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Authors: Nuria Roca

Tags: #GusiX, Erótico

Sexualmente (2 page)

A mí no me parece que el sexo sea para tanto, pero algo de verdad sí que debe de haber en todos esos pensamientos. Quizá la explicación la leí en un estudio que decía que cada día nos cruzamos al menos con diez personas con las que en condiciones idóneas mantendríamos una relación sexual. Sin embargo, no la mantenemos. Se trata de personas que se sientan a nuestro lado en el autobús, nos venden el periódico, nos ponen el café, son nuestros nuevos compañeros de trabajo, van con nosotros en el ascensor... La cifra es inquietante. Diez personas con las que nos acostaríamos y con las que en la mayoría de los casos no pasamos de dos castos besos en las mejillas. ¿Es, por lo tanto, el sexo una fuente inagotable de frustración? ¿Es sano reprimir tanto el deseo? ¿Llevará razón mi amiga Esther?

Habrá que rendirse a la evidencia y pensar que cada una de nuestras acciones tiene que ver con el sexo: coger el autobús, quedar con un amigo que tiene un problema, negociar un contrato, elegir un vestido, quedar con otro amigo que no tiene ningún problema, comprar el pan... Sí, hasta algo tan aparentemente normal como comprar el pan.

Es mejor reconocer que el sexo nos persigue y que de vez en cuando lo mejor es que nos atrape. No digo yo que diez veces al día, porque eso supongo que acabará siendo doloroso, ni tan siquiera diez veces a la semana; pero propongo que diez veces al mes puede ser un número muy interesante de relaciones. Con la misma persona o con personas diferentes, en los mismos lugares o en sitios diferentes. Por ejemplo, en la panadería. Porque, como dice mi amiga Esther, «¿Tú has visto la forma que tienen las barras?».

La vida está llena de provocaciones.

3. Las nuevas generaciones

Dice un amigo mío que las mujeres a partir de cierta edad no deberíamos ponernos arriba. Y si lo hacemos hay que asegurarse de que la luz está apagada o él tiene los ojos vendados. Cualquier mujer que pase de los treinta sabe de lo que hablo, por muy generosa que haya sido con ella la madre naturaleza. Por mucho que se evite, todo se descuelga, hasta la cara. Y desde abajo el panorama debe de ser terrible.

De todas formas cumplir años es una buena cosa, a pesar de necesitar más horas en tratamientos de belleza, que por cierto cada vez son más caros y, sobre todo, más raros. Yo ahora me estoy haciendo uno que debe ser buenísimo: «tratante antiarrugas oxígeno new dream 02 y láser, revitalizante por ultrasonidos, remodelante por succión ultrasónica y revitalizante baja frecuencia con masaje técnica gagna». Cuánto más raras son las técnicas y más complicados tienen los nombres, más ilusión te hacen. A mí me cobraron una vez 120 euros por una crema para el cutis y la dependienta lo justificó explicándome que tenía
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. Yo no cabía de gozo según pagaba y no veía la hora de llegar a casa para echármela y quedar resplandeciente con mi
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. Luego no fue para tanto, porque aquella crema gelatinosa nunca la absorbía la piel y te dejaba la cara pringosa. Al salir del baño con ella puesta mi chico me terminó de hundir al decirme: «¿No te has pasado un poco con la Nivea?».

A pesar de los estragos que la gravedad hace en nuestro cuerpo, con la edad mejoramos en casi todo. Sabemos más, disfrutamos más, somos más conscientes de nuestros actos. En lo profesional, en lo personal y, por supuesto, en el sexo. Aun así nos quedan muchas cosas por aprender y puede que, aunque nos creamos muy listas, todavía podemos aprender de las nuevas generaciones.

Una amiga me invitó con otros amigos a pasar un sábado en su chalé de la sierra. Tomamos el sol, nos bañamos en la piscina, preparamos una paellita y comimos en el jardín con un montón de jarras de tinto de verano. Todo transcurría normal hasta que se levantó de la cama a eso de las cuatro de la tarde el hermano pequeño de mi amiga, que había salido la noche anterior. Con total normalidad se unió a nosotros y se comió un plato de paella sobrante. Dieciocho añitos había cumplido la criatura hacía quince días y, según su cuerpo y lo que se intuía tras el bañador, aquel chico ya había terminado de crecer. Desde el principio se quedó conmigo, pero yo, que por muy poco no le doblaba la edad, no reparé mucho, salvo en el bulto del bañador en el que era imposible no reparar. El a mí no me quitaba ojo de ninguna parte de mi cuerpo sin ningún tipo de disimulo y ese descaro me encantaba. Sentirme deseada por aquel chico que se tiraba en bomba a la piscina me reconfortaba, me hacía sentir más joven y hasta estuve a punto de hacerme un par de coletas al salir del agua. Eso me pareció excesivo. En un momento, mientras la mayoría de invitados improvisaba una timba de cartas en el jardín, coincidimos él y yo solos en el interior de la piscina. Poco a poco se fue acercando y en cuanto tuvo la oportunidad comenzó a tocarme el culo debajo del agua. Yo, que estaba bastante excitada y que sabía que por un par de semanas aquello ya no era delito, me dejé hacer. Las nuevas generaciones son mucho más avanzadas de lo que éramos nosotros y aquel chico me dio la oportunidad de comprobarlo. Yo estaba dentro del agua mirando hacia el jardín apoyada con los brazos en el bordillo y él detrás de mí. Después de tocarme el culo, me bajó las bragas del biquini y empezó a meterme mano. No sigo con más detalles porque este libro no es pornográfico, pero lo que ese muchacho hizo después en el cuarto de la depuradora no podía yo pensar que lo sabría un chiquillo de esa edad. ¡Joder, qué guarros son los niños de ahora!

Su hermana, que es mi amiga y tiene más o menos mi edad, fue la que me abrió definitivamente los ojos sobre esta nueva generación cuando sacó el tema días más tarde.

—¿Qué tal con mi hermano?

—¿Con tu hermano? —dije cortada.

—No te hagas la tonta, que lo del cuarto de la depuradora se oía desde la casa de al lado.

—Es que...

—No te disculpes; si ya sabía yo que iba a pasar. Cuenta, cuenta.

—Pues que es muy guarro.

—Igualito que sus amigos. Son los nuevos tiempos.

—¿Sus amigos?

—Sí. Yo ya me lo he hecho con cuatro. ¡Las cosas que hacen esas criaturas!

—No me lo recuerdes.

—Aquí vienen todos los sábados a ver qué pescan con las «maduritas amigas de tu hermana». Así nos llaman.

De repente me imaginé las conversaciones que tendrían entre ellos sobre nosotras y me dio un poco de vergüenza, pero lo debí superar pronto porque me pasé algún sábado que otro por aquel chalé al que bauticé como «Villa Testosterona». Poco a poco se fueron sumando otras amigas de mi edad y más mayores que nos fuimos empapando —no se me ocurre un verbo más apropiado— de la sabiduría de las nuevas generaciones. Después de ver cómo se lo montaban aquellos jóvenes, todas tomamos como lema una frase de Woody Allen: «El sexo sólo es guarro si se hace bien».

4. La convivencia

Al margen de la gastroenteritis o hablar del problema vasco, lo que más te quita las ganas de hacer sexo es la convivencia. No toda, no siempre, pero hay veces que la convivencia es radicalmente incompatible con el deseo sexual. Pasar muchos años con la misma persona nos va descubriendo esas facetas de nuestra pareja más oscuras, más primitivas, un modo de hacer las cosas que no imaginábamos que tendría el día que nos quedamos prendadas de él. No creo que la convivencia nos cambie; es que nos descubre tal y como somos. Y eso no siempre es del todo estimulante. No me gustaría caer en tópicos sexistas al establecer en este sentido demasiadas diferencias entre hombres y mujeres. Al fin y al cabo, todos tenemos nuestras miserias y tarde o temprano quedan en evidencia al estar permanentemente bajo el mismo techo. Sin embargo, tengo la sensación de que en el caso de los hombres es un poco peor.

La convivencia les produce falta de memoria, la falta de memoria les lleva a la dejadez, la dejadez desemboca en abandono, el abandono en desidia y la desidia en tragedia. Esta cadena se repite en un montón de acciones cotidianas, pero tomemos como ejemplo el simple hecho de ir a hacer pis. Al principio de la relación los hombres suben las dos tapas de la taza, apuntan para que el líquido entre en su totalidad en el interior del inodoro, terminan, se la guardan, bajan las dos tapas, tiran de la cadena y se lavan las manos con jabón. Incluso he conocido a algunos que se la limpiaban con papel antes de guardársela, pero de estos muy pocos, la verdad. El caso es que el deterioro de una relación queda reflejado en cómo el hombre va variando su forma de hacer pis. Recordemos el triste proceso de pérdida de memoria, dejadez, abandono, desidia y tragedia. Lo primero es la pérdida de memoria al olvidarse casi siempre de cerrar la tapa cuando termina; más tarde llega la dejadez cuando no sólo se olvida de la tapa: tampoco tira de la cadena. El abandono es la etapa en la que no sólo no cierra la tapa al acabar, sino que olvida abrir las dos al empezar, dejando además la constancia de que ya no apunta nada bien. Este momento es especialmente doloroso cuando llegas tú después y o lo limpias o te pones a hacer equilibrios como cuando estás en el bar de una gasolinera. La desidia llega en ese momento tristísimo en el que a mitad de la acción va y se tira un pedo que acompaña además con alguna palabra carente de sentido como ¡anda! o ¡ahí va! Y aún puede ser peor: la tragedia. Ese momento en el que después de hacer la mitad del pis fuera, de no tirar de la cadena y de tirarse un pedo, en el momento de guardársela se moja la mano de pis y observas alucinada cómo se limpia las gotas en el pantalón. Se acerca a ti y te dice: «Hasta luego churri, que llego tarde al curro».

Mucho antes de llegar a ese extremo es el momento de salir huyendo, porque esa relación es totalmente insalvable. No te engañes, pues lo que queda por llegar será aún peor.

La convivencia es la muerte del deseo, pero como no aprendemos, una relación tras otra caemos en el mismo error, pensando que ésta sí será diferente, que este chico tan atento no acabará limpiándose las gotas en el pantalón y que esos ronquidos son porque está constipado y en unos días podrás dormir en silencio. Algunas veces, cuando llegamos a comprobar que la convivencia nos está desgastando demasiado, tenemos la tentación de romper, y si lo hacemos iremos repitiendo lo andado con uno y con otro. Así hasta que llega a nuestras vidas el que consideramos el definitivo, el hombre de nuestra vida. Entonces queremos avanzar en la relación y decidimos, como si percibiéramos no sé qué llamada de no sé qué reloj biológico, que queremos ser madres. Y nos quedamos embarazadas y parimos a un niño precioso, o no tan precioso, porque puede parecerse a la familia de él, y nos metemos en un mundo de pañales y talco, de lloros nocturnos y biberones. Ese es un momento de total ausencia de deseo, de ni tan siquiera recordar lo que es y de pensar que jamás lo volverás a tener. Es un momento, el de los bebés y el sexo, que merece una reflexión aparte y que tendrá un tratamiento aparte en próximos capítulos.

5. La inocencia

Una vez pillé a mi novio con otra mujer en la cama. Y no veas si lloré. Qué joven era.

Fue igual que en las películas. Yo llego antes de tiempo, abro la habitación y veo a aquella tía encima de mi novio gimiendo; pego un grito, ella pega otro más grande, mi novio dice todo seguido «mecagoenlaputa», yo me quedo inmóvil sujeta del pomo de la puerta, la tía sale corriendo de un lado a otro de la habitación buscando sus bragas y preguntando histérica que quién era yo. Mi novio salta de la cama tapándose sus partes con las manos y en ese momento de su boca sale una frase originalísima: «Tranquila, cariño, que te lo puedo explicar». La chica seguía sin encontrar sus bragas y yo seguía agarrada al pomo de la puerta. Mi novio continuó igual de brillante: «Cariño, esto no es lo que tú piensas». Parece mentira, pero juro que lo dijo. Yo estaba a punto de desplomarme, las piernas se me aflojaban viendo aquella escena, cuando descubrí lo peor, la humillación más extrema que se puede vivir, eso al menos creía yo por entonces que no había vivido casi ninguna humillación. Mi novio no me estaba dando explicaciones a mí, sino a la chica sin bragas. De repente, se abraza a ella, los dos desnudos, y le dice mientras me miran que con esa chica —esa era yo— ya había terminado hace tiempo, pero que seguía teniendo la llave de su casa; que era muy pesada y que no había manera de quitársela de encima. Mi juventud se notó más que nada en mi manera de contestar entre sollozos: «Malo, que eres muy malo», y salir corriendo.

La inocencia no es nada buena, porque te hace sufrir innecesariamente. Tengo la sensación de que si eso me pasa ahora, en lugar de sollozar, me entra la risa. Y no es que esté tan de vuelta para que no me importe ver cómo mi pareja me la pega con otra; es que de no haber sido tan ingenua hubiera comprendido que aquella relación con aquel tipo al que yo consideraba mi novio era exclusivamente sexual. Él quería sólo sexo, mientras yo debía estar buscando al padre de mis hijos.

La inocencia se pierde en el momento que sabes descifrar a qué tipo de relación te enfrentas y a disfrutarla tal y como es. Sin aditivos, sin confundir un polvo con un romance o a estar excitada con estar enamorada. No siempre es lo mismo. Yo diría que casi nunca es lo mismo. Tengo la sensación de que las mujeres nos pasamos buena parte de nuestra vida teniendo que justificar nuestro deseo sexual mezclándolo con otras cosas como el enamoramiento, el amor, el romanticismo. Qué pesadas, cuántas cosas nos perdemos cuando somos así de jóvenes. Yo misma, ahora recuerdo a aquel novio mentiroso y me pongo contenta. La verdad es que aquel tío se lo montaba de maravilla en la cama; además, era guapo; qué digo guapo, estaba buenísimo: qué torso, qué abdominales, qué bien acariciaba siempre el lugar exacto, de la manera perfecta y en el momento preciso, también con las manos. Además, estaba muy bien dotado, y lo que aguantaba, y lo que sabía, y ese tatuaje en el culo, y qué culo. Y yo creyendo que lo que estaba era enamorada.

La inocencia lo confunde todo.

6. Los gimnasios

El vestuario masculino de un gimnasio es, según dicen los estudios más prestigiosos sobre sexualidad, uno de los lugares en los que las mujeres tenemos más fantasías sexuales. Por cierto, quién hará este tipo de estudios que estudian cosas tan evidentes.

Yo en los vestuarios masculinos, desgraciadamente, no he podido entrar, aunque me gusta imaginármelos. Por ejemplo, el vestuario de un equipo de baloncesto, o de la selección de waterpolo, con todos esos chicos tan bien hechos, tan jóvenes, a los que supongo llenos de energía y vigor. Quince tíos estupendos, tal y como su madre los trajo al mundo, hablando unos con otros como si tal cosa, mojados después de la ducha, con su pelo alborotado, secándose con una toalla cada parte de su cuerpo. Así me los imagino yo, y me da muchísima alegría ese pensamiento cuando me quedo sola conmigo misma.

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