Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
—Fozzy.
—Sí, chaval.
—No me queda más remedio que ir a Harvard. No puedo dejarlos solos. No quiero hacerlo.
Una pausa. Jimbo se movió.
—Y hay algo más, Fozzy: tengo miedo de lo que vayan a hacer.
Una pausa. Jimbo salió de la sombra.
—Son capaces de cualquier cosa, Fozzy. Me espero lo peor. Seguramente necesitarán un poco de tiempo para concertarse, decidir lo que van a hacer, pero, ¿y después, Fozzy?
Mientras caminaba, Jimbo dejaba arrastrar sus grandes manos por las consolas del megaordenador.
—Voy a intentar vigilarlos, Fozzy, intentarlo sólo. Son, verdad, endiabladamente listos.
Jimbo apagó sucesivamente varías luces de neón. Las luces parpadeantes de Fozzy adquirieron un relieve nuevo.
—¿Me quieres, Fozzy?
—Sí, chaval: con locura.
Jimbo movió la cabeza.
—Buenas noches, Fozzy.
—
¡Ciao!
—respondió Fozzy.
—No estoy de acuerdo —dijo Martha Oesterlé—. En absoluto. Al reunir a esos chicos y chicas supuestamente superdotados, al financiar sus estudios, por extravagantes que sean, ¡y Dios sabe hasta qué punto lo son!, al ofrecerles los mejores profesores existentes en los Estados Unidos, al alquilar a precio de oro un edificio entero en el
campus
de Harvard, al mandar instalar en él todos los laboratorios posibles, incluido un centro informático equipado con un terminal de ordenador del que existen pocos equivalentes, la Fundación Killian ha hecho muchísimo: más de lo razonable.
A su derecha, cerca de ella, Fitzroy Jenkins asintió enérgicamente. Parecía decir: «Yo no habría podido decirlo mejor». Martha Oesterlé no le prestó la menor atención. Sostuvo la penetrante mirada de Melanie. Miró sucesivamente a Doug Mackenzie, después a Ann y luego a Jimbo. Miró de arriba abajo a Jimbo con desdén. Soltó algo así como un resoplidito de cólera y desprecio. Prosiguió:
—Pero esto ya es demasiado. Junto con Doug Mackenzie, soy Vicepresidenta Ejecutiva de
Killian Incorporated.
Por esa razón, tengo responsabilidades. Estoy encargada en particular de las nuevas actividades dentro de la sociedad. Así, me encargué personalmente, hace más de doce años, de la instalación del ordenador de Colorado Springs. Fue idea mía; hice de él el más potente y más perfeccionado de los ordenadores existentes. Procuré rentabilizar la enorme inversión que representaba y lo conseguí: todos vosotros sois testigos de ello. Yo estaba en contra de la operación «Cazador de Genios», desde el principio; no me hicieron caso. Yo estaba en contra del nombramiento del Sr. Farrar para la dirección del servicio informático, por razones que no se referían a su competencia técnica, que es indiscutible. Tampoco me hicieron caso y ahora, mira por dónde, se plantea la cuestión de que el Sr. Farrar abandone su puesto con el exclusivo fin de venir a instalarse aquí, en la costa oriental, para enseñar informática a esos chiquillos. No estoy de acuerdo.
Silencio.
Por fin Melanie dijo:
—¿Doug?
Mackenzie movió la cabeza, apretó los labios con obstinación, con una mímica que significaba muy claramente: «¡Oh, no! Yo, desde luego, no quiero saber nada con eso, bastantes problemas propios tengo y no voy a ser tan chalado como para oponerme directamente a Oesterlé, que es un auténtico coñazo y, a fin de cuentas, usted es la jefa.»
Silencio.
Ann miraba ávidamente a Jimbo, emocionada y preocupada por su palidez. Él estaba al punto de desmayarse, tan sólo de pensar que pudieran separarlo de los Siete.
—Jimbo —dijo Melanie—, Martha está en lo cierto.
Una pausa.
—¿Cree usted estar en condiciones de llevar a buen término las dos empresas, seguir dirigiendo su servicio y dar clases a esos niños?
Jimbo asintió. «Dios mío», pensó Ann. «¿Es que no se dan cuenta de lo que están haciéndole?»
—Pues zanjaré yo la cuestión —dijo Melanie—. Hasta nueva orden, el Sr. Farrar irá y vendrá todas las semanas: dos días aquí y el resto del tiempo en Colorado.
Martha Oesterlé, furiosa, salió de la habitación, fielmente seguida por Fitzroy Jenkins, pez eléctrico.
Melanie dirigió la mirada a Ann. Su sonrisa decía:
«¿Verdad que es lo que querías que yo hiciera, Ann?»
Ann bajó la cabeza, con un nudo en la garganta. Tuvo que contenerse para no abrazar a Melanie y estrecharla tiernamente. «Gracias, Melanie. Gracias por haber entendido».
Ann se alegraba por Jimbo. Sin embargo, una trampa acababa de cerrarse sobre todos ellos.
En Harvard, la Fundación Killian había cumplido de todo punto sus compromisos. Había instalado a los Jóvenes Genios en un hermosísimo edificio de ladrillo cubierto de hiedra, que no tenía los tres siglos y medio de la universidad misma, pero, aun así, databa de 1800 y pico. Árboles y céspedes soberbios rodeaban un número impresionante de museos y facultades. Por sí sola, la Widener Library contenía tres millones de volúmenes y otras bibliotecas lindaban con ella. Y el
Massachussets Institute of Technology
quedaba a sólo dos o tres kilómetros.
La Fundación, en la persona de Oesterlé, había respetado idénticos criterios de calidad para la elección de los profesores: los mejores, incluido un antiguo Secretario de Estado, a quien se encargó impartir cursos de Economía Política, una hora a la semana, y, para la enseñanza de la Historia, se recurrió a un viejo y encantador Emerson Thwaites, especializado en el Renacimiento, entre otras cosas, y que era, por pura casualidad, viudo de la madre de Jimbo Farrar y, por tanto, antiguo padrastro de éste.
Así llegó el momento de que entrara en la historia.
Preguntó a Ann:
—¿Y cómo se las arregla usted para adaptarse a sus dos metros cuatro?
—Hago varios viajes —respondió Ann.
Thwhites tenía sesenta y cuatro años. Era rollizo, rechoncho, regordete…
—Todo lo que usted quiera, salvo barrigudo. No soy barrigudo. Por lo demás, mírelo usted misma…
Se puso de perfil para que Ann pudiera juzgar al respecto. Tenía exactamente la silueta de Hitshcock al levantarse de la mesa.
—Llenito —dijo Ann—: indiscutiblemente.
Se sonrieron. Había nacido una amistad entre ellos y ya iba creciendo. Emerson Thwaites vivía en Boston, en los alrededores de Mont Vernon, en Marlborough Street. Ocupaba solo una gran casa de ladrillos rojos, muy bella, con tres plantas, además de una buhardilla y un sótano.
—Verdaderamente solo, Ann. ¿Puedo llamarla Ann? Algo así como un dragón con manos de estrangulador viene a arreglármela, pero la he amenazado de muerte, si tocaba mis soldaditos de plomo, que, por cierto, no son de plomo. Tengo una colección magnífica y mido mis palabras. ¿Quiere verla, junto con la casa?
Ann aceptó. Emprendieron la visita.
—Ann, he sabido por esa señora Oesterlé que Jimbo se encontraba en Harvard y que íbamos a ser colegas, él y yo, en esa operación estrambótica encaminada a hacer de esos supuestos Jóvenes Genios unos genios adultos. ¡Qué sorpresa! ¿Sabe usted cuánto hace que no he vuelto a ver a mi ex hijastro? Unos dieciocho años. Si exceptuamos los breves instantes en que se inhumó a mi mujer, su madre. Ni siquiera cambiamos tres palabras entonces. Ni siquiera sabía yo que se hubiese casado.
Los soldados, de infantería y caballería, con uniformes de colores, ocupaban toda la tercera planta.
—Me he especializado en los soldados de Francia, Gran Bretaña y Prusia, esencialmente entre 1650 y 1800, con predilección por la época de la Guerra de las Puntillas. ¿Tiene usted hijos?
—Un niño y una niña.
—La señora Oesterlé me ha dicho dónde podía ponerme en contacto con Jimbo. He llamado y me he encontrado con usted, ¡Dios sea loado! Al parecer, Jimbo le ha hablado de mí.
—Muy poco.
—¿Va a venir usted a vivir en Boston, Ann?
—No —dijo ella, porque Jimbo pasaría gran parte de la semana y, en particular, los fines de semana, en Colorado, en su casa de Manitou Springs, pero alguna vez lo acompañaría. Al fin y al cabo, había estudiado en Radcliffe, a dos pasos de allí.
El hombrecito de pelo muy blanco y piel muy rosada observó a Ann.
—¿Le ha contado lo que ocurrió entre nosotros, Ann?
La verdad era que no.
Volvieron a uno de los salones de abajo, donde él mismo sirvió el té. Después se sentó frente a ella, en un sillón de orejas que debía ser por lo menos centenario.
—Yo lo conocí de niño, cuando él tenía apenas diez años. Y usted, ¿cuándo lo conoció por primera vez?
—Teníamos quince años él y trece yo.
Thwaites tomó un sorbo de té.
—Ya se había calmado. El niño que conocí, antes de casarme con su madre, no había conseguido aún dominar o borrar, ignoro cuál es la explicación correcta, la increíble violencia que llevaba dentro. Usted lo conoció calmado, diferente. Cuando Mary y yo nos casamos, nos pareció evidente que Jimbo debía venir a vivir con nosotros, en esta casa en la que nos encontramos. Yo estaba dispuesto…
Vaciló.
—… a ofrecerle todo el afecto de que soy capaz. Fue un fracaso, total. Una noche, tuvimos una disputa, él y yo. Nos enfrentamos sobre un detalle histórico, ¿puede usted creerlo? Él acababa de leer
Decadencia y caída del imperio Romano
de Gibbon, ¡y ni siquiera tenía doce años! ¡Dése cuenta! Había compuesto una teoría sobre la conversión del emperador Constantino al cristianismo. Yo reaccioné como el peor imbécil: me burlé de él y de su teoría. Aquella misma noche, destrozó decenas de mis soldaditos de colección y huyó. La policía no lo encontró hasta dos semanas después, en la frontera con México, a miles de kilómetros de aquí, sin dinero. De vuelta en casa, se negó obstinadamente a dirigirme la palabra, hiciera yo lo que hiciese o dijera lo que dijese, y la verdad es que yo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para obtener su afecto. Se comportó como si yo hubiera dejado de existir. ¿Puede usted creerme?
—Sí.
—Tenía aún a su abuelo en Denver, en aquella época. No tuvimos otra solución, Mary y yo, que dejarlo marcharse allí. Pasaron tres años y después volví a verlo. Me quedé estupefacto: el cambio era en verdad extraordinario; ya no era en absoluto el mismo muchacho. Había crecido enormemente, desde luego, pero la mutación esencial consistía en otra cosa: su increíble altanería, su permanente agresividad, su rechazo total del menor consejo, de la menor manifestación de autoridad, habían desaparecido. En su lugar, descubrí un adolescente suave y apacible, cortés, de un humor tan estable, que casi resultaba embarazoso. ¿Era así cuando lo conoció usted?
Ella asintió.
—¿Y no ha cambiado desde entonces?
Ella sonrió.
—No.
Silencio.
—Y fíjese en lo más asombroso —prosiguió Thwaites—. Pese a los muchos años transcurridos, sigo sintiendo afecto por él. Nada hay en el mundo que yo desee más que unas relaciones… no diría de padre a hijo, sino simplemente amistosas.
Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos.
—Es que me siento verdaderamente muy solo.
Aquella noche, Ann propuso a Jimbo que fueran a cenar a casa de Emerson Thwaites.
No hubo respuesta. En el cuarto de baño, estaba intentando en vano hacerse el nudo de la corbata. En su vida había conseguido hacerse correctamente el nudo de la corbata.
Ella se le acercó y le quitó la carta de las manos.
—Me has oído perfectamente.
Los ojos azules le sonrieron en el espejo.
—Pues claro que sí —dijo él.
—¿Que sí de qué?
—¿Que sería buena idea ir a casa de Emerson Thwaites: para cenar.
A veces Ann llegaba a exasperarse.
—¡
Por favor
, Jimbo! No digas «claro que sí», como si fuera la cosa más natural del mundo ir a cenar a casa de tu ex padrastro, ¡al que no has querido volver a ver durante dieciocho años!
Le hizo el nudo de la corbata. Él le sonreía, con los ojos llenos de inocencia y humor. Las palabras de Thwaites:
«Ann, usted lo conoció ya calmado, diferente, sin aquella increíble violencia que llevaba dentro…»
Una violencia dominada, agazapada en el fondo de Jimbo…
… O borrada por siempre jamás.
«Ann, yo no se cuál es la explicación correcta»
, había dicho también Thwaites.
«Y yo tampoco lo sé», pensó Ann.
Las manazas de Jimbo subieron hacia su cuello y rodearon su rostro, muy tiernamente.
«Y, naturalmente, como siempre, adivina lo que pienso.»
—He cambiado, Ann: totalmente —dijo con dulzura Jimbo.
Le besó la frente, los párpados y bajó hacia sus labios. Precisó:
—Me refiero a Emerson Thwaites, desde luego.
Fueron a pasar la velada en la antigua casa de ladrillos rojos de Marlborough Street y la cena fue un absoluto éxito.
—He reflexionado sobre la conversión del emperador Constantino —dijo Jimbo—. Tenía usted razón a propósito de Lactancio: era un fantasmón.
—Un demagogo —dijo Thwaites—, un aventurero, que anunciaba el acontecimiento con el único fin de obligarlo a producirse. Siempre lo he pensado.
—En el momento, no, yo no —respondió Jimbo—. Yo opinaba más bien lo contrario, como tal vez recuerde usted, pero pensándolo bien…
—
¡Por todos los santos!
—exclamó Ann.
Se rieron los tres, se acabaron su jerez con cuarenta años de edad y pasaron a la mesa, servidos por la Estranguladora. Y Emerson Thwaites les habló de Nicolás Maquiavelo, de los Médicis, del
condottiero
Juan de las Bandas Negras.
Al final de la cena, decidieron que, durante sus estancias en Boston, Jimbo ocuparía en Mount Vernon una habitación del segundo piso.
La misma en la que había dormido de adolescente, antes de su fuga y su regreso a Colorado.
Así se ajustó el mecanismo.
Durante el verano que siguió a la presentación en el Waldorf Astoria, los Siete se mantuvieron en contacto entre sí en secreto, pese a vivir a centenares o incluso miles de kilómetros de distancia.
Lo hicieron, increíblemente, sin que ni Jimbo Farrar ni nadie más se enterara.
Se volvieron a ver en Harvard, en septiembre, alojados en el edificio alquilado por la Fundación y situado en Quincy Street, no lejos de Harvard Yard. No estaban solos: estaban mezclados con los demás Jóvenes Genios. Para reunirse o concertarse, adoptaron las precauciones necesarias, y la propia hipótesis de que pudiesen sorprenderlos —y, por tanto, identificarlos como los Siete— era absurda.