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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (5 page)

El grupo pasó bruscamente de la abrigada e iluminada galería a la tétrica oscuridad que imperaba en el exterior. El huracán barría el páramo con incansable furia. En medio de la impenetrable oscuridad se escuchó la voz de Amalia Aznar.

—¡Esperemos aquí mismo!

Guiándose por aquella voz, Harold Davidson se acercó a tientas a la joven.

—¿Cómo van a localizarnos sus amigos en esta oscuridad?

—Es fácil. Nos encontrarán con el detector de rayos infrarrojos.

El grupo esperó un buen rato bajo el brutal azote del huracán. El yanqui empezaba a sentirse crecientemente nervioso cuando, inesperadamente, sin que mediara anuncio alguno, cayó sobre él un deslumbrador chorro de luz blanquísima. El paso desde la oscuridad a este resplandor que robaba el color de los rostros fue tan repentino que Harold sintió en sus pupilas una punzante quemadura.

Permaneció un minuto con los ojos cerrados, viendo a través de los párpados una luz rosada, de pronto, la luz se apagó de golpe. Harold abrió los ojos y miró en torno. Las tinieblas le envolvían por todas partes.

Sintió una opresión extraña, la inexplicable sensación de que un peso invisible gravitaba sobre él. Creyó percibir un cambio notable en el zumbido del vendaval, pero antes que lograra definir ninguna de estas impresiones viose sorprendido por la súbita aparición de un disco luminoso sobre su cabeza.

Aquel disco era de un vago color rojo, tendría unos tres metros de diámetro y del primer golpe de vista le pareció que estaba suspendido en el cielo a una altura indefinida, pero todavía considerable… hasta que comprendió su error. El disco estaba sólo a 30 metros de altura, y era un agujero circular bajo una mole maciza, cuyas dimensiones no podía calcular pero que se adivinaban inmensas por la agobiante presión que ejercía sobre quienes estaban debajo.

Aquel agujero descendió suavemente, creciendo algo de tamaño. Una vibración extraña envolvió a Harold. La roja abertura siguió bajando. De aquel agujero salía un poderoso zumbido, que no tenía semejanza alguna con el del viento. Los terrestres sintieron con más intensidad el ahogo, como si tuvieran sobre sus cabezas toda una montaña.

La roja pupila quedó inmóvil a cuatro metros sobre sus cabezas. Un lío cayó por ella y se desplegó en el aire. Era una sólida red de trama muy ancha.

—¡Arriba, muchachos! —gritó Amalia.

Bajo el difuso resplandor que brotaba de la redonda pupila, los proscritos se lanzaron hacia la red y treparon por ella. Cuando Harold Davidson evocara más tarde estos instantes se asombraría ante la confusión de sus recuerdos. Se vio gateando red arriba. Sus pies, envueltos en trapos, luchaban torpemente con las mallas. Un par de manos le asían de los brazos y tiraban de él hacia arriba, dejándole de pie sobre un piso firme y liso.

Los que le habían izado a bordo de la aeronave eran unos mocetones rubios, altos y fuertes, que vestían unos holgados monos color azul oscuro. Había también una docena de personajes que, a juzgar por sus lujosos trajes y sus brillantes cascos rematados por elegantes penachos de ondulantes plumas, parecían ser oficiales. Estos oficiales hablaban en un castellano del que ni el mismo español comprendía apenas nada. Los jóvenes de los monos azules empujaron a los proscritos hacia un callejón.

Harold creía estar flotando en el aire, andar a tientas sobre un lecho de nubes algodonosas. Se vio andando a lo largo de un dédalo de corredores, envuelto en el zumbido que llenaba toda la nave, y casi enseguida, en mitad de un salón amplio, espacioso, brillantemente iluminado y amueblado con severa y sencilla elegancia. Todos los proscritos rescatados estaban reunidos allí, mirándose unos a otros con pasmo, sin atreverse a dar un paso por la habitación ni tocar ninguno de sus muebles, hablando en medroso cuchicheo…

Al cabo de unos minutos entró una partida de enmascarados que vestían de blanco de pies a cabeza y se tapaban narices y bocas con sendas mascarillas atadas a la nuca. Los niños se echaron a llorar. Uno de los hombres se adelantó y les soltó un pequeño discurso en thorbod. Al parecer pretendían adecentarles, bañarlos, quitarles los parásitos y vestirlos con ropas nuevas y limpias.

Los rescatados se dejaron hacer sin rechistar. Los hombres fueron llevados a un cuarto grande, de deslumbrante blancura, en donde imperaba un punzante y extraño olor y las palabras resonaban como en el interior de una caja vacía. Los enmascarados les hicieron desnudarse en un rincón. Los míseros harapos, pululantes de parásitos, iban cayendo a los pies de los proscritos. Los enmascarados los cogían con largas pinzas y los echaban en la llameante boca de un horno. Luego fueron llevados a una habitación contigua, donde les sometieron a varios baños y les cortaron los cabellos y las barbas.

Poco más tarde, Harold Davidson contemplaba la imagen de un hombre desconocido que repetía todas sus muecas desde el fondo de un espejo. Aquel hombre era él mismo, con el rostro limpio de mugre y completamente rasurado y un corto cepillo de rubios e hirsutos pelos sobre el cráneo.

Les dieron ropas nuevas, limpias y ajustadas a sus tallas y les llevaron a reunirse con las mujeres y los niños. Al encontrarse los dos grupos se miraron unos a otros con sorpresa. A no ser por las ignominiosas marcas de sus frentes hubiera sido difícil la identificación de cada uno de ellos. Estaban tan cambiados que no se reconocían.

Los hambrientos proscritos fueron llevados al comedor de la tripulación, capaz para un número mucho mayor de comensales. Allí, sobre las largas mesas de cristal, alineábanse casi todos los manjares que hicieran las delicias gastronómicas de sus felices antepasados, pero con gran desencanto por su parte encontraron estos platos muy inferiores a cuanto habían imaginado. Ni sus desfallecidos estómagos ni sus atrofiados paladares estaban acostumbrados a estos alimentos de suave y delicado sabor. Tendrían que transcurrir bastantes días hasta que pudieran gozar plenamente los placeres de una buena mesa.

Poco después eran conducidos a los dormitorios. Un médico les distribuyó unas tabletas que les hizo tragar, asegurándoles que ellas les calmarían los nervios y les permitirían conciliar el sueño. Cuando el doctor se retiró, los excitados proscritos reanudaron de litera a litera sus sabrosos comentarios hasta que, unos tras otros, todos quedaron envueltos en una dulce somnolencia y se dormían sintiéndose por primera vez en sus vidas realmente felices y satisfechos.

Capítulo III.
Rumbo a Saturno

E
l acorazado Valparaíso, según aseguraban los hombres y mujeres de la dotación, volaba a través del espacio, rumbo a Saturno, pero a bordo de la aeronave no se experimentaba la más pequeña sensación de movimiento. El suelo era firme y ninguna abertura permitía echar una mirada afuera. Las luces brillaban con igual intensidad a todas horas y la vida se deslizaba tranquila y monótona, como si el Valparaíso, en vez de volar por el vacío interestelar, estuviera posado sobre tierra firme.

Los proscritos fueron interrogados por los oficiales del Servicio de Información. Estos interrogatorios tenían lugar en una habitación de modestas proporciones, muy parecida a una clase de adultos por sus hileras de sillones, su estrado y su mesa con un encerado a cada lado. Las paredes estaban llenas de mapas y los asistentes quedaban envueltos en una discreta semipenumbra mientras la mesa permanecía brillantemente iluminada.

Un grupo de oficiales, presididos por Amalia Aznar, tomó asiento tras la mesa. Davidson fue llamado para ocupar un sillón frente a los oficiales.

—Queremos que comprendan ustedes —advirtió Amalia— que nos son indispensable sus informes para llegar a formarnos una idea cabal de cuáles son las condiciones de vida que imperan actualmente en el Reino del Sol y qué grado de progreso han alcanzado los thorbod desde que entraron en posesión de la Tierra y de Venus. La ayuda de ustedes será tanto más efectiva cuanto más imparciales sean en sus juicios.

El interrogatorio comenzó por Harold Davidson. —Usted —dijo Amalia— era el cabecilla de este grupo, ¿no es cierto?

—Entre nosotros no había capitán ni marinero—repuso el yanqui—. Cada cual era libre de hacer su voluntad. Cuando las opiniones estaban divididas y eran irreconciliables, las fracciones se separaban para obrar por su cuenta y riesgo… —Ejemplo.

—Yo y algunos de mis compañeros éramos partidarios de la rebelión activa. No nos conformábamos en permanecer escondidos en un agujero, esperando a que las patrullas thorbod vinieran a darnos caza como conejos. Los thorbod tienen muy pocas emisoras de energía eléctrica en Ganímedes, y yo concebí la idea de atacar y destruir estas emisoras paralizando así el trabajo en las minas. Consulté la idea con mis compañeros y sólo diecisiete se mostraron dispuestos a secundarme. Yo no podía forzar al resto para que tomara parte en la aventura, ni los que eran contrarios a mi propósito podían impedir que intentáramos volar la emisora más próxima. De manera que mis diecisiete compañeros y yo nos fuimos solos, tuvimos suerte y destruimos la instalación.

—Comprendido —dijo Amalia. Hábleme ahora de los thorbod… sin apasionamiento.

—Los thorbod —dijo Harold —, no han dejado de realizar progresos durante la ausencia de ustedes, construyeron nuevas ciudades, levantaron las fábricas demolidas durante la guerra de los planetas y han robustecido su potencial bélico con nuevas aeronaves del estilo del Rayo de Miguel Ángel Aznar.

—¿Quiere decir que sus aeronaves son de dedona?

—Sí. Empezaron a extraer dedona del planetillo Eros. Este planetillo hace muchos años que dejó de existir. Los hombres grises lo hicieron pedazos hasta extraerle toda la dedona que contenía. Ahora sacan dedona de las minas de Ganímedes.

—¿Todos los aviones thorbod son ahora de ese material?

—No lo sé, supongo que todos; la Bestia no ha dejado de extraer dedona desde que ustedes se marcharon.

—¿Qué tal son las actuales ciudades thorbod? ¿Conoce usted alguna?

—Conozco Nueva York por haber nacido en ella. Hay que reconocer que los hombres grises han superado todo lo hecho por nosotros, construyendo una ciudad maravillosamente acondicionada y defendida.

—¿Una ciudad enterrada?

—Sí.

—¿Por qué cree usted que los thorbod han continuado enterrando sus ciudades y siguen dotándolas de medios defensivos? ¿Contra quién se previenen? ¿Qué enemigo les amenaza?

—Lo ignoro —repuso Harold—. He meditado muchas veces sobre ello. Al ver a ese pueblo extraño trabajar con tanto ahínco por acrecentar un poder que nadie le disputa, me he preguntado cual era el secreto impulso que los mueve a enterrar sus ciudades asegurar sus industrias vitales y almacenar enormes cantidades de pertrechos y víveres. Diríase que esperan el ataque de un enemigo poderoso que ha de llegar de algún punto del Universo para arrebatarles cuanto han conseguido.

—¿A nosotros, tal vez? —preguntó Amalia.

Harold Davidson movió la cabeza negando.

—No —dijo —, no creo que sea a los fugitivos del Rayo a quienes temen y esperan. Recuerde usted que los hombres grises llegaron al Reino del Sol allá por el siglo XX, procedentes de una estrella desconocida. Los terrestres nunca pudimos saber de dónde venían ni qué motivó su éxodo. Yo pienso que bien pudieran ser unos fugitivos del estilo de ustedes. Tal vez exista en alguna parte del Universo una raza más fuerte y ambiciosa que los thorbod. Tal vez estos tengan la certeza de que, más pronto o más tarde, aquellos que ya les expulsaron de su patria, llegarán a esta galaxia para arrebatarles su nuevo y floreciente Imperio. Lo cierto es que nuestros seculares enemigos, después de habernos eliminado como potencia, no se duermen sobre sus laureles y continúan trabajando afanosamente con los ojos puestos en el espacio. Si el propósito de ustedes es reconquistar nuestros planetas, pueden tener la certeza absoluta de encontrarse con un enemigo poderoso y apercibido.

La hermosa faz de Amalia Aznar no se inmutó lo más mínimo. Harold siguió hablando. Describió las modernas y populosas urbes donde los hombres grises eran los amos y los terrestres los criados. Describió con todo lujo de detalles las actuales condiciones de vida del hombre. Cuando el Rayo zarpó y la Bestia se enseñoreó del planeta, la población terrestre era de unos 150.000 millones de almas. La población actual no pasaría de cuatro mil millones, y aun estos estaban llamados a desaparecer en el transcurso de dos nuevas generaciones como máximo.

La Bestia Gris, al entrar en posesión del Reino del Sol había Procedido a la sistemática demolición de los pilares de la civilización terrestre. La Humanidad cayó desde las alturas de su máximo progreso a la oscura sima de la barbarie. Los idiomas y las costumbres de cada pueblo fueron desterradas, suprimida por completo la libertad, perseguida la religión, debilitado el espíritu de rebeldía, extirpada la esperanza… El hombre enfrentábase con su amargo destino, sin fuerzas para cambiarlo ni combatirlo. El Hombre Gris, en cambio, era por días más fuerte y agresivo. Mientras los pilares de la cultura caían demolidos, las bases de la civilización thorbod se afirmaban sobre los planetas conquistados. Nadie podía derribar su sólido Imperio.

Amalia Aznar sonrió burlonamente. —Le he pedido a usted que no menospreciara al enemigo —dijo—. Pero tampoco es necesario que le exalte. —No le exalto —murmuró Harold enrojeciendo—. Ustedes me han pedido que diga cuanto sé y…

—Usted no tiene atribuciones para desestimar la capacidad combativa del hombre. ¿Qué quiere decir eso de que «el hombre acepta su destino sin fuerzas para combatirlo»? El hombre ha luchado en todos los tiempos por su libertad y seguirá haciéndolo. Déle usted medios para combatir y veremos si se resigna a vivir esclavizado —cortó la muchacha secamente—. Por lo demás, hemos venido aquí para vencer a la Bestia Gris, y un ejército con moral no duda jamás de su victoria. No importa que el thorbod haya demolido nuestra cultura. La civilización cristiana renacerá de sus cenizas para alcanzar un esplendor mayor que el perdido.

La ciega confianza de la joven irritó al yanqui. Había oído decir a la tripulación de la aeronave que volaban al encuentro del autoplaneta Valera. Aunque aquel autoplaneta fuera capaz de contener en su interior todas las islas Británicas continuaría siendo mezquino para alojar al ejército capaz de derrotar a la Bestia Gris; y Harold estaba seguro de que ninguna técnica humana sería capaz de construir una esfera de dedona de este tamaño. Las más grandes de los thorbod, consideradas como monstruosas, tenían a lo sumo seis kilómetros de diámetro.

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