con increíble rapidez por todos los rumbos de la capital azteca. Aún no amanecía del todo, cuando ya enormes multitudes —impulsadas no sólo por un febril afán de información acerca de lo que estaba sucediendo, sino deseosas de tomar parte activa en los acontecimientos— recorrían las calles de la imperial metrópoli. Al enterarse de la fracasada intentona de insurrección realizada por Moquíhuix y los mercaderes, un sentimiento de ira y estupor se dejó sentir entre todos los integrantes de la población tenochca; sin embargo, muy pronto el asunto de la sofocada revuelta pasó a segundo término —e incluso quedó del todo olvidado— al difundirse la noticia de la muerte de Citlalmina.

Aun cuando el respeto rayano en veneración que el pueblo azteca profesara antaño a Citlalmina se había transformado en los últimos tiempos en una desdeñosa indiferencia, aquella mañana, al darse a conocer —por labios de los nuevos Caballeros Tigres— los hasta entonces ocultos motivos que habían movido a Citlalmina a tramar su proyectado matrimonio con Teconal, y conjuntamente, propalarse la noticia de su fallecimiento, una especie de telúrico estremecimiento sacudió la conciencia del pueblo azteca. Arrepentimiento y dolor, tristeza y vergüenza, admiración y nostalgia, se entremezclaron al unísono en el alma de los tenochcas. La exacta valoración de lo que la figura de Citlalmina representaba en el nacimiento y desarrollo del Imperio, se hacía ahora patente ante los ojos de todos.

Como obedeciendo a un mismo e irresistible impulso, los habitantes de la Gran Tenochtítlan comenzaron a dirigirse en largas filas de silenciosos dolientes hacia la Plaza de Tlatelolco, en uno de cuyos costados se encontraba el edificio de gobierno donde yacía el cadáver de Citlalmina. Mujeres y niños de todas las edades, de cuyos ojos brotaban raudales de lágrimas, avanzaban con pausado andar portando entre sus brazos enormes ramos de flores de las más variadas especies. Muy pronto, la segunda gran plaza de la capital azteca empezó a resultar del todo insuficiente para dar cabida al siempre creciente mar humano que iba llenando hasta los últimos resquicios de la enorme explanada.

Mientras la población se agolpaba en torno al lugar donde se encontraba el cadáver de Citlalmina, Axayácatl ordenaba desde su palacio se tributasen a la recién fallecida heroína los mismos honores que se rendían a los generales aztecas que perecían en combate. En cumplimiento a lo dispuesto por el Emperador, un batallón de tropas selectas se encaminó a toda prisa a Tlatelolco con instrucciones de ponerse bajo el mando de Tlecatzin y trasladar de inmediato el cuerpo de Citlalmina hasta el Templo Mayor de la ciudad. La resolución de Axayácatl obedecía a un sincero deseo de rendir a la difunta el máximo homenaje que a su juicio resultaba posible; sin embargo, en esta ocasión, las órdenes imperiales no iban a ser acatadas.

A través de su activa existencia, Citlalmina había demostrado en incontables ocasiones que el pueblo no necesita estar aguardando a que sean siempre las autoridades las que vengan a resolver todos sus problemas, sino que puede muy bien organizarse para llevar a cabo sus propios propósitos. La muerte de la heroína azteca daría lugar a una nueva manifestación de esta forma de proceder: mucho antes de que los enviados de Axayácatl llegasen a Tlatelolco portando las órdenes del monarca sobre la forma de celebrar las honras fúnebres, el pueblo había comenzado ya, por su propia cuenta, a organizar los funerales.

Construida por manos anónimas, una sencilla plataforma de madera adornada con flores fue introducida hasta el lugar donde se encontraba el cuerpo de Citlalmina. Junto con la plataforma irrumpió en el edificio una multitud respetuosa, pero decidida a sacar cuanto antes el cadáver de la heroína para dar comienzo a un público homenaje. Tlecatzin no tenía aún conocimiento de las disposiciones acordadas por el Emperador, y al constatar la firme determinación popular de rendir un último y espontáneo tributo a Citlalmina, vio en ello el más apropiado de todos los homenajes. Así pues, ordenó a las tropas bajo su mando que diesen por terminada la guardia que habían venido manteniendo junto al cadáver, y con sus propios brazos, depositó el cuerpo de su madre adoptiva en la rústica plataforma tapizada de flores. Estimando que en los funerales de Citlalmina saldría sobrando cualquier ostentación de pretendida superioridad, Tlecatzin se despojó de sus insignias de Caballero Águila y marchó como un doliente más en seguimiento de la plataforma en que era conducido el cadáver. Los jóvenes Caballeros Tigres, que al frente de sus fatigados y victoriosos guerreros permanecían aún en los recién conquistados edificios que bordeaban la plaza de Tlatelolco, al observar la conducta asumida por su respetado Director procedieron a imitarla, y guardando sus flamantes insignias, se entremezclaron con la dolorida multitud que lentamente comenzaba a desplazarse hacia el centro de la ciudad.

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