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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (27 page)

El cuerpo de Rosaura era bonito, deseable, un modelo sugerente para un arte más voluptuoso. En el rostro de muñeca, mezcla imposible de la lisura de la porcelana y la flexibilidad de la piel, había una belleza desvalida y cautivadora, que sin embargo anticipaba peligros para quien lo admirara demasiado tiempo. Virgan, en época de misógino indiferente, como queda dicho, pensó que seguramente se trataba de una adorable serpiente. Ningún interés para su arte: buscaba rasgos fuertes, cincelados, que merecieran la dureza de aquella plastipiedra en que torturaba sus dedos cada día.

Pero fue ella quien acudió a él. Virgan llevaba demasiado tiempo recluido y Malina, su agente, insistía en que debía mostrarse en público más a menudo. «Tanto tiempo se te ha considerado como gran maestro que la gente tiene que estar cansada de ti. Desaparece unas semanas más y les darás la excusa perfecta para olvidarte.» Había tenido dos agentes más antes de Malina, y uno resultó un sinvergüenza y la otra una incompetente. Malina y él trabajaban juntos desde hacía unos ciento cincuenta años —pocos matrimonios habían durado tanto en el Sistema Solar—, y no habían tenido problemas porque cada uno se había limitado a cumplir con su función: Virgan, crear; ella, venderle a él y a su obra y llevarle las cuentas. Si alguien hubiera preguntado a cualquiera de los dos cómo era el otro, sin duda él o ella se hubiesen encogido de hombros, ignorantes. Hay que añadir que Malina se sentía un poco frustrada por dicha ignorancia; Virgan, indiferente.

Aquel cóctel en Ganímedes era una ocasión tan mala como cualquiera para sufrir la cercanía de otros especímenes del
Homo Sapiens.
Virgan dejó que le presentaran a personas que ya conocía perfectamente sólo porque eran demasiado importantes para desairarlas. Un par de representantes del (inútil) Senado, un directivo de la Sociedad de Resurrección, un faraute de la Voz del Pantócrata —algo así como el niño de los recados del bedel de la portería de la entrada del Olimpo—. En aquellos tiempos tan longevos, era normal que pasaran décadas antes de volver a ver a personas del pasado, y ante la duda la gente se presentaba de nuevo. Virgan no olvidaba una cara nunca, una cara era una forma para él y no se le disfrazaba ni detrás de una operación estética, pero volvía a saludar con lo que a él le parecían modales corteses y que muchas de sus antiguas parejas calificaban de soberbia distante.

—Señor Virgan...

No era de esperar que nadie en aquella fiesta le llamara «señor», y la voz sonaba con una timidez juvenil que parecía auténtica. Se volvió, inclinando por reflejo la cabeza desde su torre de dos metros, y a la altura a la que esperaba, sin tener que desviar los ojos, se encontró con los de aquel rostro de muñeca.

—¿Sí?

Ella parpadeó, acaso asustada por la profundidad de su voz. Tenía los párpados largos y curvados, y bajo ellos se abrían almendrados unos ojos color cárabe. Sobre las fosas nasales los cartílagos marcaban en la piel de porcelana unas minúsculas líneas rectas que Virgan encontró muy interesantes. También el surco central que unta nariz y labios era agradablemente geométrico.

—Me llamo Rosaura Dantres. Estaba deseando conocerle.

—Bien, pues aquí me tiene.

Virgan se dio cuenta de que ella llevaba unos segundos con la mano tendida y de que se estaba ruborizando ante su aparente desinterés. Compadecido, correspondió al saludo. La joven tenía las palmas sudorosas. También le brillaba húmeda la punta de la nariz, junto a aquellos cartílagos que Virgan empezaba a encontrar fascinantes.

—Eh... Una bonita fiesta, ¿verdad?

Virgan se encogió de hombros. No era un gesto de desdén, simplemente no encontraba comentario ingenioso y prefirió callarse, pero ella enrojeció aún más.

—Bueno, me alegro de haberle conocido.

—Oiga, señorita Dantres, es usted modelo, ¿no?

Ella ya se alejaba abriéndose paso entre dos invitados, pero se volvió esperanzada y sonrió.

—De moda, señor Virgan, pero siempre he tenido la ilusión de posar para un artista.

—Sin duda habrá alguno interesado en ello. Que tenga un buen día, señorita.

Con esas palabras sí había pretendido ser grosero, aunque ni él mismo hubiera sabido decir por qué. Mientras ella se alejaba, y de paso empujaba al próxeno del Sistema Vega, Virgan apreció su espalda escotada. No abundaban en ella las carnes que ocultaran su geometría. A su pesar, le gustaba la joven. Era la combinación de las líneas que buscaba con la voluptuosidad de la que renegaba. Un compromiso seductor. No debía de ser el único que admiraba su belleza: durante el resto de la fiesta tuvo ocasión de espiarla —sin ninguna discreción, él no sabía mirar de reojo—, y casi en cada ocasión la vio sometida a la latría de algún adorador distinto. Cuando sus ojos se cruzaron, dos o tres veces, ella apartó la vista, pero con un gesto parecido al odio, finalmente desapareció de la sala del brazo de un capitoste local, sin ahorrarse una última mirada a Virgan cargada de una mezcla vitriólica de desdén y despecho.

No pasaron más de dos meses estándar antes de que volviera a saber de ella. Se encontraba en el asteroide Urgat 38A, un peñasco de su propiedad que permitía unas vistas espléndidas del sistema binario de Ninurta. Estaba enfrascado en el diseño de un sensorio de encargo por el que no sentía demasiado aprecio. Cuando trabajaba así, encontraba bueno cualquier pretexto para abandonar la tarea, y en particular solía visitar Nínive, el cuarto planeta del sistema, donde enganchaba unas respetables borracheras con unos viejos conocidos. Aquel día la embriaguez les había llevado a la más plebeya depravación, una sesión en un centro de sexo virtual, y Virgan regresaba en su saltador sacudiendo la cabeza, admirado y complacido por su propia falta de gusto. Aún borracho pasó a su cámara privada, y allí recibió el aviso de mensajegrabado. Solicitada la identificación del comunicante, resultó ser Rosaura Dantres, lo cual suscitó su curiosidad. Un precioso holograma de su rostro solicitaba comunicación en vivo. Tal como se encontraba Virgan, no hubiera aceptado hablar con nadie, pero, de algún modo, Le pareció apropiado conversar con ella aún con la lengua estropajosa.

—Comunicación autorizada.

En un cubo de dos metros de lado, todo un derroche de crédito, se materializó la imagen de Rosaura, de cuerpo entero, sumergida hasta el cuello en una bañera de metacrilato. La iluminación estaba estudiada para que sus formas aparecieran difuminadas, insinuantes pero no groseramente desnudas.

—Me ha pillado usted en el baño, señor Virgan. Pero, si no le pone nervioso verme así, podemos hablar.

—La suya es una imagen muy placentera, en absoluto inquietante —respondió Virgan. Maliciosamente, supuso que ella debía llevar en el baño un buen rato esperando su llamada. A buen seguro ya tendría las yemas de los dedos arrugadas como pasas. Estuvo a punto de comentarlo pero, borracho y todo, prefirió mantenerse más irónico que impertinente.

—Tal vez se preguntará usted por qué le he llamado, a pesar de que no fue demasiado amable conmigo la última vez que nos vimos.

—Bueno, me pregunto por qué me ha llamado, sin más. Suelo preguntarme por qué me llama la gente cuando me llama. De hecho, se lo hubiera preguntado yo mismo si usted hubiera tenido un poco más de paciencia.

Se dio cuenta de que la cabeza se le estaba liando tanto como la lengua, pero era divertido. Rosaura frunció el ceño —una minúscula arruga en su lisura impoluta— y trató de mirarle con enojo.

—Pues bien, se lo diré. Esta comunicación es muy cara para perder tiempo. Quiero servirle de modelo.

—Eso me honra, señorita Dantres, pero en este momento no necesito modelos.

—No me malinterprete. A lo mejor he elegido mal las palabras: no quiero que usted me pague como modelo.
Yo
quiero pagarle a usted para que me haga una escultura.

Al decir esto, se movió ligeramente, de modo que Virgan pudo apreciar, aún borrosos en la bañera, sus senos. Estaba seguro de que ella tenía una pantalla en la que veía exactamente lo mismo que veía él, y de que cada movimiento estaba calculado al milímetro y destinado al observador. No obstante, sabedor de la manipulación, y a pesar de su reciente desahogo en el sexo virtual, experimentó un amago de reacción física.

—Eso ya es distinto, señorita Dantres. No tendría ningún inconveniente en venderle mis servicios como artista.

Rosaura le preguntó los honorarios y él dio una cifra abusivamente alta. La joven tardó unos segundos en contestar, y por la manera en que desvió la mirada hacia un lado dio la impresión de que estaba calculando si se podía permitir aquel gasto. Finalmente respondió que sí, sin ningún comentario sobre lo elevado de la tarifa.

—¿Cuándo empezamos?

—Cuando usted quiera, señorita Dantres.

—¿Le parece bien dentro de cuatro días? Hasta entonces tengo algún compromiso y.—

—Cuánto lo siento, habrá que esperar un poco más. Digamos trece días, ¿le parece bien?

Ella asintió furiosa y cortó la comunicación. Cuando Virgan despertó, después de dormir la mona, repasó su conversación grabada, y al aumentar la imagen y aclarar las difuminaciones comprobó cuan deseable era el cuerpo de la joven y se arrepintió de haber fijado un plazo tan largo. Pero ya no era cuestión de desdecirse, y esperó paciente a que transcurrieran los trece días. Para entonces el sensorio ya estaba terminado e incluso se permitió unas breves vacaciones de tres días en Nímve.

Fue allí, precisamente al tercer día, donde se encontró con Milman Steel, el matemático. Steel era un hombre delgado y moreno, de ojos saltones que brincaban inquietos de objeto en objeto, de rostro en rostro. Manejaba su metro noventa de estatura con escaso garbo, como si fuera titiritero de sí mismo y se le enredaran los hilos. Según recordaba Virgan de la última vez que lo había visto, hacía unos quince años, bebía bastante y conforme lo hacía hablaba cada vez más despacio. Pero era uno de los pocos hombres de ciencia que conocía; al menos, de la imitación de ciencia que los Pantócratas permitían. Cuando estaba achispado solía despotricar imprudentemente contra los
Señores de Todo
, precisamente porque por orden de Radniakós había perdido su cátedra de matemáticas y había tenido que abandonar, e incluso destruir, sus últimos trabajos. Desde entonces se dedicaba a la informática y, por lo que parecía, a beber como un cosaco.

Pasada la quinta copa, Steel, como era previsible, empezó a hablar de los Pantócratas, iluminando a Virgan con sus teorías. ¿De dónde habían salido aquellos personajes, aparentemente divinos en
su
poder pero demasiado humanos en su afán de gloria? Sobre su origen y procedencia Steel encontraba que los puntos de vista más habituales eran tres: el de los que podríamos llamar «escépticos», que los consideraban taumaturgos de poderes incalculables; el de quienes fantaseaban sobre la vida en otros mundos y los creían supervivientes de alguna antiquísima cultura extraterrestre; y el de la mayoría de la humanidad, para quienes eran simplemente dioses. La teoría más racional, aunque no corroborada por ninguna prueba, era la de Steel —según aseveraba él mismo, naturalmente—. Los Pantócratas serían descendientes de los tripulantes de alguna de las naves que abandonó el Sistema Solar en tiempos de la primera colonización. Buena parte de aquellas naves se había perdido en las profundidades del espacio sin que el resto de la humanidad tuviera noticias de ellas. Algunos de esos colonizadores podrían haber topado con una civilización alienígena, o tal vez con sus restos, y de ella habrían obtenido los conocimientos de los que dimanaban sus poderes. El hecho de que unos seres que dominaban los secretos del espacio y del tiempo hubieran vuelto a sus lugares de origen para reinar entre los hombres, tan inferiores a ellos, abundaba en favor de esa teoría.

Cuando aparecieron los Pantócratas, la humanidad ya se había extendido hasta los arrabales de su Sistema Solar y tenía colonias jóvenes en otros cinco sistemas. Por aquel entonces, las naves viajaban a velocidades relativistas y para sus pasajeros no transcurría demasiado tiempo durante los largos vuelos. Pero la velocidad de la luz seguía siendo un límite insoslayable tanto para la materia como para la información. Los hilos de la red que estaba empezando a extenderse por la galaxia eran frágiles: el mensaje que partía de un mundo como noticia se había convertido para sus receptores en objeto de arqueología. Aunque los avances de la medicina y la Sociedad de Resurrección habían hecho al hombre virtualmente inmortal, no por ello habían atemperado su habitual impaciencia. Las distancias entre los sistemas lo torturaban, pero no encontraba manera de salvarlas sino aquel torturante paso de caracol que las teorías de Einstein permitían.

Y fue entonces cuando aparecieron los Pantócratas.

A Virgan no le interesaba demasiado saber de dónde habían salido. Se limitaba a reconocer su poder y sufrir con resignación los inconvenientes de su dominación. El, en particular, había tenido la buena o mala suerte de nacer en la vieja Tierra. El Sistema Solar era la satrapía de Radniakós, el autotitulado primero entre los Pantócratas. Acaso no fuese el más poderoso, pero no cabían dudas de que era quien más gustaba de hacer sentir el peso de su autoridad. Solía cerrar las fronteras de su satrapía y expulsar a los extranjeros sin motivo aparente. Inexplicable parecía su bárbaro tributo: todos sus súbditos, antes de cumplir cincuenta años, tanto hombres como mujeres, debían entregarle un hijoprimogénito, concebido y alumbrado por medios naturales. Virgan, como la mayoría de los varones de la élite social, había seguido la práctica habitual de engendrar un niño con una mujer
prole
, pagando por ello, y, sin llegar a conocerlo, ofrecérselo a los funcionarios del Pantócrata.

Steel reconocía que, gracias a los
Señores de Todo
, los hombres podían viajar y comunicarse casi instantáneamente de sistema en sistema, y eran ya más de cuarenta los colonizados. Pero los Pantócratas, celosos de su poder, guardaban bajo siete llaves los secretos de su ciencia, hasta el punto de haber prohibido las investigaciones sobre física relativista y cuántica que pudieran llevar a otros a acercarse siquiera a vislumbrar cómo viajaban entre las estrellas. También en su enemistad hacia la ciencia humana Radniakós se llevaba la palma, como podía atestiguar la colonia de Titán, que había desaparecido del espacio-tiempo junto con el propio satélite debido a un experimento prohibido.

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