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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (11 page)

CEn aquellos días se mostró muy activa la batería que nos enfilaba de flanco. Más o menos a intervalos de hora disparaba por sorpresa una única salva, que con su metralla barría la trinchera. Durante los seis días del 3 al 8 de febrero nos causó tres muertos, tres heridos graves y cuatro heridos leves. Aquella boca de fuego se hallaba emplazada a lo sumo a unos quinientos metros de nosotros, en la pendiente de una loma situada en nuestro flanco izquierdo; a nuestra artillería le resultó imposible, sin embargo, hacerla callar. Por ello intentamos que su eficacia quedase reducida a elementos de trinchera lo más pequeños posible; con este fin aumentamos y elevamos los traveses y con cortinas construidas con paja o pedazos de uniformes tapamos los lugares que podían ser vistos desde lo alto. También reforzamos con vigas de madera o planchas de hormigón los apostaderos de los centinelas. Con todo, la mucha gente que por allí pasaba favorecía el propósito de los ingleses de «cazar» acá y allá a alguien sin que ello les supusiera un dispendio especial de munición.

A comienzos de marzo habíamos dejado ya a nuestras espaldas lo peor. El tiempo se volvió seco y la trinchera estaba limpiamente revestida de madera. Todas la noches me sentaba a mi pequeño escritorio en mi abrigo y me dedicaba a leer, o bien charlaba cuando tenía visita. Contando al capitán de la compañía éramos cuatro los oficiales que allí estábamos; llevábamos una vida de mucha camaradería. Todos los días tomábamos café o cenábamos juntos en el abrigo de uno u otro; a menudo nos bebíamos una o varias botellas de vino, fumábamos y jugábamos a las cartas. A ello se agregaban unas charlas que eran propias de lansquenetes. Cuando las cosas venían bien dadas, había arenques con patatas cocidas sin pelar y manteca de cerdo: una comida sabrosísima. Estas horas agradables compensan en el recuerdo muchas jornadas de sangre, suciedad y trabajo. Pero sólo fueron posibles en este largo período de la guerra de posiciones, durante el cual se estableció entre todos nosotros una sólida convivencia y casi llegamos a adquirir hábitos propios de los tiempos de paz. Lo que principalmente nos enorgullecía era nuestra actividad constructiva; la gente de la retaguardia se entrometía poco en ella. Trabajando sin tregua fuimos construyendo unas junto a otras, en aquel barroso suelo de greda, galerías de hasta treinta escalones de profundidad, y luego las unimos mediante pasillos transversales, de modo que podíamos llegar muy cómodamente desde el ala derecha hasta el ala izquierda de nuestra sección caminando a mucha profundidad por debajo del nivel del suelo. Mi obra predilecta fue un pasillo entre galerías, un pasillo de sesenta pies de largo que llevaba desde mi abrigo hasta el abrigo del capitán de la compañía. A derecha e izquierda de aquel pasillo salían, como de un corredor subterráneo, aposentos que servían para guardar la munición o para habitarlos. Esta instalación resultó muy valiosa durante los combates que vinieron más tarde.

Cuando, después de haber tomado el café mañanero —por entonces llegaba incluso hasta allí delante, de modo regular, el periódico— y recién lavados, nos encontrábamos en la trinchera llevando cada uno en la mano un metro plegable, comparábamos los progresos realizados en nuestros sectores respectivos; la conversación giraba en torno a los marcos de las galerías, los abrigos modélicos, los ritmos de trabajo y temas similares. Un tema preferido de conversación era la construcción de mi «canasta de ropa sucia», un pequeño habitáculo parecido a un camarote para dormir, que, partiendo del citado pasillo subterráneo de comunicación, penetraría en la seca greda; era una especie de madriguera en donde uno habría podido pasar entregado a sus sueños incluso el fin del mundo. Para construir el colchón me había reservado una fina malla de alambre y, para el revestimiento de las paredes, telas especiales de sacos terreros.

El 1 de marzo me hallaba detrás de una lona de tienda de campaña con Ikmann, un hombre de la primera reserva que moriría poco después, cuando hizo explosión junto a nosotros un proyectil. Los cascos de metralla barrieron el espacio que nos rodeaba, pero no nos dieron. Más tarde, revisando aquello, vimos que numerosos fragmentos de hierro de una longitud y un filo espantosos habían cortado la lona. A aquellos artefactos los llamábamos «matracas» o «carcasas», pues lo único que de ellos se oía eran los silbidos producidos por una nube de metralla que de repente nos envolvía.

El 14 de marzo una granada del calibre 150 dio de lleno en el sector que quedaba a nuestra derecha, hirió de gravedad a tres hombres y mató a otros tres. Uno de ellos desapareció sin dejar rastro, otro quedó enteramente calcinado. El día 18 el centinela apostado delante de mi abrigo fue alcanzado por un casco de metralla que le destrozó la mejilla y le arrancó el lóbulo de una oreja. El 19 fue gravemente herido de un tiro en la cabeza el fusilero Schmidt II, que se encontraba en el flanco izquierdo. El 23 falleció a la derecha de mi abrigo, también de un tiro en la cabeza, el fusilero Lohmann. En la noche de ese mismo día un centinela me informó de que junto a la alambrada había una patrulla enemiga. Salí de la trinchera con algunos hombres, pero no pude descubrir nada.

El 7 de abril, en el flanco izquierdo, el fusilero Kramer fue herido en la cabeza por los cascos de una bala de fusil. Esta clase de herida era muy frecuente y se debía a que la munición inglesa se fraccionaba al menor choque. Por la tarde fueron bombardeados durante varias horas, con granadas de grueso calibre, los alrededores de mi abrigo. La claraboya de ventilación quedó hecha añicos; cada vez que estallaba un proyectil, por aquel orificio penetraba volando una granizada de barro seco. Esto no consiguió perturbar, sin embargo, la operación de tomar café, a la que estábamos entregados en aquellos momentos.

Más tarde sostuvimos un duelo con un inglés que era de una temeridad loca. Asomaba la cabeza por encima de una trinchera que estaría situada a lo sumo a cien pasos de la nuestra y desde allí nos rociaba con una serie de disparos muy precisos que se colaban por nuestras aspilleras. Respondí al fuego con algunos de mis hombres, pero muy poco después una bala disparada con todo tino dio en el borde de nuestra aspillera; aquella bala nos llenó de arena los ojos y uno de sus fragmentos me produjo en el cuello una herida insignificante. No cejamos, sin embargo, sino que nos asomábamos, apuntábamos brevemente y volvíamos a desaparecer. Inmediatamente después reventó un proyectil contra el fusil del soldado Storch, que fue herido en el rostro al menos por cinco cascos de metralla; su cara sangraba por varios sitios. El disparo siguiente arrancó un pedazo del borde de nuestra aspillera; otro disparo rompió el espejo con que observábamos, pero tuvimos la satisfacción de que nuestro adversario desapareciese sin dejar rastro después de que algunos de nuestros proyectiles diesen exactamente en la banqueta de barro situada delante de su rostro. Inmediatamente después disparé tres balas de alma de acero contra el escudo protector tras el que aquella furia había aparecido una y otra vez, y lo derribé.

El 9 de abril dos aviones ingleses sobrevolaron repetidas veces a baja altura nuestras posiciones. Toda la guarnición se lanzó fuera de los abrigos y empezó a disparar al aire como si le hubiese dado un ataque de locura. Le dije al alférez Sievers:

—¡Ojalá que no alertemos a la batería del flanco!

Acababa de decirle estas palabras cuando ya teníamos pedazos de acero volando alrededor de nuestras orejas. De un salto nos metimos en la galería más próxima. Sievers se hallaba de pie junto a la entrada; le estaba aconsejando que se metiera más adentro, y ¡zas!, un pedazo de metralla grande como la palma de la mano y todavía humeante cayó en el húmedo barro a sus pies. Como complemento recibimos algunas minas de
shrapnel
, cuyos negros balines se fraccionaban con gran virulencia por encima de nuestras cabezas. A un soldado le hirió en el hombro un pedazo de metralla apenas mayor que la cabeza de un alfiler y que, sin embargo, le produjo unos dolores terribles. En respuesta coloqué a los ingleses en su trinchera unas cuantas «piñas», es decir, unas minas arrojadizas de cinco libras de peso, semejantes por su forma a los sabrosos frutos del mismo nombre. Era un acuerdo tácito de la infantería el limitarse al fusil; a la utilización de materiales explosivos se replicaba lanzando doble cantidad contra quien había hecho uso de ellos primero. Por desgracia, casi siempre nuestro adversario disponía de tal abundancia de proyectiles que era él el que resistía más tiempo.

Para reponernos de estos sustos estuvimos bebiendo en el abrigo de Sievers algunas botellas de vino tinto. Me levantaron tanto la moral, sin que yo me diese cuenta, que volví a mi alojamiento paseando por terreno descubierto, aunque era noche de luna clara. Pronto perdí la orientación y caí dentro de un embudo gigantesco abierto por una mina; desde allí oía cómo los ingleses trabajaban en la cercana trinchera enemiga. Turbé su calma arrojándoles dos granadas de mano y me replegué con toda celeridad hacia nuestra trinchera; al hacerlo, todavía me clavé en la mano la púa colocada hacia arriba de uno de nuestros hermosos cepos. Estos consistían en cuatro afilados pinchos de hierro colocados de tal manera que uno de ellos quedaba siempre en posición vertical. Los colocábamos en los pasillos que la gente empleaba para penetrar furtivamente.

En general hubo durante estos días una actividad muy intensa delante de las alambradas, actividad que no carecía a veces de un cierto humor sangriento. Así, un día ocurrió que un hombre de una de nuestras patrullas fue tiroteado por sus propios camaradas porque era tartamudo y fue incapaz de pronunciar con la rapidez requerida el santo y seña. En otra ocasión un soldado que había estado de fiesta hasta la medianoche en la cocina de Monchy saltó sobre la alambrada y abrió fuego de fusil contra nuestra propia línea. Cuando se le acabó la munición, lo trajimos y a golpes le dejamos el cuerpo morado.

El preludio de la Batalla del Somme

A mediados de abril de 1916 se me ordenó que acudiese a Croisilles, pueblo situado en la retaguardia del frente defendido por nuestra división, para participar en un cursillo de perfeccionamiento; lo iba a dirigir el general Sontag, que mandaba la división. En aquel cursillo nos impartieron enseñanzas teóricas y prácticas de varias materias militares especiales. Muy atractivos fueron, sobre todo, los ejercicios tácticos de caballería. Los dirigía el comandante von Jarotzky, un rechoncho y bajito oficial de Estado Mayor; a menudo se acaloraba mucho cuando estaba de servicio, por lo que le pusimos el nombre de «hornillo automático». También hicimos frecuentes excursiones y visitas a las instalaciones de la retaguardia, que en la mayoría de los casos parecían haber brotado del suelo como por arte de magia. A nosotros, que estábamos habituados a mirar por encima del hombro todo lo que quedase detrás de la primera línea, aquellas visitas nos dieron una idea del inmenso trabajo que se ejecutaba a la espalda de las tropas combatientes. Así, en Boyelles visitamos el matadero, el depósito de víveres y el parque de reparaciones de la artillería; en el bosque de Bourbon, el aserradero y el parque de ingenieros; en Inchy, la vaquería, el criadero de cerdos y el campo de recuperación de desechos de animales; en Quéant, el campo de aviación y la panadería. Los domingos acudíamos a las ciudades de Cambrai, Douai y Valenciennes, que quedaban cerca, «para ver otra vez mujeres con sombrero».

No estaría bien que yo silenciase, en este libro que expone tantas cosas cruentas, una aventura en la que desempeñé un papel bastante cómico. El invierno anterior, mientras nuestro batallón era huésped del rey de Quéant, me tocó hacer por vez primera, en mi calidad de joven oficial, una ronda de inspección de los puestos de vigilancia. A la salida de Quéant me extravié; entré entonces en una casita pequeña y aislada que allí se encontraba para preguntar por el camino que conducía a un pequeño puesto de guardia situado en la estación del ferrocarril. Me encontré con que la única persona que habitaba aquella casita era una muchacha de 16 años llamada Jeanne; su padre había fallecido hacía poco y ahora ella vivía sola allí. Me proporcionó la información que le pedí y luego se rió. Al preguntarle yo el motivo de su risa, dijo:


Vous éter bien jeune, je voudrais avoir votre devenir
.

En razón del espíritu belicoso que en tales palabras se traslucía di entonces a aquella muchacha el nombre de Jeanne d'Arc; durante el período de lucha en las trincheras que a continuación vino me acordé más de una vez de aquella casita solitaria.

Mientras estaba en Croisilles sentí una noche el deseo de hacer una excursión a caballo hasta aquella casita. Hice ensillar, y pronto dejé a mis espaldas el pueblo. Era una noche de mayo que parecía hecha a propósito para un paseo ecuestre como aquél. El trébol formaba gruesos cojines de color rojo oscuro en los prados, que estaban rodeados por setos de majuelos; en las entradas de las aldeas ardían en la oscuridad los gigantescos candelabros de los castaños en flor. Crucé a caballo Bullecourt y Ecoust sin presentir que dos años más tarde, en medio de un paisaje enteramente cambiado, me lanzaría al asalto contra las espantosas ruinas de aquellas aldeas que ahora reposaban tan pacíficas en la noche, entre estanques y colinas. Unos cuantos civiles estaban descargando todavía a aquella hora bombonas de gas en la pequeña estación de ferrocarril que yo había inspeccionado en otro tiempo. Los saludé y luego estuve un rato mirándolos. Pronto apareció ante mí la casita, con su tejado de color rojo salpicado de redondas manchas de musgo. Llamé a los postigos de la ventana, que ya estaban cerrados:


Qui est là?


Bon soir, Jeanne d'Arc!


Ah, bon soir, mon petit officier Gibraltar!

Me recibió con la amabilidad que yo había esperado. Até mi caballo, entré en la casa y compartí su cena: huevos, pan blanco y mantequilla. Esta última estaba colocada, muy apetitosa, sobre una hoja de col. En tales circunstancias uno no se hace de rogar mucho tiempo, sino que se sirve enseguida.

Hasta aquí todo habría marchado muy bien si no hubiera sido porque luego, al salir fuera, un miembro de la policía militar de campaña me enfocó con su linterna de bolsillo y me pidió la documentación. Mi conversación con los civiles, la atención con que había estado mirando las bombonas de gas, mi figura desconocida en aquella región poco guarnecida, todo ello había hecho sospechar que yo realizaba tareas de espionaje. Naturalmente, había olvidado mi cartilla militar y tuve que dejarme conducir ante el rey de Quéant. Este se hallaba todavía sentado, como de costumbre, a la mesa redonda.

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