Read Seven Online

Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

Seven (21 page)

De repente, Tracy pareció estar a punto de estallar en sollozos; el labio inferior le temblaba.

—He ido a algunas escuelas para buscar trabajo, pero aquí las condiciones son… horribles.

—¿Lo ha intentado en las escuelas privadas?

Tracy meneó la cabeza y se enjugó los ojos con una servilleta de papel.

—No sé…

—Tracy… —Esperó hasta que ella lo miró a los ojos—.

¿Qué es lo que la preocupa realmente?

El labio empezó a temblarle de nuevo.

—David y yo… vamos a tener un hijo.

Somerset se reclinó en su asiento y lanzó un suspiro de alivio. Había estado convencido de que le diría que iba a divorciarse. Se alegraba por ella, por los dos. Pero después de pensar en ello unos instantes, también sintió tristeza. Traer a un niño al mundo era algo que siempre se había negado a sí mismo. Tal vez habría salvado sus matrimonios, pero no se lo imaginaba, no en la ciudad. La ciudad convertía a los niños en desgraciados y pequeños delincuentes, si no en cosas peores.

—Tracy…, tengo que decirle que… yo no soy la persona adecuada para hablar de ello.

—Odio esta ciudad —prosiguió ella.

Somerset sacó un cigarrillo y estuvo a punto de encenderlo, pero al mirar a Tracy renunció. El embarazo aún no se le notaba, pero el bebé no necesitaba humo de segunda mano. Miró por la ventana, sin dejar de preguntarse por qué Tracy se lo habría contado a él. ¿Estaría pensando en abortar? ¿Era ése el problema?

—Tracy, si está pensando en… —Exhaló un profundo suspiro antes de atacar—. He estado casado dos veces —explicó—. Michelle, mi primera esposa, quedó embarazada.

Sucedió hace mucho tiempo. Tomamos la decisión juntos…

sobre lo de quedarnos con el bebé. —Bajó la mirada hacia el café para no encontrarse con los ojos de Tracy—. Bueno, pues una mañana me levanté y salí a trabajar. Habría sido un día como otro cualquiera, de no haber sabido lo del bebé.

Y… de repente me invadió un miedo extraño. Era la primera vez que sentía aquello. Me dije: ¿Cómo voy a criar a un niño rodeado de todo esto? Por Dios, ¿cómo puede crecer un niño aquí? Así que me fui a casa y le dije a Michelle que no quería tener el hijo. Durante las semanas siguientes le comí el coco una y otra vez. La convencí de que era un error tener un hijo aquí. Poco a poco le quité la idea de la cabeza…

—Pero yo quiero tener hijos, William.

A Somerset se le formó un nudo en la garganta.

—Lo único que puedo decirle, Tracy, es que todavía estoy seguro de que tomé la decisión correcta. Lo sé. He visto a demasiados niños destrozados aquí. Sin embargo, no pasa un día sin que desee haber tomado la decisión contraria.

—Alargó la mano por encima de la mesa y tomó la de Tracy— Si… no tiene a su hijo, si decide no tenerlo, entonces no le cuente a David que está embarazada. Se lo digo en serio. Nunca. Le garantizo que si lo hace su relación se marchitará y morirá.

Tracy asintió y los ojos se le inundaron de lágrimas.

—Pero si decide tener el niño —prosiguió Somerset intentando sonreír—, entonces cuénteselo a David tan pronto como esté absolutamente segura. Dígaselo de inmediato, y cuando nazca el niño mímelo en todo momento. —Ella se enjugó los ojos—. Es el único consejo que puedo darle.

—William…

En aquel instante se activó su busca. Lo sacó del bolsillo y leyó el número que indicaba la pantallita digital. Era su número en la comisaría. En realidad, el número de Mills.

—Perdone, ahora vuelvo.

Salió del reservado y encontró un teléfono en la pared que separaba los lavabos de hombres de los de mujeres. Introdujo una moneda de veinticinco centavos en la ranura y marcó el número. Sonó una sola vez.

—Detective Mills —saludó el joven.

—Soy yo. ¿Acaba de enviarme un mensaje?

—Sí. ¿Dónde coño está? Creía que íbamos a comprobar lo de la tienda de artículos de piel a primera hora.

—Y lo vamos a hacer —repuso mientras consultaba su reloj—. Quedamos allí a las nueve.

—Eh, ¿se encuentra bien? —preguntó Mills—. Tiene una voz rara.

Somerset tosió y se sorbió la nariz —Creo que he pillado un catarro.

—Ah.

—Hasta ahora.

—Vale.

Somerset colgó y regresó a la sala. Tracy le dedicó una sonrisa cuando volvió a sentarse.

—Gracias por escucharme —dijo la joven.

Somerset sacó unos cuantos dólares y los dejó sobre la mesa.

—Tengo que irme corriendo, Tracy. El deber me llama.

Tracy le aferró la mano antes de que pudiera irse.

—Prométame que seguiremos en contacto cuando se haya ido. Por favor.

—Claro, se lo prometo.

Asintió con un gesto, la saludó con la mano y se dirigió hacia la puerta. No pudo decir nada más. El nudo que se le había formado en la garganta le impedía hablar.

Capítulo 19

La tienda de artículos de piel Wild Bill se hallaba junto al Hog Shop, el concesionario local de Harley Davidson.

Wild Bill suministraba material a los motoristas. Su abundante mercancía colgaba de las paredes y del techo, con lo que la pequeña tienda ofrecía cierto aire selvático. Había gruesos cinturones y muñequeras de cuero con hileras de tachuelas plateadas; chalecos de cuero con insignias de motoristas en la espalda; cazadoras de motoristas, jarreteras con flecos, abrigos largos de cuero, botas pesadas de puntera cuadrada, gorras puntiagudas y sombreros vaqueros de piel, látigos de cuero e incluso algunas fustas de montar con mango de diamantes falsos y puntas erizadas. El único rasgo agradable del establecimiento de Wild Bill era la fragancia a cuero.

Somerset estaba de pie ante la urna de cristal que protegía la caja registradora, Mills se hallaba junto a él y Wild Bill estaba detrás del mostrador. Wild Bill tenía una barriga enorme que le sobresalía entre los flancos del chaleco de cuero, los dientes rotos, el cabello gris y enmarañado recogido en una cola mal hecha y numerosos tatuajes que le cubrían ambos brazos. Era la clase de tipo que daba mala reputación a los blancos pobres.

—¿Y dice que lo recogió anoche? —preguntó Mills—.

¿Está seguro?

—Sí. Esas cosas no se olvidan.

Señaló con la cabeza la fotografía Polaroid que había sobre el mostrador y sonrió enseñando dos hileras de dientes rotos y amarillentos.

Somerset evitó mirar otra vez la fotografía. Le revolvía el estómago. ¿Quién podría imaginar algo tan espantoso?

Lo único en que podía pensar era en que alguien lo utilizara con Tracy. Desde la conversación que había mantenido con ella aquella mañana, lo único en que podía pensar era en que alguien pudiera hacer daño a Tracy, al bebé. Miró a Mills y se sintió raro al pensar que había sabido lo del niño antes que él.

Mills sacó el boceto de John Doe que había hecho el dibujante de la policía.

—¿Es él?

Wild Bill cogió el dibujo y asintió con aire pensativo mientras lo contemplaba.

—Sí, es John Doe —replicó—. Un nombre fácil de recordar. Imaginé que sería uno de esos artistas de performance. Eso es lo que pensé cuando me dijo lo que quería.

Ya sabe, esos tipos que suben al escenario, mean en un vaso y luego se lo beben. Performance. Uno de ésos, vaya.

—Cogió la Polaroid para admirar su obra—. Pero creo que se lo dejé demasiado barato. Esto salió mejor de lo que pensaba. ¿A usted qué le parece?

Sostuvo la foto en alto para que Mills la viera.

Mills la retiró a un lado.

—Déjelo, ¿quiere?

—Esto es pura artesanía —exclamó Wild Bill con aire ofendido—. No todo el mundo puede hacer algo así.

—Está orgulloso de ello, ¿verdad? —terció Somerset.

—Pues claro que sí, maldita sea. Ya sé lo que está pensando, pero créame, esto no es lo más raro que me han pedido. He hecho cosas mucho peores. Pero si es lo que quiere el cliente…

Wild Bill se encogió de hombros, como dando a entender que él no podía hacer nada al respecto. Somerset se preguntó si se mostraba tan generoso en el caso de que alguien intentara probar una de sus creaciones con él.

—¿Le dijo John Doe para qué iba a usar esto? —inquirió Mills—. ¿Dijo algo relacionado con eso?

—No, no dijo gran cosa…

El aullido de una sirena interrumpió la frase de Wild Bill, y el hombre abrió los ojos de par en par con expresión asustada. Por lo visto había vivido algunas experiencias desagradables con la policía. Un coche patrulla se detuvo junto al bordillo, sin apagar la sirena ni la luz parpadeante.

Un agente uniformado saltó del asiento del acompañante y corrió hacia la puerta. La abrió y se detuvo en el umbral, sobre el picaporte.

—Teniente —empezó mirando a Somerset—, tenemos otro.

Somerset se quedó estupefacto, planchado por la noticia, pero lo cierto era que no le sorprendió. Sabía que volvería a suceder. Arrancó la Polaroid de la mano de Wild Bill y se dirigió hacia la puerta.

—Volveremos para seguir hablando con usted.

—¡Eh, mi foto! Es la única que tengo.

—Pues qué suerte —replicó Somerset mientras salía seguido a escasa distancia por Mills.

—¡Cerdos de mierda! —les gritó Wild Bill.

Toda la fachada de la sauna Hot House estaba pintada de rojo, tanto la puerta principal, los ladrillos, la puerta de emergencia y todo lo demás, pero al estar encajada en una manzana entera de cines porno horteras e iluminados con luces de neón, lo cierto era que no destacaba demasiado.

Había varios coches patrulla aparcados de cualquier modo ante el local, y las luces giratorias parpadeaban. Los policías uniformados hacían lo que podían para mantener el control, pero no se trataba de una tarea fácil.

Una corriente constante de hombres, mujeres y travestidos salían escoltados de la sauna Hot House para entrar en un furgón policial entre los abucheos y gritos de una multitud de vecinos que sacudían los puños y escupían a los policías. La escena recordaba al populacho de la Revolución francesa.

Avanzando de lado, Mills se abrió paso entre la muchedumbre; Somerset le pisaba los talones. En el interior, una taquilla de plexiglás reforzada con barrotes de acero se erigía junto a una puerta metálica roja con una cerradura electrónica que se controlaba desde la taquilla. La puerta estaba abierta de par en par, pero el hombre calvo y gordo que se hallaba en el interior de la jaula de plexiglás no quería salir de ella. Un agente uniformado golpeó el vidrio con la porra, a punto de perder la paciencia con el gordo de cara de rata. Mills se preguntó medio en broma si tendría algún parentesco con Wild Bill. Ambos tenían un aire de roedor.

El policía uniformado volvió a golpear el vidrio.

—¡He dicho que salga de la puta taquilla! ¡Ahora mismo!

—¡Espere! —gruñó el hombre—. ¡Ya saldré! ¡Espere un momento! ¡Saldré cuando lo tengan todo controlado!

Otro agente intentaba obtener una declaración del hombre a través del vidrio.

—Déjeme hablar con él un rato —pidió al agente de la porra mientras bajaba la cabeza hacia los orificios de comunicación—. ¿Ha oído gritos? ¿Ha visto algo? ¿Cualquier cosa que le pareciera extraña?

—No —contestó el hombre.

Permaneció sentado con los brazos cruzados, como una rana gigantesca sobre la hoja de un nenúfar.

—¿Ha visto entrar a alguien con un paquete bajo el brazo?

—Todo el mundo que entra aquí lleva un paquete debajo del brazo —resopló el hombre—. Algunos tipos traen maletas llenas de cosas. ¿Y dice que si he oído gritos? No paran de gritar allá atrás. Es de lo que va esto, amiguito.

El agente uniformado le lanzó una mirada asesina.

—¿Le gusta su forma de ganarse la vida, amigo? ¿Le gustan las cosas que ve?

—No, no me gusta. Pero así es la vida, ¿no? —replicó el gordo con una sonrisa torva.

Mills y Somerset cruzaron la puerta metálica en el momento en que sacaban a un hombre que vestía un corsé de cuero. Si hubiera llevado traje habría tenido aspecto de banquero respetable.

En el interior, el pasillo estaba pintado de rojo y las bombillas desnudas que pendían del techo tornaban el ambiente aún más rojizo. El estruendo ensordecedor del heavy metal azotó los oídos de Mills. Tenía grabado en la memoria el dibujo del infierno de Dante que adornaba su ejemplar de bolsillo.

—¿Detectives?

Un policía de aspecto aturdido, embutido en una camisa de manga corta empapada en sudor, les hizo señas desde el otro extremo del pasillo.

—Por aquí.

El policía los condujo a través de un laberinto de pasadizos de color rojo deslumbrante hasta una estancia iluminada por un foco que parpadeaba desde el techo. No había ninguna otra luz en la habitación a excepción del brillo rojo que procedía del pasillo. El policía sudoroso se detuvo en el umbral.

—Por fin hemos logrado reducir al sospechoso. Pero no quiero volver a entrar. Me quedaré aquí por si me necesitan.

Mills entró en la estancia con cautela, desorientado por el foco parpadeante. La música retumbaba al mismo volumen en el interior. Dos enfermeros rodeaban al sospechoso, un hombre desnudo de complexión nervuda, cabello gris oscuro y unos cincuenta y cinco años de edad que llevaba una sábana enrollada alrededor de las caderas. Tenía las manos esposadas a la espalda y estaba histérico. Uno de los enfermeros luchaba por mantenerle la cabeza quieta, mientras el otro intentaba alumbrarle los ojos con una linterna.

Sobre la enorme cama que había en el centro de la habitación se veía la silueta contorsionada de un cuerpo bajo una sábana sobre la que destacaba una mancha de sangre del tamaño de una pizza. Una parte del cabello rubio de la víctima sobresalía por el extremo de la sábana. Por alguna razón, a Mills le recordó el cabello de Tracy, y aquel pensamiento lo enfureció. ¿Por qué iba a recordarle cualquier cosa de aquella pocilga a su mujer?

—¡M…me obligó a hacerlo! —tartamudeó el hombre desnudo intentando zafarse de los dos enfermeros.

—¡Tranquilo, amigo! —le indicó el enfermero de la linterna—. Tengo que echarle un vistazo. Es por su propio bien, gilipollas.

En la pared que se alzaba tras la cama, alguien había rascado la pintura roja para escribir la palabra LUJURIA. A Mills le temblaron las manos mientras contemplaba el mensaje. Le entraron ganas de propinar una patada a algo mientras se acercaba a la cama para examinar a la víctima.

—Le aseguro que no le va a apetecer mirar más de una vez —le advirtió el otro enfermero.

—¡Tenía una pistola! —gritó el hombre desnudo—.

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