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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (2 page)

Mi hermano decía que
pater
era un héroe, que se había mantenido firme cuando otros hombres escapaban corriendo, que salvó muchas vidas y que, cuando los tebanos lo cogieron, no lo despojaron, sino que pidieron un rescate como el de un señor. Yo era pequeño y no sabía nada de rescates, solo que
pater
, que para mí era como un dios, no podía andar y su estado de ánimo era sombrío.

—Los otros Corvaxos fueron los primeros que salieron corriendo —musitó Chalkidis—. Escaparon corriendo y dejaron el flanco de
pater
abierto a las lanzas tebanas, y ahora caminan avergonzados por la ciudad, temiendo lo que pueda decir
pater
.

Nosotros éramos los Corvaxos, los hombres del cuervo; el cuervo de Apolo. Levanta la vista, muchacha. En mi
aspis
está el ave negra, ¡y que los dioses hagan que nunca vuelva a sentirla en mi brazo! Sabes lo que dice el sabio: no hay hombre feliz hasta que está muerto. Hago una libación en su memoria… que su alma saboree el vino.

El ave negra también está en las velas de nuestras naves y en nuestra casa. Yo tenía cinco años; sabía poco de estas cosas, excepto que
pater
me decía que era buena señal cuando un cuervo se posaba en el tejado de la fragua. Y nuestras mujeres también eran de los Corvaxos: de pelo negro y tez pálida, y estaban estrechamente unidas. Ningún hombre de nuestro valle quería contrariar a mi madre ni a mi hermana en su día. Eran cuervos de Apolo.

Y la verdad es que mi historia comienza en aquella guerra. Desde aquel día, los demás Corvaxos se volvieron contra
pater
y después contra mí. Y desde aquel día, los hombres de Platea decidieron buscar una nueva forma de conseguir que su pequeña población se mantuviera libre frente a Tebas.

A
pater
le costó casi un año ponerse en pie. Creo que, antes de aquel año, éramos ricos, según lo que los campesinos de Beocia consideraban que era ser rico. Teníamos una yunta de bueyes y dos arados, una casa de piedra con una torre, un granero permanente y la fragua. Cuando se convocó la asamblea,
pater
llevaba la panoplia completa, como un señor. Comíamos carne los días de fiesta y bebíamos vino todo el año.

Pero yo era lo bastante mayor para darme cuenta de que, al final de aquel año, ya no éramos ricos. El alfiler de oro de
mater
desapareció, así como todas nuestras copas de metal. Y mi primer mal recuerdo, mi primer recuerdo de temor, es de aquel año.

Simonalkes, el mayor de la otra rama de los Corvaxos, un hombre grande y fuerte, de rostro oscuro, vino a nuestra casa.
Pater
tenía que andar con una muleta, pero se levantó lo más rápido que pudo, maldiciendo a los esclavos que lo ayudaban. Mi hermano estaba en el andrón, la estancia de los hombres, sirviéndole vino a Simón, como un chico educado. Simón puso los pies sobre un banco.

—Necesitarás dinero —le dijo Simón a
pater
, sin saludar siquiera.

El rostro de
pater
enrojeció, pero inclinó la cabeza.

—¿Me estás ofreciendo ayuda, primo?

Simón sacudió la cabeza.

—No necesitas limosna. Te ofrezco una hipoteca contra la hacienda como garantía.

Pater
sacudió la cabeza.

—No —dijo. Si
pater
pensaba que estaba ocultando su enojo, se equivocaba.

—¿Todavía demasiado orgulloso, herrero? —dijo Simón, y sus labios dibujaron una mueca.

—Lo bastante orgulloso para mantenerme firme —dijo
pater
, y el rostro de Simón cambió de color. Se puso en pie.

—¿Es esta la famosa hospitalidad de los Corvaxos? —dijo Simón—. ¿O también te ha degradado la puta de tu mujer? —y, mirándome, añadió—: Ninguno de estos chicos se te parece, primo.

—Sal de mi casa —dijo
pater
.

—He venido a prestar ayuda —dijo Simón—, pero me encuentro con acusaciones e insultos.

—Sal de mi casa —repitió
pater
.

Simón metió los dedos por el cinturón y se plantó allí de pie. Miró a su alrededor.

—¿Es esta tu casa, primo? —dijo, con una sonrisa forzada—. Nuestro abuelo edificó esta casa. ¿Por qué va a ser tuya? —dijo Simón con un aire despectivo, que siempre sabía mostrar muy bien, y chasqueó los dedos—. Quizá te cases otra vez y tengas un heredero.

—Mis hijos son mis herederos —dijo cuidadosamente
pater
, como si hablara en una lengua extranjera.

—Tus hijos lo son de unos extraños de la ladera —dijo nuestro primo.

Nunca había visto a
pater
tan encolerizado, y nunca había visto a dos hombres adultos adoptar aquel tono, el tono del odio. Se lo había oído a
mater
en las estancias de las mujeres, pero nunca hasta llegar a punto de un conflicto. Estaba asustado. ¿Y qué llegaba a mis oídos? Era como si el primo Simón estuviera diciendo que yo no era hijo de mi padre.

—¡Bion! —gritó
pater
, y su esclavo más grande acudió corriendo.

Bion era un hombre fuerte, un hombre digno de confianza, con esposa e hijos, que sabía que se le otorgaría la libertad en cuanto volviésemos a tener dinero, y era leal. Es cierto,
zugater
. Melisa es la nieta de Bion, y ahora es su sirvienta. Ella nunca fue esclava, pero Bion sí. Como lo fui yo, muchacha, así que no arrugues la nariz.

—Serás aun más pobre si tengo que matar a tu esclavo —dijo Simón.

Pater
blandió la muleta, la lanzó y el trancazo alcanzó a Simón en la espinilla. Simón se cayó y
pater
lo golpeó en la ingle.

Simón dio un alarido como una mujer en el parto… Yo conocía bien ese sonido porque la esposa de Bion le daba un hijo cada año.

Pater
no había terminado. Se quedó vigilando a Simón con la muleta levantada.

—¡Tú crees que me asustas, pedazo de cobarde! —dijo—. ¿Crees que no sé por qué estoy lisiado? Tú huiste. Me dejaste tirado en medio de la tormenta de bronce. Y ahora vienes aquí y no haces sino escupir mierda.

Estaba jadeando, y yo más muerto de miedo aun, porque Simón respiraba con dificultad, tirado en el suelo, y
pater
le había hecho daño. No era como la pelea de dos chicos en el granero. Era
de verdad
.

Simón se levantó y empujó a Bion.

—¡Lárgate, esclavo! —dijo con voz ronca—. O volveré a por ti.

Se apoyó en la entrada, pero Bion lo ignoró, lo agarró del brazo bajo su barbilla, a pesar de su tamaño, y lo sacó a rastras de la estancia.

Toda la
oikía
—la gente de la casa, esclavos y libertos— contempló la acción en el patio. Simón no se detuvo: nos maldijo, maldijo a toda la
oikía
y prometió que, cuando tomara posesión de ella, vendería a todos los esclavos e incendiaría sus casas. Ahora sé de qué iba aquello: el arrebato de furia de un hombre impotente, pero encolerizado. Pero, en aquel momento, me pareció la maldición fatal de un héroe caído, y yo temblaba de miedo. Temía que pasara todo lo que había dicho.

Dijo que él se había acostado con nuestra madre en las colinas y que
pater
era un idiota que había puesto en peligro sus vidas en la guerra y que buscaba la muerte en vez de encarar la infidelidad de su mujer. Gritó que todos éramos unos bastardos y que el
basileus
, el aristócrata local, vendría a por la hacienda porque envidiaba a
pater
.

Mientras tanto, Bion lo arrastraba desde el patio.

Fue muy desagradable.

Y, cuando se hubo marchado,
pater
lloró. Y eso me asustó aun más.

Era como si se nos hubiese caído el tejado encima, pero no pasaron muchas semanas antes de que
pater
trajera a la fragua al sacerdote desde Tebas. El volvió a encender el fuego y el sacerdote de Hefesto tomó su dracma de plata e hizo un minucioso trabajo; utilizó buen incienso del este e hizo una libación con un cuenco limpio, aunque de cerámica y no de metal, como esperábamos. Como Chalkidis y yo éramos lo bastante mayores como para ayudar en la fragua, nos hizo iniciados. Bion ya era un iniciado —a Hefesto no le importa que alguien sea esclavo o libre, sino solo que el artesano se entregue infatigablemente a su oficio— y avanzó un grado. Aquello era muy sagrado y contribuyó a hacerme sentir que iban a restaurar mi mundo. Limpiamos la fragua de arriba abajo y
pater
hizo una broma, la única que puedo recordar:

—Debo de tener la única fragua limpia de toda la Hélade —le dijo al sacerdote.

El sacerdote se echó a reír.

—¿Te hirieron luchando contra nosotros el año pasado? —dijo, señalando la pierna de
pater
.

—Sí —concedió
pater
. No era un hombre dado a largos discursos.

—¿En primera línea? —preguntó el sacerdote.

Pater
se acarició la barba.

—¿Estabas allí?

El sacerdote asintió.

—Cierro la primera columna de mi tribu —dijo.

Era un puesto de auténtico honor; el sacerdote era un hombre que conocía la batalla.

—Yo soy el hombre del centro de la primera línea —dijo
pater
. Se encogió de hombros—. O era.

—Lograsteis contenernos durante mucho tiempo —dijo el tebano—. Y, para ser sincero, conocía tu divisa: el cuervo. ¿El cuervo de Apolo para un herrero?

Mi padre sonrió abiertamente. Le gustaba el sacerdote, un pequeño milagro de por sí, y aquella sonrisa hizo que mi vida fuera mejor.

—Aquí somos hijos de Heracles. Yo sirvo a Hefesto y hemos tenido el cuervo en nuestra casa desde que llegó aquí el abuelo de mi abuelo —añadió mientras seguía sonriendo y, durante un momento, fue un hombre mucho más joven—. Mi padre decía siempre que los dioses eran lo bastante caprichosos para que tuviésemos que servir a un par de ellos al mismo tiempo.

Esa fue la frase más larga de
pater
en un año.

El sacerdote volvió a reír.

—Tengo que regresar —dijo—. Estará oscuro cuando vea las puertas de Tebas.

Pater
sacudió la cabeza.

—Permíteme reavivar el fuego —dijo—. Te haré un regalo y eso complacerá al dios. Después, puedes comer en mi casa y dormir en una buena cama, y regresarás a Tebas descansado.

El sacerdote asintió.

—¿Quién puede rechazar un regalo? —dijo.

Pero la cara de
pater
se oscureció.

—Espera a ver qué es —dijo—. Puede que el dios lisiado no me devuelva mi destreza. Ha pasado demasiado tiempo.

El fuego quedó preparado. El sacerdote salió a la luz del sol y sacó de su faja un objeto de cristal, un objeto hermoso, tan claro como la mirada de una doncella, y lo levantó hacia el sol. Llamó a mi hermano y yo lo seguí, pues los hermanos pequeños siguen a los hermanos mayores, y él se rio.

—Dos por el precio de uno, ¿no? —dijo.

—¿Es magia, señor? —preguntó mi hermano.

El sacerdote negó con la cabeza.

—Hay charlatanes que os dirían que sí —dijo—. Pero amo la nueva filosofía tanto como amo a mi astuto dios. Esto es una cosa manufacturada. La han hecho los hombres. Se llama lente, y un artesano la hizo de cristal de roca en una ciudad de Siria. Recoge los rayos del sol y los pule como vuestro padre bruñe el bronce, y los convierte en fuego. Mirad.

Puso en el suelo un montoncito de virutas secas de sauce; después, sostuvo la lente exactamente así. Y en menos que canta un gallo, el montoncito empezó a echar humo.

—Corre y tráeme un poco de estopa de tu madre y sus sirvientas —me dijo el sacerdote, y yo corrí; no quería perderme nada de esta
filosofía
.

Subí a toda prisa la escalera de la exedra y mi hermana abrió la puerta. Tenía cinco años, era rubia y regordeta, y muy directa.

—¿Qué quieres? —me preguntó.

—Necesito un manojo de estopa —dije.

—¿Para qué? —me preguntó ella.

Penélope y yo nunca fuimos adversarios. Así que se lo dije y cogió el manojo y se lo llevó al sacerdote ella misma, y él se mostró tolerante, sonriéndole y aceptando el manojo con una reverencia, como si ella fuese la
koré
de algún señor que sirviera a su altar.

Y durante todo el tiempo, su mano izquierda, que sostenía la lente, no se movió.

La luz caía sobre un punto demasiado brillante para mirarlo, y las virutas de sauce humeaban cada vez más.

—Podría soplar encima —dije yo.

El sacerdote me miró de un modo extraño. Después asintió.

—¡Adelante! —dijo.

Así que me tumbé en el suelo y soplé muy suavemente sobre las virutas. Al principio, no ocurrió nada, y después casi las aventó por todo el patio. Mi hermano me pegó en el brazo. El sacerdote se rio.

Rápidamente entré en el taller, donde
pater
estaba de pie al lado de su fragua apagada con una mirada distante en su rostro, y cogí el tubo que utilizábamos para controlar el calor de la fragua, un tubo de bronce. Volví corriendo al patio, puse el extremo del tubo al lado del punto de luz y soplé fuerte y, antes de que mi corazón diera diez latidos, prendí fuego.

El sacerdote había dejado de reírse. Levantó la cuerda, puso las llamas en medio y agarró la cuerda de tal manera que parecía que llevara un manojo de fuego, y después entró en la fragua con paso solemne y nosotros lo seguimos. Puso el fuego en la fragua, bajo las virutas y la corteza y el buen roble seco, y el negro carbón de la falda del Citerón. El fuego del sol, traído del cíelo gracias a su lente, encendió la fragua.

Pater
no era un hombre que se conmoviera con facilidad, pero observó el fuego con una mirada en su rostro como el hambre en el de un esclavo. Después, se encargó de controlar el fuego: la fragua había estado fría durante mucho tiempo y necesitaba carbones para llevar a cabo incluso el trabajo más sencillo. Así, mi hermano y yo acarreamos madera y carbón y el sacerdote cantó un largo himno al dios herrero; el fuego se levantó y ardió durante toda la tarde, y pronto hubo una buena base de brasas.

Pater
bajó de su banco una bolsa de cuero llena de arena e hizo que Bion le recortara un círculo de bronce de las dimensiones de la mano de un hombre. Después, con mirada hambrienta, tomó el bronce con su gran mano y puso el borde sobre la bolsa de cuero y, tras una breve pausa, su martillo redondeado cayó sobre el bronce en una serie de golpes casi demasiado rápidos para verlos.

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