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Authors: John Stuart Mill

Tags: #Filosofía

Sobre la libertad (11 page)

Creo que, en sus instrucciones, el fundador del cristianismo ha descuidado de intento muchos elementos de la más alta moral, los cuales la Iglesia Cristiana ha dado de lado en el sistema de moral que ha erigido sobre esas mismas instrucciones. Y, siendo así, considero como un grave error el querer encontrar en la doctrina cristiana la regla completa de conducta, cuando la verdad es que su autor no quiso detallarla por completo, sino solamente aprobarla y fortalecerla. Creo, también, que esta estrecha teoría resulta un mal práctico muy grave, al disminuir en mucho el valor de la educación y de la instrucción moral que tantas personas bienintencionadas se esfuerzan por fomentar. Mucho me temo que, al tratar de formar el espíritu y los sentimientos sobre un tipo exclusivamente religioso, y al tratar de descartar los modelos seculares (si se los puede llamar así) que coexistían y suplementaban la moral cristiana, recibiendo algo de su espíritu, e infundiendo en ella algo del suyo, llegue a resultar de todo ello, si no está ya resultando, un tipo de carácter bajo, abyecto, servil, capaz quizá de someterse a lo que él estima la Voluntad Suprema, pero incapaz de elevarse a la concepción de la bondad divina o de simpatizar con ella. Creo que otras éticas, diferentes de la puramente cristiana, deben coexistir con ella para producir la regeneración moral de la humanidad; y que el sistema cristiano no hace excepción a la regla que preconiza que, en un estado imperfecto del espíritu humano, los intereses de la verdad exigen la diversidad de opiniones.

No es necesario que, al cesar de ignorar las verdades morales no contenidas en el cristianismo, los hombres queden forzados a ignorar algunas de las que contiene. Tal prejuicio o tal inadvertencia, si tiene lugar, se convierte de hecho en un grave mal; pero un mal del que no podemos esperar que hemos de quedar exentos siempre, y que debe ser mirado como el precio de un bien inestimable. Debemos y tenemos que protestar contra la exclusivista pretensión que eleva una porción de la verdad a la categoría de verdad completa; y si el impulso de su reacción hiciera injustos, a su vez, a los que protestan, habrá que lamentar tal exclusivismo, lo mismo que el otro, pero deberá ser tolerado. Si los cristianos quisieran enseñar a los infieles a ser justos con el cristianismo, a su vez deberían ser justos con el infiel. Ningún servicio se presta a la verdad con olvidar el hecho, bien conocido aún por aquellos que tienen la más pequeña noción de historia literaria, de que gran parte de la enseñanza moral más noble y más elevada ha sido obra, no solamente de hombres que no conocían la fe cristiana, sino de hombres que la conocían y la rechazaban.

No es que sostenga que el uso ilimitado de la libertad de enunciar todas las opiniones posibles puede acabar con los males del sectarismo religioso o filosófico. Es seguro que toda verdad creída por hombres de poca capacidad será proclamada, inculcada, e incluso puesta en práctica, como si no existiera ninguna otra verdad en el mundo, o al menos otra que pueda limitar o modificar a la primera. Reconozco que ni la más libre discusión impide la tendencia de las opiniones a convertirse en sectarias; al contrario, suele suceder a menudo que ello la acrece y exacerba; aquella verdad que debiera haber sido advertida, pero que no lo fue, es rechazada con mayor violencia porque la proclaman personas consideradas como adversarias.

Pero no es en el partidario apasionado, sino en el espectador calmoso y desinteresado, donde la colisión de opiniones produce un efecto saludable. No es el mal peor la lucha violenta entre las diversas partes de la verdad, sino más bien la supresión desapasionada de una parte de la verdad; siempre queda una esperanza cuando los hombres se encuentran obligados a escuchar a las dos partes; y sus errores se convierten en prejuicios, y la verdad, al ser exagerada, cesa en sus efectos saludables, cuando ellos no se ocupan más que de uno solo de sus errores. Y puesto que hay pocos atributos mentales que sean más raros que esta facultad judicial que puede sentar un juicio inteligente entre las dos partes de una cuestión, de las cuales sólo una está representada ante ella por un abogado, la verdad no tiene más ocasión de mostrarse en todos sus aspectos que cuando encuentra abogados para cada parte de ella, para cada opinión que abarque cualquier fracción de la verdad, y cuando es defendida de forma que llegue a ser escuchada.

Hemos reconocido ya la necesidad (para el bienestar intelectual de la especie humana, del cual depende cualquier otra clase de bienestar) de la libertad de opinión y de la libertad de expresar las opiniones. Y esto por cuatro motivos diferentes que vamos a resumir brevemente:

Primero, aunque una opinión sea reducida al silencio, puede muy bien ser verdadera; negarlo equivaldría a afirmar nuestra propia infalibilidad.

En segundo lugar, aun cuando la opinión reducida al silencio fuera un error, puede contener, lo que sucede la mayor parte de las veces, una porción de verdad; y puesto que la opinión general o dominante sobre cualquier asunto raramente o nunca es toda la verdad, no hay otra oportunidad de conocerla por completo más que por medio de la colisión de opiniones adversas.

En tercer lugar, incluso en el caso en que la opinión recibida de otras generaciones contuviera la verdad y toda la verdad, si no puede ser discutida vigorosa y lealmente, se la profesará como una especie de prejuicio, sin comprender o sentir sus fundamentos racionales.

Y no sólo esto, sino que, en cuarto lugar, el sentido mismo de la doctrina estará en peligro de perderse, o de debilitarse, o de ser privado de su efecto vital sobre el carácter y la conducta; ya que el dogma llegará a ser una simple fórmula, ineficaz para el bien, que llenará de obstáculos el terreno e impedirá el nacimiento de toda convicción verdadera, fundada en la razón o en la experiencia personal.

Antes de abandonar el tema de la libertad de opinión, conviene conceder alguna atención a los que dicen que se puede permitir la expresión libre del pensamiento, en tanto que se haga de una manera moderada, y no se traspasen los límites de la discusión leal. Se podría decir mucho sobre la imposibilidad de fijar esos supuestos límites. Pues si el criterio fuera no ofender a aquellos cuya opinión se ataca, pienso yo que la experiencia prueba que ellos se considerarán como ofendidos, siempre que el ataque sea poderoso; y que todo oponente que les ataque fuerte, al que sea difícil responder, les parecerá, si muestra vigor al sustentar una opinión, un adversario inmoderado.

Pero esta consideración, aunque importante desde un punto de vista práctico, desaparece ante una objeción más fundamental. Sin ninguna duda, el modo de proclamar una opinión, aunque sea justa, puede ser reprensible e incurrir con razón en una severa censura. Pero las principales ofensas de este género son tales que es imposible llegar a demostrarlas, a menos que haya una accidental confesión.

La más grave de estas ofensas consiste en discutir de una manera sofística, suprimiendo hechos o argumentos, exponiendo de una manera inexacta los elementos del caso, o tergiversando la opinión contraria. Pero todo esto, incluso en su grado más avanzado, se hace frecuentemente con tanta buena fe por personas que no están consideradas —o que no merecen serlo— como ignorantes o incompetentes, que rara vez es posible afirmar, de modo consciente y fundado, que una representación inadecuada es moralmente culpable y menos aún puede la ley mezclarse en esta especie inadecuada de conducta polémica.

En cuanto a lo que se entiende comúnmente por discusión inmoderada,
es
decir, las invectivas, los sarcasmos, el personalismo, etc., la denuncia de estas armas merecería más simpatía, si se propusiera una prohibición equitativa para las dos partes; pero sólo se desea para restringir su empleo contra la opinión prevaleciente; contra la opinión que no prevalece, en cambio, no sólo se usan sin desaprobación general, sino que quien las use ganará alabanzas por su honrado celo y su justa indignación. Sin embargo, el mayor mal que pueden producir estos procedimientos consiste en que se emplean en atacar opiniones que se encuentran sin defensa, y la injusta ventaja que una opinión pueda conseguir, al ser afirmada de esta forma, va en beneficio casi exclusivo de las ideas admitidas.

La peor defensa que, en este sentido, puede cometerse en una polémica es la de estigmatizar de peligrosos e inmorales a los que profesan la opinión contraria. Si se suele exponer a los nombres que profesan una opinión impopular a tales calumnias, es porque ellos son en general poco numerosos y desprovistos de influencias, y porque nadie tiene interés en hacerles justicia. Pero, por la misma naturaleza del caso, se niega esta arma a quienes atacan a la opinión dominante; correrían un peligro personal al servirse de ella, y si no lo corrieran, no harían con ello más que desacreditar su causa. En general, las opiniones contrarias a las tradicionales sólo llegan a hacerse escuchar si emplean un lenguaje de una moderación estudiada y evitan con sumo cuidado cualquier ofensa inútil; no pueden desviarse de esta línea de conducta, ni aun en el más ligero grado, sin que con ello pierdan terreno; mientras que, por el contrario, los denuestos dirigidos desde el lado de la opinión tradicional a los que sustentan opiniones contrarias apartan realmente a los hombres de estas últimas. En interés de la verdad y de la justicia, pues, es muy importante restringir el lenguaje violento; y si, por ejemplo, hubiera necesidad de escoger, habría más necesidad de reprobar los ataques dirigidos a la heterodoxia que a aquellos otros que se dirigen a la religión. Es evidente, sin embargo, que ni la ley ni la autoridad deben impedir unos u otros, y que, en cada momento, la opinión debería determinar su veredicto con arreglo a las circunstancias del caso particular; se debe condenar a todo aquel, sea cualquiera el lado del argumento en que se coloque, en cuya defensa se manifieste o falta de buena fe, o malicia, o intolerancia de sentimientos. Pero no debemos imputar estos vicios a la posición que una persona adopte, aunque sea la contraria a la nuestra; rindamos honores a la persona que tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que realmente sus adversarios son, así como lo que representan sus opiniones, sin exagerar nada de lo que les pueda perjudicar, y sin ocultar tampoco lo que pueda serles favorable. En esto consiste la verdadera moralidad de la discusión pública; y aunque a menudo sea violada, me contento con pensar que existen muchos polemistas que la observan en alto grado, y que es mayor todavía el número de los que se esfuerzan por llegar a su observancia de un modo consciente.

Capítulo tercero
DE LA INDIVIDUALIDAD COMO UNO DE LOS ELEMENTOS DEL BIENESTAR

Siendo tantas las razones que hacen imperativo que los seres humanos sean libres para formar opiniones y para expresarlas sin reserva, siendo tantas las funestas consecuencias que la naturaleza intelectual y por ende la naturaleza mental del hombre sufre cuando tal libertad no es concedida, o afirmada a despecho de toda prohibición, permítasenos que examinemos ahora si estas mismas razones exigen que los hombres sean libres de conducirse en la vida según sus opiniones, sin que los demás se lo impidan física o moralmente, y siempre que sea a costa de su exclusivo riesgo y peligro. Esta última condición, es, naturalmente, indispensable. Nadie pretende que las acciones deban ser tan libres como las opiniones. Al contrario, las mismas opiniones pierden su inmunidad cuando se las expresa en circunstancias tales que, de su expresión, resulta una positiva instigación a cualquier acto inconveniente. La opinión que afirma que los comerciantes de trigo hacen morir de hambre a los pobres o que la propiedad privada es un robo, no debe inquietar a nadie cuando solamente circula en la prensa; pero puede incurrir en justo castigo si se la expresa oralmente, en una reunión de personas furiosas, agrupadas a la puerta de uno de estos comerciantes, o si se la difunde por medio de pasquines. Aquellas acciones, de cualquier clase que sean, que sin causa justificada perjudiquen a alguien, pueden y deben ser controladas —y en los casos importantes lo exigen por completo— por sentimientos de desaprobación, y si hubiera necesidad, por una activa intervención de los hombres. De este modo la libertad del individuo queda así bastante limitada por la condición siguiente: no perjudicar a un semejante. Pero si se abstiene de molestar a los demás en sus asuntos y el individuo se contenta con obrar siguiendo su propia inclinación y juicio, en aquellas cosas que sólo a él conciernen, las mismas razones que establecen que la opinión debe ser libre, prueban también que es completamente permisible que ponga en práctica sus opiniones, sin ser molestado, a su cuenta y riesgo.

Que la especie humana no es infalible; que sus verdades no son más que medias verdades, en la mayor parte de los casos; que la unidad de opinión no es deseable a menos que resulte de la más libre y más completa comparación de opiniones contrarias, y que la diversidad de opiniones no es un mal sino un bien, por lo menos mientras la humanidad no sea capaz de reconocer los diversos aspectos de la verdad, tales son los principios que se pueden aplicar a los modos de acción de los hombres, así como a sus opiniones. Puesto que es útil mientras dure la imperfección del género humano, que existan opiniones diferentes, del mismo modo será conveniente que haya diferentes maneras de vivir; que se abra campo al desarrollo de la diversidad de carácter, siempre que no suponga daño a los demás; y que cada uno pueda, cuando lo juzgue conveniente, hacer la prueba de los diferentes géneros de vida. En resumen, es deseable que, en los asuntos que no conciernen primariamente a los demás, sea afirmada la individualidad. Donde la regla de conducta no es el carácter personal, sino las tradiciones o las costumbres de otros, allí faltará completamente uno de los principales ingredientes del bienestar humano y el ingrediente más importante, sin duda, del progreso individual y social.

La mayor dificultad para mantener este principio no está en la apreciación de los medios que conducen a un fin reconocido, sino en la indiferencia general de las personas en relación con el fin mismo. Si considerásemos que el libre desarrollo de la individualidad es uno de los principios esenciales del bienestar, si le tuviéramos, no como un elemento coordinado con todo lo que se designa con las palabras civilización, instrucción, educación, cultura, sino más bien como parte necesaria y condición de todas estas cosas, no existiría ningún peligro de que la libertad no sea apreciada en su justo valor y no habría que vencer grandes dificultades en trazar la línea de demarcación entre ella y el control social. Pero, desgraciadamente, a la espontaneidad individual, no se le suele conceder, por parte de los modos comunes de pensar, ningún valor intrínseco, ni se la considera digna de atención por sí misma. Encontrándose la mayoría satisfecha de los hábitos actuales de la humanidad (pues ellos son quienes la hacen ser como es), no puede comprender por qué no han de ser lo bastante buenos para todo el mundo. Y aún más: la espontaneidad no entra en el ideal de la mayoría de los reformadores morales y sociales; por el contrario, la consideran más bien con recelo, como un obstáculo molesto y quizá rebelde frente a la aceptación general de lo que, a juicio de estos reformadores, sería mejor para la humanidad. Pocas personas, fuera de Alemania, llegan a comprender siquiera el sentido de esta doctrina, sobre la que Guillermo de Humboldt, tan eminente
savant
y político, ha escrito un tratado, donde sostiene que "el fin del hombre, no como lo sugieren deseos vagos y fugaces, sino tal como lo prescriben los decretos eternos e inmutables de la razón, consiste en el desarrollo amplio y armonioso de todas sus facultades en un conjunto completo y consistente"; que, por consiguiente, el fin "hacia el cual todo ser humano debe tender incesantemente, y en particular, aquellos que quieran influir sobre sus semejantes, es la individualidad del poder y del desarrollo". Para esto, se precisan dos requisitos: "libertad y variedad de situaciones"; su unión produce, "el vigor individual y la diversidad múltiple" que se funden en la originalidad
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