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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (22 page)

—La gente se muda a Jackson precisamente para escapar de la ciudad.

—¿Y es un error?

—No, si tienes familia.

Sarah calló bruscamente, al sentir el antiguo ácido de la amargura en el estómago. «Una mujer sin hijos es una cascara vacía; una mujer sola vive una vida incompleta».

—Podrías ir a cualquier sitio —siguió Nate—. París, Londres, Roma. Siempre necesitan profesores de inglés en China, si te sientes virtuosa.

—Viajar no es tan divertido, si lo haces sola.

—No tendrías que estar sola.

Sarah alzó la vista, preguntándose si Nate se refería a él. ¿Abandonaría Nate a sus clientes para ser su compañero de viaje durante un año? Por supuesto que no. Probablemente él se la imaginaba como voluntaria del Cuerpo de Paz.

—Ya veré qué pasa. —Sarah lamió la sal del borde de su copa—. Ahora mismo no tengo planes concretos.

Después de cenar, se dirigieron a Georgetown en busca del Studio Four. El taxista los dejó ante una casa de piedra de tres plantas que parecía una residencia particular, salvo por la pequeña placa de latón de la derecha de la puerta. Dentro, la sala, el comedor y el estudio se habían transformado en una galería de paredes blancas, suelos restaurados y una colección de alfombras afganas. Dos puertas abatibles llevaban a una pequeña cocina de la que ocasionalmente salían aromas a pastel y
foccacia
.

Judith los recibió entre besos y tintineos de pulseras.

—Las pinturas de David están en el comedor. Ya se han vendido dos… Quiero presentaros a William Reed. Es un escultor de Carolina del Norte que trabaja con arcilla roja.

Un hombre alto y barbudo extendió una mano teñida de rojo. Lo acompañaba una pintora especializada en transformar los graneros de Tennessee en maravillas geométricas: triángulos y trapecios, rojos, verdes y morados. Tenía un cuerpo tan anguloso como su arte.

—Me gusta el arte de tu marido —dijo la mujer, arrastrando las palabras al hablar—. Tiene algo ensoñador.

Sarah no supo con certeza a qué se refería hasta que entró en el comedor y ahí, encima de la chimenea, vio el retrato al carbón, ella en las sábanas revueltas, sombras grises bajo los pechos. Se había olvidado de ése. Qué irónico. Precisamente cuando había decidido mantenerse vestida ante Nate, ahí estaba exhibida, con los pezones erectos como un par de bomboncitos.

—Bonito dibujo —dijo Nate.

—No vas a comprarlo.

—No, si eso te incomoda.

Un hombre flaco con gafas plateadas pareció relacionar el dibujo con Sarah. Le miró la cara, el pecho, de nuevo la cara.

—Vámonos de aquí —dijo ella, y se refugiaron en el estudio.

—¿Cuánto tiempo quieres quedarte? —preguntó Nate a través de la cabeza de un niñito de arcilla, que tendía a Sarah un diminuto balón de fútbol.

—Veinte minutos. ¿Te gusta esta gente?

Nate miró el mar de ropas negras que lo rodeaba.

—Parecen debatirse entre la pretensión y la desesperación.

Sarah sonrió.

—¿No lo hacemos todos?

Pasados quince minutos, se despidieron de Judith, disculpándose por las prisas.

—Lo entiendo. —Judith les dio dos besos, al estilo de París—. Esto es agobiante. Salid a divertiros.

Fuera, las aceras eran una marea de estudiantes vestidos con chinos y chancletas. Nate miró calle abajo.

—¿Te gustaría entrar en uno de estos bares?

—¿Con todo el alcohol gratis del hotel? —Sarah negó con la cabeza—. Lo que me gustaría es pasear entre los monumentos.

Nate paró un taxi y abrió la puerta con una inclinación de cabeza:

—Sus deseos son órdenes.

Pasaron ante las luces y la música de Georgetown, serpentearon por el antiguo barrio de Foggy Bottom y salieron a orillas del Potomac, junto al monumento a Lincoln. Había muchos turistas paseando, sus voces, apagadas por las vastas proporciones de las lustrosas ruinas, mientras en el interior un flautista invisible tocaba algo lento y triste.

—Erik Satie —murmuró Sarah mientras subían la blanca escalera de piedra.

Se detuvieron al pie de la estatua, donde la punta de la bota de Lincoln sobresalía por encima de sus cabezas. Sarah examinó las sombras talladas en los ojos de la escultura y consideró la cita: «… que esta nación, Dios mediante, verá un nuevo nacimiento de la libertad». Se volvió a mirar al otro lado, donde el monumento a Washington estaba rodeado de banderas inmóviles. Parecía tan pequeño, un alfiler iluminado que perforaba el cielo, con rojos ojos de serpiente que parpadearon cuando ella los miraba. A su espalda, el último aliento del flautista se fundió en unos segundos de silencio, roto por el
crescendo
de un avión que descendía sobre el Potomac.

—El monumento a la Segunda Guerra Mundial está ahí delante —señaló Nate—. El de Corea a la derecha y Vietnam a la izquierda. ¿Cuál te gustaría ver?

Sarah titubeó, intentando elegir una guerra.

—Ninguno —dijo, porque de pronto se le había ocurrido que aquél no era el lugar donde debía estar. Por muy sereno que fuese el sitio, ella no necesitaba estar en ese cuadrángulo de monumentos conmemorativos. El recuerdo de los muertos era la única pulsión humana que había dominado. Lo último que le hacía falta era caminar colina abajo ante un muro de nombres de hombres muertos, miles y miles, la lista cada vez más alta hasta sobrepasar su cabeza, y todas las flores en el suelo y los niños con los calcos, y los veteranos con sus banderas blancas y negras de prisioneros de guerra. Washington era poco más que un mausoleo gigante: el museo del Holocausto con sus deprimentes zapatos; el Pentágono urdiendo sus vergonzosos planes; el Museo Nacional del Indio Americano, una débil disculpa gubernamental por el genocidio; hasta los llorosos mamíferos del Museo de Historia Natural, que tanto le habían gustado de niña, ahora se le antojaban un ejercicio de ilusión mórbida. Todos los rincones de la ciudad estaban saturados de muerte y por primera vez en cuatro meses estuvo a punto de gritar, de llorar por todas las vidas desperdiciadas.

Nate le cubrió los hombros con su americana.

—¿Estás bien?

—Volvamos a la habitación. Quiero asaltar el minibar.

De vuelta en el hotel, bebieron vodka y miraron la televisión hasta bien pasada la medianoche. Nate no dejó de hacerla reír con sus comentarios sobre la idiotez de los
reality shows
, y cuando ella le vio la cara iluminada por los destellos de la pantalla, recordó a David años atrás, cuando miraban
Historias de la cripta
.

Agradecía la compañía de Nate, agradecía su voluntad de llevarla a inauguraciones de arte y restaurantes de moda. Era el compañero perfecto para su coyuntura vital. Pero no lo amaba; y no dejaba de recordarlo. ¿Cómo podía amar al capitalista por antonomasia, un hombre cuya felicidad se hallaba vinculada al Standard & Poor's 500, que bebía coches y mujeres como si fueran vasos de agua? El atractivo de Nate era el atractivo de todos los vicios, un placer momentáneo seguido de semanas de culpabilidad. Y, sin embargo, al intentar clasificarlo con las trufas de chocolate, como otro dulce que prohibirse en Cuaresma, no conseguía desecharlo con tanta facilidad. Había sido amable con ella, más que generoso con su tiempo, y eso hacía que le gustase.

—¿Desayunamos mañana? —preguntó él cuando apagaron la tele.

—No temprano.

—No, no temprano. Seguramente iré al gimnasio cuando me levante, me ducharé y, ¿tomamos después un desayuno–almuerzo?

Ella asintió con un gesto y Nate se inclinó brevemente, como si fuera a besarle la mejilla, pero no lo hizo.

—Bien, buenas noches, Sarah.

—Buenas noches.

La mañana siguiente, después de un sustancioso bufé de desayuno, fueron a dar un paseo por los alrededores del hotel. En el barrio abundaban las tiendas de ropa y los restaurantes en los bajos de los grises y rectangulares edificios de oficinas. Sarah siguió a Nate al interior de Burberry, donde un anciano caballero vestido con un traje gris les ofreció su ayuda. Mientras ella admiraba las corbatas de Navidad, Nate y el dependiente pasearon por un laberinto de expositores, hablando un idioma de puños y cuellos y número de hilos. ¿Qué daba a su cuñado el aura inconfundible de alguien dispuesto a gastarse un buen dinero? ¿Era sólo el corte de pelo o la piel de sus zapatos? Sarah echó un vistazo a las otras mujeres del establecimiento, con sus faldas, botas y chaquetas caras, y luego miró sus precarios vaqueros y zapatillas.

Cuando Nate hubo terminado, siguieron calle abajo.

—Me parece increíble que te hayas gastado 180 dólares en una camisa.

—¿Te parece inmoral? —Nate sonrió.

—Creo que podrías haberte comprado algo igual de bonito por la mitad de precio.

—Pero cada vez que me la ponga notaré la diferencia.

—Eso parece una frase de «La princesa y el guisante». Pero qué más da. Date el gusto.

Nate se detuvo ante un escaparate donde un trío de maniquís resplandecía en una nevada de lentejuelas.

—¿Cuándo fue la última vez que lo hiciste tú?

La tomó de la mano y la llevó adentro. Los recibió un efluvio de flores secas aromáticas y una dependienta que parecía de unos veintidós años. Nate le dirigió una sonrisa encantadora.

—Mi cuñada quiere un nuevo vestido de noche.

—No —replicó Sarah—, no es verdad.

Nate sonrió de nuevo a la joven y luego susurró a Sarah:

—¿Qué te pones esta noche?

—El mismo vestido que llevé en la inauguración de Jackson.

—Estabas increíble con ese vestido, pero ¿cuánto hace que lo tienes?

Ella titubeó.

—Once años.

Nate intercambió una mirada de complicidad con la dependienta y luego miró a Sarah directamente a los ojos.

—Date el gusto. Dámelo a mí.

Veinte minutos y cinco vestidos después, Sarah rotaba ante un semioctágono de espejos con un vestido de seda sin mangas cuya falda bordada con cuentas le daba el aspecto de una gitana remojada en merlot. Se miró la espalda por encima del hombro, donde unos suaves pliegues ovalados le caían por los omóplatos. ¿Por qué había estado llevando vaqueros y camisetas durante los últimos diez años? ¿Era su preferencia por las tiendas de segunda mano una costumbre de la universidad? Ahora sólo se sentía satisfecha si vestía una ganga.

Pero tal vez esto fuese una ganga. Contempló el resplandor de las cuentas mientras se mecía de un lado a otro. ¿Y qué, si el precio hacía que la camisa de Nate pareciese una superoferta? Si una mujer tenía la oportunidad de comprar un poco de felicidad, ¿no estaba ese dinero bien gastado?

Cuando salió del probador, la sonrisa de Nate confirmó sus pensamientos.

—Perfecto.

La dependienta asintió.

—¿Tiene zapatos para llevar con el vestido? Hay una zapatería fantástica en la siguiente manzana.

Al mediodía Sarah se encontró caminando hacia Dupont Circle con dos bolsas al brazo.

—En mi vida me he puesto unos tacones tan altos.

—Eso es porque te has pasado la vida en Birkenstocks.

—Y seguramente no me los volveré a poner, después de esta noche.

—Entonces tienes una visión muy limitada de tu futuro.

—Y bien. —Sarah se detuvo a contemplar las librerías y los restaurantes—. Ahora, ¿dónde?

Nate miró la calle.

—Tengo una idea. Detuvo un taxi y abrió la puerta.

—¿Adónde vamos?

—Es una sorpresa.

Condujeron hasta Georgetown y salieron del taxi ante un rótulo que rezaba VACACIONES ROMANAS.

—¿Un
spa
? —Sarah se echó a reír.

—¿Por qué no? Invito yo.

La última vez que Sarah había ido a un
spa
era a inicios de su primer embarazo. Entonces había comprendido el viejo adagio del cuerpo como templo, algo que debía lustrarse y pintarse y llenarse de ofrendas comestibles. Pero las deidades la habían abandonado con cada nuevo embarazo truncado, hasta que ella sintió que su carne improductiva no merecía mimos.

—Te he apuntado a un masaje sueco y una manicura —dijo Nate desde el mostrador, sosteniendo un menú encuadernado en piel que recordaba a una lista de vinos.

—Está bien, supongo.

—Intenta divertirte —le gritó él, mientras una empleada se la llevaba.

Le abochornaba estar desnuda bajo una sábana de algodón, su cara apretada en un óvalo de terciopelo mientras su mirada recorría las venas púrpura del suelo de mármol. A su lado, una mujer asiática con un carrito lleno de frascos le bajó la sábana hasta las caderas. Sintió que los dedos de la mujer recorrían levemente sus costados y brazos, trazando la forma que luego se dispondría a llenar. Luego oyó el tintineo de un frasco de cristal al abrirse, olió a lavanda y experimentó en la nuca, en remolinos concéntricos, toda la presión de las palmas de la mujer. Las manos se movían una tras otra, avanzaban en una espiral continuada, de modo que Sarah no sabía dónde empezaba una mano y terminaba la otra. Desde la base de la nuca, las oleadas descendieron a la parte baja de la espalda y se derramaron en el suelo hasta que, inesperadamente, Sarah se vio sonriendo. «Que todo caiga», pensó. Toda la tristeza y la culpabilidad, todas las represiones puritanas. Caed, caed al suelo y desapareced en el laberinto púrpura. Disfrutaría de esta hora de paz, de este día del todo decadente. Disfrutaría del vestido y los zapatos y el hermano, sus recompensas por, sencillamente, estar viva. Nate era un hombre brillante; tenía talento para el placer. Debía acordarse de agradecérselo.

Noventa minutos más y sorbía una Evian, su mano derecha extendida en una tela mientras la manicura le frotaba aceite en las cutículas.

—¿Cómo fue el masaje? —preguntó Nate detrás de un ejemplar de
Fortune
.

—Celestial. Sentí que podía resbalar directamente al suelo. ¿Te han dado uno?

—Sí.

—¿Una chica preciosa con un carrito lleno de frascos?

—No. Un tipo enorme que me ha machacado. Me siento como un bistec pulverizado.

—¿Pediste eso?

—Pues claro.

—Creía que habrías elegido una mujer asiática con aceite de eucalipto.

Nate sonrió.

—Eso no me relaja. Eso me excita.

—Ah. —Sarah observó que la uña de su pulgar desaparecía bajo una capa de carmesí—. Comprendido.

Esa noche, llegaron al Kennedy Center cinco minutos; antes de que sonara la primera nota. Dentro de la sala, sus asientos estaban en el centro de la fila 10.

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