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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (19 page)

La abatida Inés intentó por un momento recomponerse.

—No digas eso, mujer, llevaba tres años con nosotros y es normal que llore.

Intervine brevemente:

—¿Sólo tres años? Tenía entendido que eran más.

Debería haberme callado. Inés enterró la cara entre las manos y exclamó:

—¡Dios mío!, tres años tiene mi hijo pequeño, ella lo vio nacer nada más entrar en casa.

Lloraba de nuevo sin consuelo. Malena volvió a abrazarla tiernamente. Se mostraba tan fuerte y juiciosa como de costumbre.

—Vamos, Inés, tranquilízate un poco. Tómate el café.

—Perdóneme, inspectora, desde que me conoce no me ha visto más que llorando. Debe de pensar que soy una tonta.

Permanecí en respetuoso silencio mientras Malena hacía con habilidad su papel.

—La inspectora no piensa eso. Lo estás haciendo muy bien; al fin y al cabo es la primera vez que vienes por aquí. Además, las noticias que me has dado son muy buenas. ¿Sabe, inspectora? Inés piensa regresar ya a su trabajo en la tienda.

—Mis padres opinan que me distraerá.

—Creo que hace bien. No se preocupe, Inés, cogeremos al culpable. La investigación marcha viento en popa —mentí para cooperar en el aliento.

—¿Ha venido en busca de algo? —preguntó Malena.

—Mis compañeros están en casa de los Domènech. Yo sólo he venido para beber su café.

Malena me sonrió de modo encantador y se volvió hacia su amiga.

—¿Te das cuenta, Inés? Mi café ya se ha hecho famoso entre la policía de Barcelona. La inspectora Delicado y yo nos hemos convertido en buenas amigas. ¿Quiere que prepare más café para sus compañeros?

—No, no creo que tengan tiempo. Digamos que yo los representaré.

Sacó una taza más mientras la joven viuda se sonaba la nariz. Luego empezamos las tres a charlar como si aquello fuera una simple reunión de amas de casa que se solazan un rato. Malena conseguía con gran soltura encauzar la conversación hacia temas banales para que su amiga dejara de verse sometida a la influencia de la tragedia que flotaba en el ambiente. Al cabo de un rato, hasta yo misma acabé riendo y comentando nimiedades cotidianas. En el fondo estaba tan poco acostumbrada a aquel tipo de reuniones informales, que el efecto terapéutico de la tertulia recayó también sobre mí.

Cuando me encontraba en la gloria escuchando las anécdotas de los hijos de Malena, sonó mi teléfono móvil. Era Garzón, que me informaba de que el registro había concluido. Le dije dónde estaba y le pedí que viniera a buscarme. Añadí:

—¿Algún resultado?

—Nada, inspectora, esa mujer no se ha cargado a nadie.

—Me lo imaginaba, pero había que intentarlo por lo menos.

Un momento después su coche se detuvo frente a la verja de «Los Ibiscus». Malena insistió en que hiciera pasar al subinspector para ofrecerle un café. Recordando lo desfallecido que estaba, pensé que podía venirle bien y acepté.

Garzón se sentó en aquella alegre sala mirándome como si nunca antes me hubiera visto. Sus ojos decían a gritos: «¿Qué pinta usted aquí?» Inés aprovechó el movimiento para anunciar que se marchaba y Malena la acompañó hasta el jardín. En ese lapsus, la boca de Garzón preguntó lo que había anticipado su mirada:

—¿Qué coño hace aquí, inspectora? ¿Las estaba interrogando?

—Me limitaba a charlar.

—¿Charla de mujeres?

—¡Pues sí!, ¿algo que objetar?

Regresó Malena y nos interrumpimos. Le dio el prometido café al subinspector y nos contó los progresos que notaba en el ánimo de Inés Espinet.

—Aún no sabe si venderá la casa o vendrá a instalarse aquí otra vez, pero está mejor.

Mi compañero vació la taza y en seguida noté su inquietud por largarse. En realidad era lo prudente, por muy bien que yo me encontrara jugando a las amas de casa. Hice un movimiento de retirada, pero entonces Malena dijo mirando su reloj:

—Si esperan cinco minutos más, mis dos hijos mayores volverán del colegio, y la pequeña, del paseo.

—Lo siento, tenemos que irnos ya.

—¡Qué rabia!, les dije a los chicos que si algún día estaban ustedes por aquí hablarían con dos policías de verdad.

—No creo que podamos competir con los de la tele.

—Al menos verían que son ustedes personas normales y corrientes. Últimamente vienen oyendo muchas tonterías en esta urbanización.

Medité un momento, y miré la hora.

—Quizá... ya que el tema que nos ha traído aquí no ha dado nada positivo... bueno, la policía también tiene deberes educacionales con respecto a la sociedad. Esperaremos.

Mi ayudante me miró con estupor. No entendía gran cosa de mi modo de obrar. Por las lucecillas que emanaban sus ojos pude comprobar que aún me creía inmersa en algún vericueto de la investigación del que no había sido informado todavía. Pero no era así, simplemente no tenía ganas de marcharme. Quería ver a los niños de Malena y en especial a aquella pequeña rubia que solía sonreírme.

Apenas si esperamos. Tal y como su madre había anunciado, unos minutos después los dos niños Puig regresaron de la escuela. Eran graciosos, se parecían mucho a su padre. Llevaban bastante polvo en la ropa y el pelo, y olían a esa mezcla indefinible pero inconfundible a que huelen los escolares recién salidos del aula.

Dejaron sus voluminosas carteras en un rincón y vinieron a sentarse con nosotros a instancias de su madre. Cuando fuimos presentados por ésta, los rostros de ambos reflejaron una total fascinación. No soltaban ni una palabra, pero nos taladraban con la mirada. Instantes más tarde apareció la niñera acompañando a la preciosa hija de los Puig. Sin poder resistirme, me incorporé y la cogí en brazos. Como siempre, tranquila y coqueta, la niña me sonrió. Le di un montón de besos y a punto estuve de soltarle una de esas parrafadas ininteligibles cargadas de ternura que se usan para bebés y animales domésticos. Sin embargo, advertí que Garzón me observaba con algo parecido a la censura y eso me cohibió.

La madre y la asistenta se llevaron a la pequeña para lavarla un poco. Permanecimos solos con los dos varones, que seguían con los ojos abiertos como
búhos
. Ni mi compañero ni yo teníamos la menor idea de lo que era pertinente decir. De pronto, el pequeño abrió por primera vez la boca para preguntar:

—¿Lleváis pistola?

—Sí, es obligatoria para un policía —dijo Garzón buscando coartadas como un criminal.

—¿Ella también? —preguntó el otro en un ramalazo de machismo congénito.

—Pues claro, ella es mi jefa —informó Fermín.

Los dos pares de ojos de rapaz me enfocaron a mí con curiosidad.

—¿Podemos verlas?

Bueno, aquello no estaba en el programa. ¿Mostrárselas sería contraproducente psicológicamente, contribuiría a la delincuencia juvenil? El subinspector, más resolutivo que yo, sacó su Star 30 PK y se la enseñó a los chicos acompañando la acción de una recomendación moral.

—No hay que usar armas jamás. Yo, aunque soy policía, hace mucho tiempo que no la he usado.

El mayor, con la inteligencia deductiva propia de las nuevas generaciones, preguntó en consecuencia:

—Pero la has usado alguna vez.

Garzón se quedó lívido.

—Sí, más que nada para intimidar.

No se hizo esperar la siguiente pregunta lógica, que en esta ocasión lanzó el pequeño:

—¿Qué es intimidar?

Miré al subinspector a ver cómo salía de aquello, pero él, sin inmutarse, respondió:

—Para asustar.

—Ya —se conformó el curioso y, volviéndose hacia mí, casi exigió—: ¿Y la tuya?

Nada convencida de lo que estábamos haciendo, saqué del bolso mi Glock 19 y la exhibí. Hubo reacción.

—¡Jo, qué chula es!

Incluso a mí me pareció preciosa. Acaricié sus compactos contornos de polímero.

—Tiene accesorios —dije—. Un puntero de láser y una linterna, pero hoy no los llevo.

Oí que Malena se aproximaba y metí rápidamente la pistola en el bolso con sensación de culpabilidad. Aquellos niños tan listos sin duda se dieron cuenta de mi gesto, que denotaba operaciones clandestinas, y disimularon en seguida. Estuve segura de que guardarían el secreto de aquellas exhibiciones armamentistas frente a su madre. De nuevo estaba con nosotros la pequeña Ana, que con la cara lavada y oliendo a colonia resultaba aún más comestible. Entonces Malena hizo algo que le agradecí. Sin duda dándose cuenta del
faible
que sentía por su hija, puso su mano en la mía y me sugirió que saliera un rato con ella al jardín.

Aproveché al máximo aquella felicidad cómplice que se me brindaba. Salí al jardín con Ana y ambas lo recorrimos deteniéndonos en cosas que llamaban su atención: una piedra de forma especial, un caracol, un trocito de papel que alguien había tirado. Su mundo era mucho más preciso y atento al detalle que el de los adultos. Mientras nosotros íbamos y veníamos vertiginosamente con la mente puesta en el pasado o en el futuro, los niños pequeños observaban y disfrutaban del presente inmediato en toda su plenitud. Quizá no habría sido descabellado pedirles ayuda en una investigación.

Pocos minutos después, el subinspector dio unos golpecitos en el cristal de la ventana y me hizo una señal inequívoca de que debíamos marcharnos. Me resigné, porque lo cierto e incomprensible es que habría permanecido jugando con aquella muñeca un buen rato más.

En el coche, mientras volvíamos a Barcelona, el subinspector se permitió entrar en mi intimidad.

—Le gusta a usted esa niña, ¿eh, inspectora?

—Es mona —dije en tono casual.

—¿Por qué no se casa otra vez y tiene un bebé? O incluso puede seguir sola y adoptar a una niña china. Ahora eso es una cosa muy corriente.

Lo miré de través.

—A usted le gusta el fútbol y no por eso se lleva a un jugador a casa.

—No es lo mismo; no obstante, lo pensaré, es una posibilidad. De todos modos le advierto que sólo pretendía que usted fuera feliz.

—¿Y quién coño le dice que quiero ser feliz? Me siento perfectamente siendo desgraciada, estando frustrada y puteada. ¿No se había dado cuenta?

—En el fondo, sí —dijo muy serio.

—Pues eso.

No volvimos a hablar en todo el trayecto. Un cabreo más que añadir a la ya larga lista de nuestra convivencia profesional.

Al llegar a comisaría me esperaba una sorpresa. Jordi Puig había llamado preguntando por mí. Malena se había dado más prisa en cumplir mi recomendación de lo que cabía esperar. Me esperaba en el bufete Espinet-Puig.

Salí escapada y tomé un taxi pensando llegar antes. Craso error. Quedamos atrapados en un embotellamiento dos calles más lejos. El taxista dictaminó:

—Todo este follón es por las obras para la misa del papa. Se arma cada vez que descargan material.

Un sentido genérico de la prudencia me llevó a no hacer comentarios por miedo a herir sensibilidades religiosas. Sin embargo, aquel buen hombre tenía su propio plan para la visita pontificia y, sin que pudiera evitarlo, me lo hizo saber.

—Yo habría hecho el altar para la misa en la montaña del Tibidabo. ¿No es allí desde donde el demonio tentó a Jesús? «Todo esto te daré si me adoras.» Era así, ¿no? Bueno, pues ahora se hace una misa para celebrar que el demonio no ganó. Así, todos contentos, los conductores y Dios.

Admiré las capacidades teológico-prácticas del pueblo español, siempre sorprendente. Debía recomendar al cardenal Di Marteri que se dejara aconsejar por la sabiduría popular.

La recepcionista del bufete de abogados me hizo pasar a una sala de espera donde hice lo indicado en aquella localización: esperar. Después de veinte inacabables minutos, Puig me recibió al fin. Pidió disculpas por el retraso, que me parecieron sinceras.

—Inspectora, lamento haberla hecho venir y, encima, esperar, pero estaba en una reunión.

—No tiene importancia. ¿Ha hablado usted con su esposa?

—Sí, por eso la llamo. La verdad es que me sorprendió lo que me dijo, y ni siquiera estoy seguro de que lo que voy a contarle tenga la más mínima importancia pero... en fin, si cualquier cosa sirve... El caso es que hace unos meses noté que Juan Luis estaba bastante raro y ausente mientras trabajábamos. Me inquieté, porque no solía despistarse jamás. Le pregunté si le pasaba algo y me dejó de una pieza al contestarme que tenía un problema amoroso con una mujer que no era Inés.

—¿Qué tipo de problema?

—No me lo contó, ni me dijo quién era la mujer, seguramente porque yo no la conocía.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Quizá hace unos tres meses.

—¿Y eso es todo?

—Sí.

—¿No le contó nada más, ni se extendió en detalles, ni precisó qué clase de problema era aquél?

—No —respondió con su cara de rana sin comprender mi extrañeza.

—¿Y qué le dijo usted?

—¿Yo?... bueno, no lo recuerdo muy bien. Le pregunté si Inés lo sabía y me contestó que no y... nada más. Bueno, sí, le pedí que fuera prudente, que no cometiera ningún error.

—¿Y cómo respondió él?

—Me aseguró que ya lo tenía todo controlado.

—Usted me perdonará, Jordi, pero la suya con Espinet era una amistad muy rara.

—No veo por qué.

—Trabaja usted con un amigo, se ven además los fines de semana, comparten urbanización, diversiones, ¿y no son capaces de hacerse la más mínima confidencia?

—Le estoy diciendo que él me la hizo.

—Digamos que le hizo media confidencia.

Me miraba con su pinta de niño empollón recibiendo una bronca inmerecida.

—Le estoy diciendo la verdad, tal y como sucedió.

Parecía compungido, incluso arrepentido de haberme llamado. ¿Aquél era un abogado que prosperaba en el ejercicio de su profesión, un hombre que se enfrentaba a casos complicados y los llevaba a buen puerto? Sin duda tenía una doble personalidad. De algún modo supo lo que estaba pensando porque bajó la vista y dijo:

—Yo no soy un hombre muy expansivo, inspectora. No hablo demasiado ni tengo costumbre de intercambiar confidencias de la vida privada.

—¿Comentó con alguien lo que Juan Luis le contó?

—No.

—¿Ni siquiera con su esposa?

—No.

—Comprendo.

En eso estaba mintiendo. Se lo dijo en su día a Malena, ésta lo recordó al hablar conmigo y le dio la oportunidad de que fuera él mismo quien me lo hiciera saber. Poco importaba. En cuanto a lo demás, seguramente decía la verdad. Muchos hombres actúan así. Para ellos la amistad consiste en practicar juntos algún deporte, hablar de trabajo, tomar una cerveza y despedirse hasta el día siguiente. Pueden pasar así años enteros sin que ninguno de ellos dude de que los une una gran amistad.

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