Read Siempre el mismo día Online

Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (28 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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Se giró a mirarle.

–Mentira. Yo sé cómo eres, y no eres así. Así eres horrible. Eres detestable, Dexter. Bueno, a ratos siempre has sido un poco detestable, un poco pagado de ti mismo, pero también eras gracioso, amable a veces, y te interesaban los demás. En cambio, ahora estás descontrolado. Con el alcohol, las drogas…

–¡Es por diversión!

Hizo una mueca y le miró a la cara, con los ojos manchados de rímel.

–Y a veces me paso sin querer, pero ya está. Si tú no fueras siempre tan… crítica…

–¿Crítica yo? No creo. Intento no serlo, pero es que… –Se quedó callada, sacudiendo la cabeza–. Ya sé que estos últimos años te ha pasado de todo, y he intentado ser comprensiva, de verdad; con lo de tu madre, y todo… Pero…

–Sigue –dijo él.

–Pues mira, que me parece que ya no eres el que conocía. Ya no eres mi amigo. Así de simple.

Como a Dexter no se le ocurría qué contestar, se quedaron en silencio, hasta que Emma tendió una mano, le cogió dos dedos y se los apretó en la palma.

–Puede que…, puede que ya esté –dijo–. Puede que se haya acabado.

–¿Acabado? ¿El qué?

–Lo nuestro. Tú y yo. La amistad. Mira, Dex, yo necesitaba explicarte una serie de cosas. Sobre Ian y yo. Si eres amigo mío, debería poder explicártelo, pero no puedo; y si no puedo hablar contigo…, entonces ¿qué sentido tiene? ¿Qué sentido tienes?

–«¿Qué sentido?»

–Lo has dicho tú mismo: la gente cambia. Es una tontería ponerse sentimentales. La vida sigue. Hay que buscarse a otros.

–Ya, pero no me refería a nosotros…

–¿Por qué no?

–Porque somos… nosotros. Somos Dex y Em. ¿No?

Emma se encogió de hombros.

–Puede que hayamos evolucionado por caminos diferentes.

Dexter no habló hasta después de un rato.

–¿Y tú qué dirías, que me he apartado yo del tuyo, o tú del mío?

Emma se sonó con el dorso de la mano.

–Creo que te parezco… sosa. Creo que crees que te limito. Creo que ya no te intereso.

–Em, a mí no me pareces sosa.

–¡Ni a mí! ¡A mí tampoco! ¡Lo que creo es que soy maravillosa, joder, aunque no sepas verlo, y creo que antes tú también lo pensabas! Pero si ya no lo piensas, o no lo sabes valorar, por mí perfecto. A lo que no estoy dispuesta es a dejar que me sigas tratando de esta manera.

–¿Tratándote de qué manera?

Suspiró, y tardó un poco en volver a hablar.

–Como si siempre quisieras estar en otro sitio, con otra persona.

Dexter lo habría negado, pero en ese momento le estaba esperando en el restaurante la cigarrera, con su número de móvil metido en la liga. Más tarde se preguntaría si habría podido decir algo más para salvar la situación; tal vez un chiste, pero no se le ocurría nada, y Emma le soltó la mano.

–Bueno, venga, vete –dijo–. Ve a tu fiesta. Te me has quitado de encima. Eres libre.

Dexter intentó reírse, aunque le falló un poco la pose.

–¡Parece que me estés dejando!

Ella sonrió con tristeza.

–Supongo que un poco sí. Ya no eres el que eras, Dex. El de antes me gustaba mucho, mucho. Me gustaría recuperarlo, pero de momento, lo siento pero creo que no deberías volver a llamarme por teléfono.

Se giró y echó a caminar hacia Leicester Square, tambaleándose un poco.

Dexter tuvo un recuerdo pasajero, pero de una nitidez absoluta: el día del entierro de su madre, hecho un ovillo en el suelo del baño, mientras Emma le abrazaba, acariciándole el pelo. Sin saber cómo, había conseguido no darle la menor importancia, y tirarlo todo a la basura. La siguió a cierta distancia.

–¡Venga, Em! Aún somos amigos, ¿no? Ya sé que he estado un poco raro, pero es que… –Ella se paró un momento, pero no se giró. Dexter supo que lloraba–. ¿Emma?

Entonces ella se giró muy deprisa, se acercó y le cogió la cara, juntando sus mejillas (la de ella, húmeda y caliente), mientras le hablaba deprisa al oído. Durante un momento luminoso, Dexter pensó que le iba a perdonar.

–Dexter, te quiero mucho. Tanto, pero tanto… Y probablemente siempre te quiera. –Los labios de Emma le tocaron la mejilla–. Lo que pasa es que ya no me gustas. Lo siento.

Y se fue; y Dexter se quedó en la calle, solo en aquella callejuela, sin saber qué hacer.

Al volver, justo después de medianoche, Ian se encuentra a Emma acurrucada en el sofá, viendo una peli antigua.

–Sí que has vuelto pronto. ¿Cómo te ha ido con el rey del mambo?

–Fatal –murmura ella.

Ian no deja traslucir ninguna alegría en su voz.

–¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

–No tengo ganas de explicarlo. Esta noche no.

–¿Por qué no? ¡Cuéntamelo, Emma! ¿Qué te ha dicho? ¿Habéis discutido…?

–Ian, por favor, esta noche no. Ven aquí, ¿vale?

Emma se aparta para dejarle sitio en el sofá. Él se fija en lo que lleva, el tipo de vestido que nunca se pone para él.

–¿Ibas vestida así?

Emma coge el dobladillo entre el pulgar y el índice.

–Me he equivocado.

–Yo te veo muy guapa.

Se acurruca contra él, apoyando la cabeza en su hombro.

–¿Cómo te ha ido el bolo?

–No muy bien.

–¿Has hecho lo de los gatos y los perros?

–Ajá.

–¿Te han abucheado?

–Un poquito.

–Puede que no sea tu mejor material.

–Y me han silbado.

–Bueno, pero es normal, ¿no? A todo el mundo le abuchean en algún momento.

–Supongo. Supongo que es que a veces tengo miedo de…

–¿De qué?

–No sé…, de no ser muy gracioso.

Ella habla con la boca en su pecho.

–Ian…

–¿Qué?

–Eres un hombre muy, muy gracioso.

–Gracias, Em.

Ian apoya la cabeza en ella, pensando en la cajita, roja por fuera y de seda arrugada por dentro, que contiene el anillo de compromiso. Lleva dos semanas dentro de una bola de calcetines, esperando su momento. Todavía no. Dentro de tres semanas estarán en Corfú, en la playa. Se imagina un restaurante con vistas al mar, luna llena, Emma con su vestido de verano, morena y sonriente, y quizá un plato de calamares entre medias. Se imagina dándole el anillo de alguna manera graciosa. Lleva semanas ideando situaciones de comedia romántica: echárselo en la copa de vino cuando se vaya al baño, encontrárselo él en la boca de su pescado a la brasa, y quejarse al camarero… Mezclarlo con los aros de calamar: eso podría estar bien. Al final, puede que se lo dé sin más. Ensaya mentalmente las palabras: Cásate conmigo, Emma Morley. Cásate conmigo.

–Te quiero un montón, Em –dice.

–Yo también te quiero –dice Emma–. Yo también te quiero.

La cigarrera está sentada en el bar, gastando sus veinte minutos de descanso con la chaqueta encima del disfraz, mientras escucha entre sorbos de whisky lo que dice este hombre sobre su amiga, esa pobre chica guapa que se ha caído en la escalera. Parece que se han peleado. La cigarrera escucha a medias el monólogo, entre gestos de asentimiento y miradas de reojo a su reloj de pulsera. Faltan cinco minutos para medianoche. Tiene que volver al trabajo. La hora entre las doce y la una es la mejor para las propinas, el punto culminante de deseo y estupidez por parte de la clientela masculina. En cinco minutos se irá. Total, si casi no se tiene en pie, el pobre…

Le reconoce de aquella chorrada de programa de la tele. ¿No sale con Suki Meadows? Pero no se acuerda del nombre. De hecho, ¿el programa lo ve alguien? Tiene el traje manchado, bultos de paquetes de cigarrillos sin fumar en los bolsillos, un brillo aceitoso en la nariz, y mal aliento. Es más: ni siquiera se ha molestado en preguntarle cómo se llama de verdad.

La cigarrera se llama Cheryl Thomson. Casi todos los días trabaja de enfermera, que es algo agotador, pero de vez en cuando echa aquí unas horitas porque fue al colegio con el director, y las propinas son increíbles, si estás dispuesta a tontear un poco. En su piso de Kilburn la espera su novio, Milo, italiano, metro ochenta y cinco, ex futbolista, y ahora enfermero, como ella. Muy guapo. Se casan en septiembre.

Si él se lo preguntase, se lo contaría, pero como no se lo pregunta, dos minutos antes de la medianoche del día de san Suituno, ella se despide (tengo que seguir trabajando; no, a la fiesta no puedo ir; sí, ya tengo tu teléfono; espero que lo arregles con tu amiga) y le deja solo en el bar, pidiéndose otra copa.

Tercera parte

1996-2001

Treinta y pocos

«A veces uno es consciente de cuándo están produciéndose los grandes momentos de su vida y a veces los descubre al mirar el pasado. Tal vez suceda lo mismo con las personas.»

James Salter,
Quemar los días

Capítulo 10

Carpe diem

LUNES 15 DE JULIO DE 1996

Leytonstone y Walthamstow

Emma Morley está de espaldas en el suelo del despacho del director, con el vestido subido hasta la cintura, exhalando despacio por la boca.

–Ah, por cierto, en noveno necesitan nuevos ejemplares de
Sidra con Rosie
.

–A ver qué puedo hacer –dice el director, abrochándose la camisa.

–Bueno, ¿quieres comentarme algo más, aprovechando que me tienes en tu alfombra? ¿Algo del presupuesto, o de las inspecciones? ¿Algo que quieras repasar?

–Yo lo que quiero es repasarte a ti –dice él echándose otra vez en el suelo y haciéndole arrumacos en el cuello.

Es el tipo de insinuaciones sin sentido en las que el señor Godalming (Phil) es especialista.

–¿Y eso qué quiere decir? No quiere decir nada.

Emma chasquea con la lengua, y al zafarse de él se extraña de que el sexo la deje de tan mal humor, incluso cuando lo disfruta. Se quedan un momento sin decir nada. Son las seis y media de una tarde de finales de curso, y en el instituto de Cromwell Road reina el fantasmagórico silencio de los colegios cuando ya no hay clase. Ya han pasado los equipos de limpieza, y la puerta del despacho está cerrada por dentro; aun así, Emma está inquieta, nerviosa. ¿No debería quedarles un regusto dulce, algún tipo de comunión o bienestar? Lleva nueve meses haciendo el amor sobre moqueta institucional, sillas de plástico y mesas de contrachapado. Phil, siempre atento con el personal, ha quitado el cojín de espuma del sillón, y ahora Emma lo tiene bajo las caderas; aun así, le gustaría hacer algún día el amor en muebles no apilables.

–¿Sabes qué? –dice el director.

–¿Qué?

–Que me encantas. –Lo enfatiza apretándole un pecho–. No sé qué haré seis semanas sin ti.

–Al menos se te podrá curar la irritación de hacerlo sobre la alfombra.

–Seis semanas enteras sin ti. –Le rasca el cuello con la barba–. Me volveré loco de deseo…

–Bueno, siempre tienes a la señora Godalming como último recurso –dice ella, consciente de su tono amargo y cruel. Se sienta, y se estira el vestido por debajo de las rodillas–. Además, creía que las vacaciones largas eran una de las ventajas de ser profesor. Fue lo que me dijiste. En la entrevista de trabajo.

Él la mira, dolido, desde la moqueta.

–No te pongas así, Em.

–¿Cómo?

–Haciendo el numerito de mujer burlada.

–Perdona.

–A mí me gusta tan poco como a ti.

–Yo creo que sí que te gusta.

–Pues no. No lo estropeemos, ¿vale? –Le pone una mano en la espalda, como para consolarla–. Es nuestra última vez hasta septiembre.

–Bueno, ya te he dicho que perdona, ¿vale?

Para cambiar de tema, Emma se gira por la cintura y le da un beso. Justo cuando va a apartarse, él le pone una mano en la nuca y le da otro beso, de suave acción de lija.

–Caray, cómo te voy a echar de menos.

–¿Sabes qué creo que deberías hacer? –dice ella, con su boca en la de él–. Es bastante radical.

Él la mira con ansia.

–Venga.

–Este verano, en cuanto se acabe el curso…

–Dilo.

Emma le pone un dedo en la barbilla.

–Creo que deberías afeitarte todo esto.

Él se incorpora.

–¡Ni hablar!

–¡En tanto tiempo, todavía no sé cuál es tu verdadero aspecto!

–¡Mi verdadero aspecto es éste!

–Pero tu cara, tu auténtica cara… Hasta podrías ser muy guapo. –Emma le coge el antebrazo, y le echa otra vez en el suelo–. ¿Quién hay detrás de la máscara? Déjame entrar, Phil. Déjame conocer a tu verdadero yo.

Se ríen un momento. Vuelven a estar cómodos.

–Te llevarías una decepción –dice él, acariciándose la barba como si fuera su mascota preferida–. Además, la alternativa es afeitarse tres veces al día. Antes me afeitaba por la mañana, pero a la hora de comer parecía un delincuente, y al final decidí dejármela, como distintivo.

–¡Ah, un distintivo!

–Es informal. A los chavales les gusta. Me hace parecer contestatario.

Emma vuelve a reírse.

–Phil, que no estamos en 1973. Hoy en día la barba significa otra cosa.

Él se encoge de hombros, a la defensiva.

–A Fiona le gusta. Dice que si no tengo poca barbilla. –Sigue un silencio, como siempre que se nombra a su mujer. Para aligerarlo, se burla de sí mismo–. Ya sabrás que todos los chavales me llaman el Barbas.

–No, no estaba al tanto. –Phil se ríe. Emma sonríe–. Además, no es el Barbas; es Barbas, a secas. Sin determinante, Simio.

Él se incorpora de golpe, muy ceñudo.

–¿Simio?

–Es como te llaman.

–¿Quién?

–Los chavales.

–¿¿Simio??

–¿No lo sabías?

–¡No!

–Huy. Perdona.

Se deja caer otra vez, serio y molesto.

–¡No me creo que me llamen Simio!

–Sólo de broma –le aplaca ella–. Es con cariño.

–No suena muy cariñoso. –Phil se frota la barbilla, como si consolara a un animal–. Es porque tengo demasiada testosterona.

El uso de la palabra «testosterona» basta para animarle. Hace que Emma vuelva a tumbarse, y le da otro beso. Sabe a café de la sala de profesores, y a la botella de vino blanco que tiene en el archivador.

–Me saldrán ronchas.

–¿Y qué?

–Pues que se enterará la gente.

–Se ha ido todo el mundo a casa.

Ya tiene la mano en el muslo de Emma cuando suena el teléfono de la mesa. Da un respingo, como si le hubieran mordido, y se tambalea al levantarse.

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