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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (5 page)

Dado en Sant'Angelo. Roma a 16 de mayo de 1052

Estimado hermano en Cristo:

El mensaje que os hago llegar es de suma importancia y requiere un tratamiento absolutamente discreto. No conviene, dadas las actuales circunstancias, que las noticias que os comunico se divulguen y lleguen a oídos indiscretos que propalen el contenido de esta misiva. Confío, pues, en vuestro atinado criterio y en vuestra probada discreción.

El equilibrio de poderes es en esta ocasión demasiado importante para que algún desaprensivo enemigo de la Iglesia haga uso indebido de esta información y cause grave daño a la auténtica fe, ya que el ejemplo de los príncipes es fundamental para el buen gobierno de los súbditos y un mal ejemplo sería nefasto, no sólo para el condado de Barcelona sino para toda la cristiandad, enfrentada como está al inmenso poder de las hordas del profeta. Asimismo, es sumamente importante evitar cuantas ocasiones haya para que los condados catalanes, siempre en precario equilibrio, batallen entre ellos en vez de hacerlo contra el auténtico enemigo que aguarda agazapado tras el río Ebro, frontera natural frente a la belicosidad de las taifas de Lérida y Tortosa, gobernadas en la actualidad por los belicosos hijos del prudente Ibn Ahud de Zaragoza.

Han llegado a mis oídos, de fuentes fidedignas —no olvidéis que el confesor de la condesa Almodis es el abad Sant Genís—, nuevas, ciertas sin duda, que podrían originar fuertes enfrentamientos entre la condesa Ermesenda y su nieto, el conde de Barcelona; y éstos no convienen a la Iglesia, ya que todo lo que represente menoscabo de la autoridad y desorden e incite a los súbditos a la desobediencia no es bueno ni ayuda en forma alguna a la causa de la cristiandad.

Mi querido abad, tenéis bajo vuestra jurisdicción un grave problema que conviene atajar de raíz, ya que de no hacerlo podríamos tener embarazosas contrariedades. A vuestro criterio dejo la forma de mejor allegar los medios para ello. Yo me limito a poneros en antecedentes.

Resulta ser que vuestro conde Ramón Berenguer I de Barcelona, viudo de la condesa Elisabet y actual esposo de Blanca de Ampurias, se puso en camino hace ya un año hacia Oriente, pues debía tratar asuntos de importancia para el condado de Barcelona y de paso a su regreso informarme de primera mano y darme su opinión sobre temas del islam que él bien conoce por tener cerca enemigo tan peligroso y astuto. El caso es que, de vuelta, y tras nuestra entrevista, hizo posada en el castillo de Ponce III de Tolosa, donde ocurrieron hechos innombrables: vuestro fogoso conde tuvo relaciones adúlteras con la señora del castillo, Almodis, hija de Bernardo y Amelia de la Marca. Esto, ya de por sí grave, no nos asusta: sabemos de las debilidades del alma humana y lo frágil que llega a veces a ser la carne, pero lo que sí nos preocupa es la consecuencia que todo ello puede llegar a acarrear, ya que nos consta que vuestro señor ha concebido tal insana pasión que pretende repudiar a su esposa, con la que contrajo nupcias apenas ha un año, y amancebarse, ya que otra cosa no cabe, con la que sin duda sería una barragana; todo ello para escarnio y perjuicio de la cristiandad, que se mira siempre en el espejo de sus príncipes. Hasta aquí como comprenderéis el asunto es grave, pero pensad además en la frágil relación de la condesa Ermesenda con su nieto y la actitud que tomará sin duda ante el repudio de Blanca de Ampurias, su protegida, ya que suya fue la idea del enlace. Eso sin considerar la respuesta del conde Ponce de Tolosa, al que sin duda afectará que le intenten hurtar a su consorte y con ello su honra. A nadie conviene la guerra que se declararía entre abuela y nieto, un hecho que desguarnecería el flanco sur y dejaría expedita la frontera a merced de los enemigos de la cristiandad. Mención aparte merece la actitud que tomarían los diversos condados catalanes, unos guerreando a favor de la una y otros a favor del otro por diversos motivos más o menos dignos, lícitos o soterrados, ya que, como sabéis, a río revuelto, ganancia de pescadores. Nos consta que Urgell, Cardona, Tost y Besalú se inclinarían por el conde, en tanto que el Conflent, Carcasona, Osona, Gerona y en fin la Septimania en pleno, lucharían al lado de la condesa.

En vuestras sabias manos dejo la resolución de tan espinoso asunto y os urjo para que os entrevistéis con Ramón Berenguer en primer lugar por ver de hacerlo desistir de tan abyecta y descabellada inclinación, y caso de no convencerlo, acudáis a la condesa Ermesenda, plato que no os envidio, pues sé y me consta lo susceptible de su carácter.

En fin, mi buen abad, poneos en camino y enfrentad el envite «a pecho descubierto», ¿no es así como se dice por esas tierras? Creedme que no envidio vuestra embajada y tened por cierto que aguardaré en vilo vuestras noticias. Mis oraciones os acompañarán desde Roma y en tanto recibid un fraterno abrazo de...

Vuestro hermano en Cristo.

VíctorII. Papa

Guillem de Balsareny se acomodó en su sitial y, tras enjugarse con el dorso de su mano derecha las gruesas gotas de sudor que perlaban su frente, se dispuso a releer de nuevo la sorprendente misiva.

5
Ramón Berenguer y Almodis

Tolosa, diciembre de 1051

El pertrechado jinete alzó la mano. La escolta que le acompañaba se detuvo al instante, envuelta en un mar de relinchos y tascar de bocados. Desde uno de los puestos que guardaba la entrada del puente levadizo una voz interpeló:

—¿Quién va?

—Quien viene de hacer un largo camino desde Roma y espera ser recibido por Ponce III de Tolosa como cree merecer por su rango y alcurnia. Soy Ramón Berenguer, conde de Barcelona, y vuestro señor me aguarda.

Con un chirriar de cadenas, el pesado puente comenzó a abatirse entre el crujir de maderas y el acompañamiento de voces, mientras en lo alto de la muralla un trompetero anunciaba la llegada de un ilustre visitante. Los cascos de los caballos resonaron sobre el maderamen del puente y posteriormente sobre el enlosado patio interior de la fortaleza. Un palafrenero sujetó la brida del garañón del conde y éste puso pie a tierra ordenando a sus hombres que hicieran lo propio. Con el guantelete de cuero se sacudió el polvo del camino de las grebas que protegían sus muslos. Al instante llegó hasta él el oficial de guardia, cuya voz quedaba amortiguada por el tumulto que formaban los hombres de la escolta al descabalgar. El conde de Barcelona entregó la celada del casco a su lugarteniente y, desembarazándose de la capucha de la cota de malla que perfilaba su rostro, atendió al hombre del castillo.

—Perdonad, ahora estoy con vos.

—Os saludo, conde, en nombre de mi señor y os ruego tengáis a bien seguirme. Os acompañaré hasta el alcaide del castillo y él os atenderá.

—Cuidad de mi tropa y dadles lo que requieran para su descanso y el de sus cabalgaduras.

—Así se hará, señor —concedió el hombre con voz teñida de respeto—. La hospitalidad es una cualidad que distingue a la casa de Tolosa.

Partió el conde de Barcelona detrás del oficial, seguido por su escudero, al que había entregado su espada y su escudo en señal de confianza y reverencia como era norma cuando un noble visitaba a un pariente o a otro noble de igual alcurnia.

El castillo de Tolosa era más alcázar que fortaleza. Su arquitectura era noble: la trabajada piedra de las balconadas así como el marco de sus lobuladas ventanas y la riqueza y el boato de las estancias por donde iba pasando la comitiva denotaban un gusto y un refinamiento que contrastaba con sus rústicas fortalezas de Barcelona, Gerona y Osona, cuyo principal atributo era la seguridad que requería la cercanía del islam y la agresividad de los condados vecinos. El oficial se detuvo en la covachuela del alcaide y, tras ser presentado y relevado por éste, siguieron adelante. Finalmente llegaron frente a una gran puerta de roble magistralmente trabajada, en cuya madera la cuchilla y el formón de un hábil carpintero habían labrado un hermoso relieve con el escudo de armas de la casa de Tolosa. A ambos lados figuraban dos centinelas, alabarda en ristre en la diestra y en la zurda la picuda rodela, custodiando la entrada. A la vista del alcaide cuadraron su postura esperando órdenes.

—Avisad al chambelán de que el ilustre huésped ha llegado.

El primero de los centinelas abandonó el sitio y abrió una de las hojas del portón. Tras pronunciar unas palabras, la cerró de nuevo y se dirigió al oficial.

—Ya he dado cuenta de vuestra presencia. Tened la bondad de aguardar unos instantes.

Apenas pronunciadas estas palabras, el portalón se abrió de nuevo y por él asomó la calva cabeza de Robert de Surignan, gran consejero del conde Ponce de Tolosa.

—Pasad y sed bien recibido, mi señor. El conde Ponce de Tolosa y la condesa Almodis de la Marca os aguardan.

El gentilhombre dio tres golpes con la cantonera de su báculo en la tablazón del suelo y anunció su nombre.

—Mis señores, reclama audiencia Ramón BerenguerI, conde de Barcelona, Gerona y Osona.

El visitante dio un paso al frente entrando en la regia sala.

La estancia era realmente fastuosa. El conde barcelonés fue consciente de que jamás había visto algo parecido. La pieza era alargada: seis aberturas por lado cubiertas por decorados tapices mantenían el calor que provenía de dos grandes chimeneas laterales en las que ardían inmensos troncos; las paredes estaban ornadas con escudos de armas y entre ellos había unos gigantescos ambleos que soportaban el peso de los gruesos hachones que alumbraban la gran sala; pero lo que más atrajo su atención fueron las pulidas superficies de metal que, colocadas alrededor de los encendidos pabilos, apantallaban la luz y la multiplicaban hasta el infinito. Por último, colgaban de los altos techos tres lámparas doradas de varias coronas concéntricas de estilo carolingio, asimismo circunvaladas de candelas y sujetas mediante gruesas maromas, que, pasando por sendas poleas, se sujetaban a unos pivotes de hierro laterales que facilitaban las tareas de limpieza y acondicionamiento. Al fondo, en sendos tronos colocados bajo un baldaquín dorado, aguardaban el conde y la condesa de Tolosa.

Ramón avanzó, gentil la apostura y gallardo el ademán, el paso firme y acompasado. Pero a medida que se aproximaba al trono, la suntuosidad del salón, la calidez del ambiente, el fulgor de las candelas e inclusive la figura de su anfitrión quedaron diluidos debido a la presencia de la condesa Almodis. Al llegar frente a ella hincó la rodilla. La roja melena, los verdes y misteriosos ojos que formaban un conjunto perfecto con el dorado remate de encaje que ribeteaba su escote e intentaba cubrir el canal de sus rotundos pechos, apresaron sus pupilas: ya no pudo ver cosa alguna que no fuera ella.

Quedó atrapado en el hechizo que emanaba de la sensual presencia de la condesa.

El conde Ramón Berenguer se puso en pie con torpeza, y a requerimiento de Ponce de Tolosa ocupó un sitial frente a la pareja.

—Bien llegado seáis, conde, a esta humilde mansión donde los hijos de vuestro padre serán siempre bienvenidos. ¿Cómo están vuestros hermanos Sancho, Guillermo y Bernardo?

—Sancho es prior en Sant Benet. Por lo que se refiere a mis otros hermanos, Guillermo y Bernardo, hijos de la segunda esposa de mi padre, doña Guisla de Lluçà, y con quienes me une un gran afecto, aún no han contraído matrimonio. Son muy jóvenes.

Después de este preámbulo de cortesía se adentraron en el verdadero motivo de su presencia en el alcázar.

—Tengo entendido que habéis realizado un largo viaje por Levante.

—Efectivamente, he ido para establecer relaciones comerciales con Bizancio y acercarme a Jerusalén. Los asuntos de Tierra Santa andan revueltos y el Santo Padre me requirió para que a la vuelta acudiera a Roma y le informara de primera mano. A su criterio, los gobernantes de territorios que, por proximidad, hemos tenido y tenemos pleitos con el islam conocemos mejor que nadie el trato que debemos dar a los infieles, su forma de actuar y los entresijos de su diplomacia. Por eso solicitó mi humilde consejo.

Durante todo ese tiempo la condesa no despegó los labios. Sin embargo, Ramón Berenguer notaba en la piel la insistencia de su mirada, verde y subyugante.

Tras un buen rato de conversación, el señor de Tolosa se excusó.

—Sabréis perdonarme, ya que he incumplido todos los protocolos del buen anfitrión: os he hecho acudir a mi presencia sin siquiera haber tenido la cortesía de permitiros descansar, pero pocas son las ocasiones que aquí tenemos de departir con gente informada. De cualquier manera, intentaré compensar mi falta de delicadeza. Mi viejo esqueleto no está para largas veladas; a estas alturas los demás días ya me he retirado a mis habitaciones. Si no os importa, mi querida esposa os hará los honores durante la cena.

A Ramón Berenguer el corazón comenzó a latirle aceleradamente ante la oportunidad de poder compartir la velada en compañía de tan misteriosa criatura. Lo que a continuación añadió Ponce de Tolosa menguó su entusiasmo.

—Mi chambelán y el confesor de la condesa os acompañarán sin duda de buen grado. Su cultura y su conversación os sorprenderán y harán más grata vuestra estancia entre nosotros.

La condesa Almodis había asistido impertérrita al diálogo sostenido entre su esposo y el gentil invitado. A sus treinta y cuatro años, su vida había sido un cúmulo de situaciones vinculadas a las conveniencias que los intereses de su casa iban generando y cuya moneda de cambio invariablemente la habían constituido ella y sus hermanas Llúcia y Rangarda. La primera, después de un fallido matrimonio con Guillem de Besalú, se había casado con Artal, conde del Pallars; la segunda lo había hecho con Peire Roger, conde de Carcasona. A ella le había tocado en suerte la parte más amarga de la historia. Casó a los doce años con Guillermo III de Arles, y aunque el Santo Padre invalidó el matrimonio por la temprana edad de la contrayente, no por eso dejó de sufrir en su carne el asalto a su virginidad, experiencia que había marcado su destino hasta traumatizarla. Luego la entregaron a Hugo el Piadoso, señor de Lusignan, que tras hacerle un hijo la repudió y le arrebató a la criatura: negocio de Estado, le dijeron esta vez. Finalmente se encontró en el lecho del conde Ponce de Tolosa. De la unión nacieron cuatro vástagos: tres varones y una hembra. Ponce le llevaba veinticinco años, y era un hombre experto y libidinoso que calentó su lecho, y pese a que la avanzó en los intrínsecos laberintos del sexo, ella no conoció jamás la romántica pasión que cantaban los trovadores en las veladas de palacio y siempre supuso que la unión entre hombre y mujer escondía algo que a ella se le escapaba. Hasta aquel día sus únicas distracciones en el alcázar fueron sus damas, las fiestas corteses y sobre todo Delfín, su querido y contrahecho bufón.

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