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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (35 page)

Virgan volvió a encogerse de hombros. No tenía respuestas para las preguntas de Steel y ni siquiera sentía demasiado interés por ellas. Aquella burbuja encastrada en el universo era un lugar curioso, no exento de belleza, pero para él se trataba tan sólo del castillo en que estaba encerrada la cautiva que debía liberar.

—¡Eh! ¡Mira lo que viene por allí!

A unos doscientos metros sobre sus cabezas había un islote de exuberante vegetación, unido a su plataforma por un sendero casi vertical. Por él bajaba hacia ellos, a una velocidad increíble, una enorme criatura, una especie de felino casi tan grande como un elefante, con seis patas y una enorme cola terminada en dos puntas metálicas. —¡Viene hacia nosotros! —exclamó Virgan, al tiempo que se levantaba y pateaba a Glota para que despertase—. ¡Dispara, Steel!

El matemático, con sorprendente sangre fría, desplegó la culata de su arma, se la apoyó bajo la axila y apuntó. La bestia ya había llegado a su plataforma y embestía contra ellos, haciendo retemblar el suelo. Tenía unos colmillos tan grandes como los de un macairodonte y enarbolaba las puntas de su cola por encima de la cabeza a la manera de un escorpión. Sólo su aspecto helaba la sangre en las venas, pero Steel tuvo la presencia de ánimo necesaria para clavar la rodilla en el suelo y disparar sin prisas, metódicamente. Aunque pudieron ver que los proyectiles trazadores alcanzaban a la criatura, rebotaban en su piel como guijarros arrojados por un niño contra una tapia.

La bestia ya estaba encima de ellos, un enorme monorraíl de carne y huesos listo para arrollarlos. Virgan descubrió que sus piernas se negaban a moverse, convencidas acaso de que huir era imposible. Cerró los ojos y se dispuso a esperar un fin rápido, pero al imaginarse que el espectáculo de su terror llenaría de placer al Pantócrata, que sin duda lo estaba presenciando todo, volvió a abrirlos.

El felino se había detenido en seco a unos diez metros. El hedor de su aliento de carnicero llegaba hasta ellos. Abrió la monstruosa boca y de ella brotó una voz tan grave que cada vibración hacía retumbar los huesos.

—Glota, maldito cretino, ¿es así como me sirves?

La Voz del Pantócrata, que se había arrodillado con la cabeza entre las manos, se puso en pie al oír a su amo, con una mezcla de alivio y terror en su expresión.

—Mí Señor, no tuve más remedio que rendirme a las amenazas de estos lunáticos, pero sabía que en ningún caso podían ponerte en peligro...

Arrastrando los jirones de su bata verde, el muy estúpido se estaba acercando a la bestia, tal vez convencido de que a menor distancia sus palabras podrían convencerla. Pero Vírgan había intuido muerte en el tono de la criatura y no se sorprendió cuando ésta se arrojó sobre Glota y le arrancó la cabeza de un zarpazo. En tres bocados, entre espantosos crujidos de huesos, el cadáver de quien había sido la Voz del Pantócrata desapareció engullido por las fauces de la bestia. Asqueado, Vírgan apartó la vista. Steel, en cambio, parecía fascinado por el espectáculo.

—¿Tenemos el honor de hablar con el Pantócrata Radniakós? —preguntó en un tono casi casual, como si estuviera consultando una dirección por ordenador.

—El cuerpo que ahora veis está ahora bajo mi control directo, si eso es lo que preguntas. —Aunque exageradamente grave, la inflexión de aquella voz era cuidada, casi cortés; y sin embargo por las fauces de la bestia aún chorreaba la sangre de Glota—. Vosotros sois Virgan el artista y Mílman Steel. ¿Qué hacéis aquí?

La criatura que ahora ejercía como Voz de Radniakós se había dirigido a Virgan, El escultor pensó en mentir o en buscar halagadores circunloquios, pero no parecía tener demasiado sentido cuando uno estaba hablando con un dios.

—Si lo deseas, Pantócrata, te lo explicaré; pero supongo que en tu inmenso poder ya conocerás nuestros motivos.

La bestia asintió, complacida por la respuesta.

—Montad a lomos de esta criatura. Os llevará a mi presencia. Quiero ver con mis propios ojos a los dos locos que tanto desprecian sus vidas como para invadir mi morada.

Steel y Virgan cruzaron una mirada de complicidad. La primera parte de su plan se había cumplido: iban a entrevistarse con el mismísimo Pantócrata. Si en las próximas horas conservaban su vida, tal vez llegarían a conseguir algo más.

Cuando treparon sobre la espalda de la bestia, ésta se lanzó a una frenética carrera por las plataformas y los senderos que las unían. Virgan renunció a intentar orientarse y se conformó con mirar a su alrededor y disfrutar de las extravagantes vistas que el universo privado de Radniakós les ofrecía. Steel, sentado delante de él, hizo en un par de ocasiones intento de volverse a comentar algo, pero el temor de que sus palabras llegaran a oídos del Pantócrata le contuvo.

Finalmente, llegaron a un vastísimo espacio abierto, un inmenso volumen esférico de color vagamente azul, pues los contornos de las plataformas que había más allá se difuminaban en la lejanía. No tenían manera de calcular las distancias, pero Virgan supuso que la esfera tendría un diámetro de decenas o tal vez centenares de kilómetros.

El sendero que seguían trepaba hacia el centro geométrico, perdiéndose de la vista antes de llegar a él. Su camino, presumiblemente, terminaba allí, en una pirámide invertida que flotaba en el aire y sobre cuya base se elevaban enormes construcciones de brillantes colores. "El palacio del rey de los Infiernos», se dijo Virgan, pero no se atrevió a expresar su pensamiento en voz alta.

Tal vez el Pantócrata hizo que el tiempo se enlenteciera en sus mentes, porque la bestia se lanzó en la ascensión a velocidades imposibles, propias de una lanzadera y no de un animal que pisaba un sendero de tierra. La pirámide creció rápidamente ante sus ojos y los detalles de los edificios que sostenía se fueron revelando en toda su extravagante y abigarrada riqueza.

Antes de llegar a la pirámide, el sendero se ramificaba en otros diez, y cada uno de los caminos que de él nacían entraba por una puerta a cual más grandiosa. En contra de lo que esperaba Virgan, la bestia se dirigió hacia la más pequeña y de más sobrio aspecto. El tiempo fue recobrando su latido habitual conforme se acercaban a ella y, cuando la criatura se detuvo en un pórtico de columnas rosadas, las figuras que se aproximaron a ellos lo hicieron con paso solemnemente humano.

No bien Virgan y Steel pusieron pie en tierra, el animal que los había transportado estiró el cuello, levantó la mirada y se convirtió en una estatua de mármol, del mismo rosa translúcido que las columnas que los rodeaban. El matemático no pudo contenerse y murmuró entre dientes:

—Fanfarrón...

El nutrido grupo de personas que se acercaba por el jardín que daba al pórtico se detuvo a unos diez metros y se escindió, abriendo paso en el centro a dos figuras que se acercaban con paso cadencioso. El corazón de Virgan se aceleró cuando distinguió a una de ellas: vestida con una sencilla túnica blanca, los cabellos sueltos sobre los hombros, venía Rosaura, más dolorosamente bella de como la recordaba.

Su acompañante no podía ser otro que el propio Pantócrata, el poderoso Radniakós. Su gusto por lo dramático quedaba acentuado por la apariencia que había elegido para mostrarse ante ellos: un formidable cuerpo de casi dos metros y medio de altura y proporciones hercúleas, vestido con un traje negro en el que brillaba abundante pedrería y sobre el que ondeaba, sin que soplara ni una leve brisa, una pesada capa del mismo color. De su mentón brotaba una barba oscura que se dividía en dos puntas, duras y afiladas como cuernos invertidos. Los rasgos eran afilados, tallados en piedra roja, y los ojos dos ranuras en las que destellaban fulgores carmesí. El cráneo era glabro, coronado por una cresta huesuda.

«El mismísimo Mefistófeles, el rey de los Infiernos», se dijo Vírgan y, aunque aquella apariencia no fuera más que un burdo truco, surtió efecto y le hizo desesperar de que pudiera arrancar a Rosaura de aquellas garras capaces de desmenuzar una roca de granito.

—Debería decir «bienvenidos a mi morada», pero suelo reservar esas palabras para las personas que han sido invitadas.

La voz buscaba transmitir poder y lo conseguía. Virgan inclinó la cabeza y buscó una contestación adecuada.

—Lamento... lamentamos esta irrupción, poderoso Pantócrata, pero espero de tu magnanimidad que entiendas y disculpes nuestros motivos.

Al levantar de nuevo la mirada buscó los ojos de Rosaura. Ella lo había reconocido: no cabía duda de que no estaba en trance, ni hipnotizada, ni privada de su voluntad. Y sin embargo la forma de mirarle no era la que recordaba ni la que había esperado. Un temor mucho peor que el que pudiera infundirle el Pantócrata oprimió su corazón.

Radniakós y Rosaura avanzaron unos pasos más y se pararon a unos seis metros. Ella parecía infinitamente lejos y él demasiado cerca.

—He de reconocer que tienes un gran sentido teatral, poderoso Pantócrata. Tu aspecto, este palacio, todo este lugar en sí... impresionaría a cualquier otra persona.

Virgan volvió la mirada, estupefacto por las palabras de Steel.

El matemático sonreía irónico, cruzado de brazos y acariciándose apreciativo el mentón; un gesto fuera de lugar ante aquella augusta presencia. Radniakós frunció el ceño, y en la lejanía retumbó un trueno. Steel soltó una seca carcajada.

—Insistes en apabullarnos, Pantócrata. Me halaga tanto despliegue de medios para un simple mortal.

—La frontera que separa la valentía de la estupidez es una línea muy borrosa —dijo Radniakós con una cruel sonrisa que dejó al descubierto una huera de aguzados dientes—. Veo que insistes en traspasarla. Ahora que habéis conseguido lo que queríais, llegar ante mí, ¿qué vais a pedirme?

A pesar de que la presencia del Pantócrata era imponente, Virgan no podía dejar de mirar a Rosaura. Los ojos de la joven bailaban nerviosos, de Radniakós a Virgan, de Virgan a Radniakós; y lo que más inquietaba al artista era que en ellos no podía leer el temor que había imaginado. No, cuando miraban al Pantócrata había en ellos un brillo inconfundible de admiración.

—¿Pedirte? —Steel negó con la cabeza—. No ha sido mi intención venir aquí para pedirte nada. Simplemente, me fascinaba la posibilidad de entrar en el universo privado de un poderoso Pantócrata. No hay que olvidar que soy un... científico.

Radniakós soltó la mano de Rosaura y avanzó hacia Steel. Este se mantuvo firme. Las dudas que Virgan albergaba sobre su salud mental empezaban a convertirse en certezas.

—¿Científico? Tus míseros conocimientos no te dan derecho a reclamar ese título.

—No es la cantidad de conocimientos que posea lo que convierte a alguien en científico, poderoso Pantócrata, sino el método con que los haya adquirido —recordó Steel en tono didáctico—. Casi cualquier persona de hoy día tiene una visión del universo más cercana a la realidad que la de Galileo. ¿Por ello diríamos que un piloto de lanzadera es más científico que Galileo?

Radniakós gruñó gravemente; Virgan sintió que le retumbaba el esternón. Entre los cortesanos había murmullos de incredulidad e indignación, pero el Pantócrata los acalló con un gesto.

—¿Has invadido mi morada para darme lecciones? No puedo creer que haya alguien tan loco para matar a uno de mis Consagrados, apoderarse de una de mis naves, secuestrar a mi Voz, penetrar en mi
Idiokosmos... y
todo eso para acabar pidiendo a gritos que lo mate.

Steel se encogió de hombros.

—Sólo pretendía ayudar a mi amigo Virgan, y de paso satisfacer mi curiosidad. Oh, sí te pediría algo, poderoso Pantócrata, pero dudo que estés dispuesto a concedérmelo.

—A los condenados se les suele conceder un último deseo —repuso Radniakós con sarcasmo. Estaba a poco más de metro y medio de Steel y casi lo doblaba en tamaño, pero el matemático le miraba con la confianza con que se trata a un igual.

—Quisiera que compartieras conmigo los secretos que os permiten viajar entre las estrellas y construir vuestros propios universos. Sí de todas formas he de morir... ¿qué importancia tiene?

Radniakós levantó un dedo y lo sacudió ante el rostro de Steel.

—¿Recuerdas lo que les sucedió a Adán y Eva por comer del Árbol de la Ciencia? El Señor Yahvé los castigó porque habían intentado convertirse en él, suplantarlo gracias al conocimiento. Se dice que el conocimiento es poder, y poca gente sabe la verdad que encierra esta afirmación. No, no lo compartiré contigo, Milman Steel. Los mortales no deben beber la ambrosía de los dioses.

El Pantócrata bajó la mano y ese gesto fue el fin de Steel. A punto de responder, con la boca entreabierta en una «O», quedó paralizado.

—Yahvé infundía la vida con su aliento. Yo... dispenso la muerte.

Radniakós sopló, un soplo monstruoso, azulado, una ventisca que bañó a Steel y lo convirtió en una estatua de hielo. Hubiera sido hasta bella en su cristalina transparencia si alguienle hubiese borrado del rostro aquella estúpida »O». Entre los cortesanos hubo un murmullo de general satisfacción. El Pantócrata ondeó su capa, complacido, y dedicó su atención a Vírgan.

—Te toca a ti, mi admirado artista. Sé que has venido buscando algo muy concreto. ¿Te atreverás ahora a reclamarlo?

Virgan tragó saliva y volvió a mirar a Rosaura, que, dos pasos por detrás del Pantócrata, le observaba con distante preocupación. «Su mente debe de estar en poder de Radniakós», trató de animarse Virgan, pero intuía que no era así; que la Rosaura que tenía frente a él no era ya la apasionada amante que poco tiempo atrás le adorara. Su empeño de enfrentarse a la muerte por su amada sonaba grandioso, épico cuando lo había expresado en aquel restaurante de Ulmatar. Pero ahora la persona con la que había compartido su locura era un trozo de hielo, y su propia vida pendía de un hilo.

—He venido por Rosaura, mi señor. Quiero pedirte que me la devuelvas.

El Pantócrata enarcó las cejas, pero esta vez se olvidó de acompañar su gesto con fenómenos atmosféricos.

—No puede ser verdad lo que estoy oyendo... ¿Te atreves a reclamarme algo?

Virgan tragó saliva y fijó la mirada en la barba de Radniakós, puesto que era imposible hacerlo en sus ojos demoníacos. No encontró contestación apropiada y prefirió callarse.

—Por favor, Radniakós, no le hagas daño.

Rosaura se adelantó un par de pasos y rozó con sus dedos el macizo hombro del Pantócrata. Este se volvió hacia ella y la mirada que se cruzó entre ambos reveló a Virgan que si la mente de su amada se había rendido al poder de Radniakós, había sido por propia voluntad. Dolorido, apartó la vista de ellos y la posó en las figuras que formaban un corro a su alrededor. Ningún déspota oriental se había rodeado jamás de una corte tan exótica y abigarrada. Había criaturas de aspecto vagamente humano y otras que parecían verdaderos alienígenas.

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