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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (12 page)

—¿Su marido no protesta?

—Él llega a la misma hora que yo. Además, es difícil reprocharse el verse poco porque no nos vemos nada. No hay tiempo material.

Rió atacando una judía verde como si fuera jabugo. Me contó que su empresa tenía aún un tamaño mediano, pero llevaba un acelerado ritmo de expansión. Según su versión, trabajaba tantas horas porque se trataba de un momento especialmente crucial. No la creí, cuando uno trabaja con semejante pasión es muy difícil encontrar el punto idóneo para aminorar la marcha. Rosa era una mujer que se esforzaba por tener lo que ya habría tenido sin necesidad de esforzarse. Su marido trabajaba en la empresa de su padre y algún día llegaría a heredarla. El dinero no debía de faltarles. Sin embargo, la ambición de aquella chica era fácil de entender para mí. Creaba algo por sí misma y pasaba a la acción. ¡Por un poco de acción había abandonado yo mi trabajo de abogada! Claro que en mi caso las cuestiones económicas fueron a peor con el cambio, un síntoma claro del poco sentido práctico de las mujeres de mi generación.

—Quiero hacerle algunas preguntas.

—¿Va bien la investigación? ¿Ya tienen una lista de sospechosos?

—Estamos intentando poner cada cosa en su lugar; por ejemplo, la personalidad de la víctima.

—¿Es eso lo que quiere preguntarme?

—Estoy convencida de que usted puede decirme cómo era Juan Luis.

—Resulta complicado, cada uno tiene una percepción distinta sobre los demás. Hay algo indiscutible, sin embargo, Juan Luis era el número uno en todo, eso se lo dirá cualquiera: guapo, brillante, batallador, con éxito en su trabajo, equilibrado mentalmente...

—¿Era buena persona?

—Sí. Tenía fama de no haber hecho malas pasadas a nadie para subir.

—Ventajas de empezar desde arriba.

—Es un modo de verlo.

—Rosa, ¿piensa que Juan Luis le era fiel a Inés?

No le sorprendió la pregunta.

—Alguna vez lo he pensado yo también. La pobre Inés es tan sosa... Aunque no creo, la verdad, él aparecía ante todos como un hombre íntegro y moral. Estoy segura de que no tenía ninguna amante fija. No se habría jugado su prestigio y su familia por algo así. Otra cosa es que pudiera ligar en alguna ocasión, un viaje de negocios, un congreso... supongo que todos los hombres hacen cosas por el estilo.

—¿Cree que su marido también las hace?

—¿El mío? No sé, quizá. No me importaría si lo hiciera, el hombre siempre está más cerca de la naturaleza animal. De cualquier manera, los Espinel se llevaban bien. Juan Luis era muy convencional en algunos aspectos, le gustaban las mujeres tradicionales, dependientes y con pinta angelical.

—Por eso era feliz con su esposa.

—¿Usted está casada, inspectora?

—Me casé dos veces y dos veces me divorcié. No creo que vuelva a casarme de nuevo.

—¿Tiene hijos?

—No.

—A veces pienso que sólo las mujeres que no tenemos hijos podemos llegar a ser alguien.

—Hay quien, aun con hijos, consigue grandes cosas.

—¡A costa de perder la salud! Aunque no haya tenido hijos, no los echo de menos, ¿y usted?

Estuve tentada de interrumpir la conversación en aquel punto. Todo aquello me parecía demasiado personal. Luego pensé que la vida me había apartado en exceso del mundo femenino y por eso me chocaba su manera franca de hablar. Decidí contestar sin caer en la confidencia:

—No lo sé, ¿cómo puede echarse de menos algo que se desconoce?

Asintió con una sonrisa y nos quedamos frente a frente sin saber qué añadir. Aproveché para disculparme y marcharme, ya tenía lo que quería, una opinión sobre Espinet y una aproximación al modo de ser de Rosa. Sin embargo, un sentimiento de frustración creció en mí, la misma que había sentido tras los interrogatorios de todos aquellos testigos. Era como quedarse a medias, como no penetrar en algo que se insinuaba con claridad. ¿Eran todos ellos sospechosos? ¿Alguien de entre sus amigos, quizá su propia mujer, había pagado a un asesino para que se cargara a Juan Luis? Aquella sospecha imprecisa, casi irracional, se me había metido entre ceja y ceja a raíz de mis entrevistas con el grupo de «El Paradís». Todo era tan perfecto, tan normal, que parecía ocultar una realidad menos apacible. Sólo me faltaba interrogar en solitario a Mateo Salvia, pero dudaba que él pudiera abrir alguna puerta trascendental. Su testimonio sería uno más en la misma línea, estaba casi convencida. ¡Santo Dios!, ¿cómo interrogar a sospechosos que no lo eran sobre hipótesis que no se planteaban claramente? ¿Qué esperar de semejante estrategia errática? ¿Cómo llevar adelante una investigación sin más pistas que un arañazo y una pisada en el barro? ¿Y si estábamos rizando el rizo y el asesino era un simple ladrón al que Espinet sorprendió? Eran demasiados interrogantes sin respuesta para el tiempo que llevábamos en la investigación. Aquello no presentaba visos de arrancar y tomar un camino razonable. Estábamos encerrados en un círculo, como encerrados estaban los habitantes de «El Paradís».

La teoría detectivesca dice que cuando las aguas están estancadas es necesario removerlas para que afloren cosas a la superficie. Hacer eso es relativamente sencillo en ambientes de delito y marginalidad, pero que alguien me explicara cómo pueden removerse las aguas sosegadas y limpias de aquel estrato social instalado en la comodidad y la discreción como en terreno propio. Es fácil dar una patada en una charca hedionda, pero acercar un pie al lago de los cisnes es otra cuestión.

Apunté en mi libreta de retratos psicológicos: «Rosa Salvia. Mentalidad práctica y sintética. Dura, poco sentimental, aunque la reacción al asesinato fueran las lágrimas. Amable. Ambiciosa para los negocios.» Empezaba a tener serias dudas de que aquella galería freudiana sirviera para algo.

A las siete en punto de la tarde metí la cabeza en la reunión diaria sobre la seguridad papal. Esta vez era la primera en llegar. No en realidad la primera, puesto que el cardenal Di Marteri ya estaba allí. Solo, sentado a una mesa, revisaba papeles en silencio. En cuanto me vio entrar se levantó dirigiéndose hacia mí. Era imposible una retirada airosa.

—¿Cómo está, inspectora? Veo que hoy llega usted muy puntual.

—Me he propuesto no volver a pecar, al menos en pequeñas cosas.

—Le gusta a usted el juego verbal, ¿eh?

—Me gusta el juego en general.

—Sí, jugar con las palabras, con las situaciones... arremeter un poco contra la tradición. Ésa es una característica muy juvenil, indica un poso de rebeldía que en sí mismo está bien.

Solté una risita estúpida que apenas encubría mi interés por sus palabras. Continuó parsimoniosamente:

—Lo malo es que... esa rebeldía puede convertirse en algo crónico una vez superada cierta edad, y entonces el juego sólo remite a sí mismo y resulta baldío.

Lo taladré con la mirada. Aquel párroco de lujo había conseguido alterarme. Noté que me sonrojaba.

—¡Vaya, creí que los sacerdotes se dedicaban sólo a las almas! Debería dejar usted un poco de campo libre a los psicoanalistas.

—El alma y la mente son primas hermanas, inspectora.

—Deben de serlo, ambas nos agobian con sus inútiles ansias de perfección.

—De las cuales es imposible huir.

—No tan imposible, monseñor.

En ese momento entró el comisario Coronas y se quedó de una pieza al vernos charlar. Lo primero que debió de pasar por su imaginación fue que estaba soltándole alguna inconveniencia a aquel ilustre emisario del pontífice. Llegó en dos zancadas hasta donde estábamos e hizo un amago vergonzante de besar la mano del prelado.

—¡Buenas noches! Veo que ya han empezado la reunión. ¿Se le ha ocurrido a la inspectora alguna estrategia de seguridad interesante?

—La estrategia de huir —respondió Di Marteri.

—¿Su Santidad huyendo en el
papamóvil
? —soltó Coronas entre carcajadas falsas que mostraban su creciente inquietud.

—No, hablábamos de la fuga de almas.

El comisario, seguro ya de estar asistiendo únicamente a la capa externa de una conversación, se volvió hacia la puerta a punto de perder los nervios justo para ver llegar al grueso de los inspectores que asistirían a la reunión. Soltó un grito de felicidad como si fueran los invitados a su boda.

—¡Hombre, ya están aquí! Adelante, vamos a empezar en seguida.

Mis compañeros no entendían gran cosa de aquella bienvenida tan entusiasta. Se fueron sentando al igual que hice yo ante la mirada beatífica de aquel cardenal pendenciero. Me sentía indignada aún. ¿Por qué aquel individuo, al que yo no había conferido ninguna atribución sobre mi vida, se atrevía a hacerme reflexiones de tipo moral? Era como si te encontraras a un médico en la parada del autobús y corriera tras de ti empeñado en hacerte un diagnóstico sobre tu salud. Bien, Coronas podía decir misa, pero yo a aquel tío iba a pegarle un corte memorable en la próxima ocasión. ¡Como hay Dios que lo haría! O, puestos en batalla teológica, tanto si lo hay como si no.

Según lo que ya se estaba constituyendo en una costumbre, no conseguí permanecer mínimamente atenta al objetivo de aquellas absurdas reuniones. Me importaba tres bledos que el
papamóvil
se desplazara por una o por otra calle y cuántos geos pensaban apostar en cada una de las terrazas. Puse cara de enfado y procuré no pensar.

Al cabo de unos minutos llegó Garzón, intentando disculparse por su retraso ante la asamblea con unos ridículos y sigilosos pasitos de avutarda. Se sentó a mi lado. Me miró. Como me conocía bien, en seguida se dio cuenta de que algún diablo se había instalado en mí. Dibujó un interrogante con sus cejas, más pobladas que Calcuta. Negué. Asintió. Después me dijo al oído:

—Lali no está ilegal en España. Todo OK en inmigración. Ya nos darán detalles en un informe.

Un carraspeo violento de Coronas nos indicó la conveniencia de callar. Dejé pasar media hora y, en señal de protesta por la pérdida de tiempo, me levanté ostensiblemente y me fui. Dije al oído de Garzón:

—Acuérdese de que mañana cenamos en casa de las Enárquez.

—¡Hostia! —exclamó él un poquito más fuerte de lo aconsejable.

Supuse y deseé que lo hubiera oído el cardenal.

A las nueve en punto del sábado noche llamamos al timbre de las hermanas Enárquez en la calle Muntaner. Su piso estaba situado en un elegante edificio modernista lleno de empaque. Subimos en un ascensor antiguo e historiado como una calesa. La cara de Garzón era un poema. Como un niño al que obligan a ir de visita estaba enfurruñado y tenso. Llevaba uno de sus trajes de sepulturero y una corbata estampada con pequeñas estatuas de la Libertad que debía de haberle mandado su hijo desde Nueva York. Olía a alguna colonia oscura y densa como un licor.

—Está usted muy guapo, le auguro un éxito total —osé decirle.

Esperaba una réplica ingeniosa pero me equivoqué, irguió un dedo en el aire y lo agitó frente a mis ojos.

—Recuerda a quién se le ocurrió que viniéramos aquí, ¿verdad? Y también recuerda para qué hemos venido, ¿no?

Lo aplaqué con toquecitos suaves en la solapa.

—Tranquilícese, Fermín, sólo he dicho que estaba guapo, no es para ponerse tan furibundo.

Llamamos a una recia puerta de madera tallada con volutas y flores. Nos abrió una joven sirvienta que nos dejó instalados en un hermoso salón clásico lleno de cuadros antiguos, muebles de caoba y objetos artísticos.

—Mucha pasta es lo que tienen sus amigas, querido Garzón.

—Bueno, pues que se la guarden. ¿Ya ha pensado en lo que va a decir?

En ese momento apareció Concepción Enárquez envuelta en un vestido de seda malva. De su cuello pendía un collar de perlas largo como la cadena de un excusado.

—¡Queridos amigos!, ¿cómo están?

Nos besamos con abundante estrépito.

—Emilia llegará en seguida. Está acabando de arreglarse. ¡Es tan coqueta y perfeccionista que siempre tarda un rato más que yo!

Le lanzó al subinspector una mirada cómplice. Creo que por primera vez pude certificar que los resquemores de mi compañero tenían algo de cierto. Allí se fraguaba un encuentro celestinesco del que quizá no estaba excluido el matrimonio. Parecía que Concepción, siendo viuda, retrocedía un paso en favor de su hermana, que nunca había probado las mieles conyugales. Y todo daba a entender que el apicultor escogido era Fermín Garzón.

—¡Miren, ya está aquí! —dijo como una jefa de pista anunciando la actuación estelar.

Emilia Enárquez entró enfundada en un alegre traje de gasa adornado con minúsculas florecitas. Probablemente era un poco inadecuado para su edad, aunque la sonrisa inocente y azarada que mostraban sus labios la hacía parecer una veinteañera dispuesta al flirteo. Dirigió los ojos de pestañas mariposiles hacia el subinspector y habría jurado que se ruborizaba. ¿A qué se habría dedicado el cabrón de mi subordinado durante los días del Club Méditerranée? Tanto rubor y tantas expectativas no podían fundamentarse únicamente en el trato amistoso. Concepción se adelantó a cualquier inicio de diálogo y nos puso en inmediato movimiento.

—Vengan, vayámonos de aquí. Nosotras no hacemos vida en este salón. Todas estas cosas provienen de herencias, pero la verdad es que resultan bastante
demodés.

Avanzamos por un pasillo penumbroso y fuimos a parar a otra sala mucho más actual. Allí la decoración se había
aggiornado
al máximo: muebles de diseño contemporáneo, cuadros abstractos y un moderno equipo de música digital que funcionaba a toda mecha emitiendo melodías del jazz más caliente.

—Bueno, esto es otra cosa. Se habían asustado, ¡a que sí! Pensaron que íbamos a pasar una velada formal con cubiertos de plata y hablando de antepasados.

—Sí, de abuelos emigrados a Cuba —rió Emilia.

—Pues ni pensarlo. No hemos invitado al hombre más divertido de Barcelona para meterlo en un funeral.

Garzón, incluso con el recelo típico de la presa asediada, no pudo por menos de cacarear una risa de halago. Nos sentamos a charlar y, dos martinis más tarde, sirvieron la cena, platos deliciosos con los que no dejábamos de libar un magnífico rioja. Ya hacia el final de los entrantes salieron a relucir recuerdos del verano en Mallorca.

—¿Os acordáis de aquel día en que Fermín se tiró desde el trampolín de la piscina con zapatos y calcetines?

—¿Y cuando cogimos tal trompa que no encontrábamos la habitación en el hotel?

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