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Authors: Edwin A. Abbott

Tags: #Sátira

Planilandia (15 page)

«Contemplad esa mísera criatura. Ese punto es un ser como nosotros, pero encerrado en el abismo no dimensional. Él mismo es su propio mundo, su propio universo; no puede formarse ninguna concepción de nadie más que de sí mismo; no conoce la longitud ni la anchura ni la altura, porque no ha tenido ninguna experiencia de ellas; no tiene conocimiento alguno ni siquiera del número dos; ninguna idea de pluralidad; pues él mismo es su uno y su todo, siendo en realidad nada. Pero apreciad su absoluta autocomplacencia, y aprended de ello esta lección, que estar satisfecho de sí mismo es ser ruin e ignorante, y que aspirar es mejor que ser ciega e impotentemente feliz. Ahora escuchad».

Dejó de hablar; y se elevó de la pequeña criatura zumbante un tintineo minúsculo, leve, monótono pero claro, como de uno de vuestros fonógrafos de Espaciolandia, del que capté estas palabras:

—¡Infinita beatitud de la existencia! Ello es y sólo ello es.

—¿Qué quiere decir —dije yo— esa raquítica criatura con «ello»?

—Se refiere a sí mismo —dijo la esfera—: ¿no os habéis fijado alguna vez en que los niños pequeños y la gente infantil que no es capaz de diferenciarse del mundo hablan de sí mismos en tercera persona? ¡Pero oigamos!

—Ello llena todo el espacio —continuó la pequeña criatura en su soliloquio—, y lo que llena, eso es. Lo que piensa, eso dice; y lo que dice, eso oye; él mismo es pensador, hablante, oyente, pensamiento, palabra, audición; es el uno y sin embargo el todo en todo. ¡Ah, la felicidad; ah, la felicidad de ser!

—¿No podéis sacar a esa cosilla de su autocomplacencia? —dije yo—. Decidle lo que es en realidad, como me lo dijisteis a mí; reveladle los estrechos límites de Puntolandia y guiadle hacia algo más elevado.

—Eso no es tarea fácil —dijo mi maestro—; intentadlo vos. Entonces, elevando la voz al máximo, me dirigí al punto del modo siguiente:

—Silencio, silencio, despreciable criatura. Os llamáis vos mismo el todo en todo, pero sois la nada; vuestro supuesto universo es una mera mota en una línea, y una línea es una mera sombra comparada con…

—Basta, callaos, ya habéis dicho suficiente —me interrumpió la esfera—, ahora escuchad y observad el efecto de vuestra arenga sobre el rey de Puntolandia.

El lustre del monarca, que relumbró con más brillo que nunca al oír mis palabras, mostraba claramente que su complacencia consigo mismo se mantenía; y apenas había acabado de hablar yo cuando volvió él a su discurso:

—¡Ah, el gozo, ah, el gozo del pensamiento! ¡Qué no podrá lograr ello pensando! ¡Su propio pensamiento llegando a sí mismo, indicando su menosprecio, para estimular así su felicidad! ¡Dulce rebelión estimulada hasta acabar en triunfo! ¡Ah, el divino poder creador del todo en uno! ¡Ah, el gozo, el gozo de ser!

—Veis —dijo mi maestro—, de qué poco han servido vuestras palabras. En la medida en que el monarca las llega a entender, las acepta como propias, ya que no puede concebir a nadie más que a sí mismo, y se vanagloria de la variedad de «su pensamiento» como un ejemplo de poder creador. Dejemos a este dios de Puntolandia entregado a la fruición ignorante de su omnipresencia y su omnisciencia: nada que vos o yo podamos hacer puede sacarle de su autosatisfacción consigo mismo.

Tras esto, mientras regresábamos flotando a Planilandia, pude oír la voz suave de mi compañero indicando la moraleja de mi visión y estimulándome a aspirar a más y a enseñar a otros a aspirar a más. Él al principio se había enfurecido, confesó, por mi ambición de remontarme hasta dimensiones superiores a la tercera; pero, desde entonces, había llegado a nuevas conclusiones, y no era tan orgulloso como para no reconocer su error ante un discípulo. Y pasó a continuación a iniciarme en misterios aún más elevados que aquellos de los que ya había sido testigo, mostrándome cómo construir extrasólidos por el movimiento de sólidos y dobles extrasólidos por el movimiento de extrasólidos, y todo ello «estrictamente de acuerdo con la analogía», todo por métodos tan simples, tan fáciles, como para resultar evidentes hasta para el sexo femenino.

21
Cómo intenté enseñar la teoría de las tres dimensiones a mi nieto y con qué éxito

DESPERTÉ MUY CONTENTO y me puse a reflexionar sobre la gloriosa carrera que tenía ante mí. Saldría inmediatamente, pensé, a evangelizar a toda Planilandia. Hasta a las mujeres y a los soldados se debía transmitir el evangelio de las tres dimensiones. Empezaría por mi esposa.

Precisamente cuando había decidido ese plan de operaciones, oí el rumor de muchas voces en la calle ordenando silencio. Luego siguió una voz sonora. Era una proclama del pregonero. Escuché atentamente y reconocí las palabras de la resolución del consejo, anunciando la detención, encarcelamiento o ejecución de cualquiera que corrompiese mentalmente a las gentes con engaños y diciendo haber tenido revelaciones de otro mundo.

Reflexioné. No era un peligro que se pudiese desdeñar. Sería mejor evitarlo omitiendo toda mención de mi revelación y siguiendo el camino de la demostración (que parecía, en realidad, tan simple y tan concluyente que nada se perdería desechando los medios anteriores). «Hacia arriba, no hacia el norte», eso era la clave de toda la prueba. Me había parecido bastante claro antes de quedarme dormido; y cuando desperté, recién salido del sueño, había parecido tan evidente como la aritmética; pero, no sé por qué, no parecía tan obvio ya. Aunque mi esposa entró en la habitación oportunamente en aquel momento preciso, decidí, después de que hubiésemos cruzado unas cuantas palabras de conversación intrascendente, no empezar con ella.

Mis hijos pentagonales eran hombres de carácter y de posición, y médicos de no pequeña fama, pero eran poca cosa en matemáticas y, debido a ello, inadecuados para mi propósito. Pero se me ocurrió que un joven y dócil hexágono, con afición a las matemáticas, sería el alumno más adecuado. ¿Por qué no hacer, pues, mi primer experimento con mi precoz nietecito, cuyos comentarios casuales sobre el significado de 9’ habían contado con la aprobación de la esfera? Analizando el asunto con él, un simple muchacho, no correría peligro alguno; ya que él no sabía nada de la proclamación del consejo; mientras que no podía estar seguro de que mis hijos (tanto predominaban en ellos el patriotismo y el respeto a los círculos sobre el mero afecto ciego) pudieran sentirse impulsados a entregarme al prefecto, si veían que sostenía en serio la herejía sediciosa de la tercera dimensión.

Pero lo primero que tenía que hacer era satisfacer de algún modo la curiosidad de mi esposa, que pretendía, como es natural, saber algo de las razones por las que el círculo había deseado aquella entrevista misteriosa y sobre los medios por los que había penetrado en la casa. Debo contentarme con decir, sin entrar en los detalles de la compleja explicación que le di (una explicación tan fiel a la verdad, me temo, como podrían desear mis lectores de Espaciolandia), que conseguí finalmente convencerla para que volviese tranquilamente a sus deberes domésticos sin extraer de mí ninguna alusión al mundo de las tres dimensiones. Hecho esto, envié inmediatamente a por mi nieto; pues, a decir verdad, pensaba que todo lo que había visto y oído estaba escurriéndose de mí de un modo extraño, como la imagen de un sueño torturante captado a medias, y anhelaba poner a prueba mi habilidad para hacer un primer discípulo.

Cuando mi nieto entró en la habitación cerré la puerta cuidadosamente. Luego me senté a su lado, cogí nuestros cuadernos matemáticos (o líneas, como les llamaríais vosotros) y le dije que reanudaríamos la lección del día anterior. Le enseñé una vez más cómo un punto moviéndose en una dimensión produce una línea, y cómo una línea recta moviéndose en dos dimensiones produce un cuadrado. Después de esto, forzando una risa, dije:

—Y luego tú, granujilla, querías hacerme creer que un cuadrado moviéndose «hacia arriba, no hacia el norte» produce otra figura, una especie de extracuadrado en tres dimensiones. Di eso otra vez, bribonzuelo.

En ese momento oímos una vez más el «¡Oh sí! ¡Oh sí!» del heraldo que pregonaba fuera en la calle la resolución del consejo. Aunque era joven, mi nieto (excepcionalmente inteligente para su edad y educado en la reverencia absoluta hacia la autoridad de los círculos) captó la situación con una agudeza para la que yo no estaba en absoluto preparado. Permaneció callado hasta que se desvanecieron las últimas palabras de la proclama y luego rompió a llorar:

—Abuelo querido —dijo—, lo hice sólo jugando y por su puesto no quería decir nada en absoluto con ello; y no sabíamos nada entonces sobre la nueva ley, y no creo que dijese nada sobre la tercera dimensión; y estoy seguro de que no dije una palabra sobre «arribas no al norte», pues eso habría sido un disparate, ¿comprendes? ¿Cómo iba a poder moverse una cosa hacia arriba y no hacia el norte? ¡Hacia arriba y no hacia el norte! Aunque fuese un niño pequeño no podría decir un disparate como ese. ¡Qué tontería! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

—No es ninguna tontería —dije yo, perdiendo el control—; aquí tengo, por ejemplo, este cuadrado…

Y cogí un cuadrado movible, allí a mano.

—… y lo muevo, mira, no hacia el norte sino… sí, lo muevo hacia arriba… es decir, no hacia el norte, sino que lo muevo hacia algún sitio… no exactamente así, pero de algún modo…

Puse fin aquí a mi frase estúpidamente, moviendo el cuadrado de un modo que no tenía sentido, para gran diversión de mi nieto, que rompió a reír más sonoramente que nunca y proclamó que yo no estaba enseñándole sino bromeando con él; y tras decir eso, abrió la puerta y salió corriendo de la habitación. Así terminó mi primera tentativa de convertir a un discípulo al evangelio de las tres dimensiones.

22
Cómo intenté luego difundir la teoría de las tres dimensiones por otros medios y del resultado

MI FRACASO CON mi nieto no me estimuló a comunicar mi secreto al resto de los habitantes de mi casa; pero tampoco me llevó a desesperar de mis posibilidades de éxito. Comprendí sólo que no debía confiar totalmente en la fórmula «hacia arriba, no hacia el norte», sino que debía más bien dar con una demostración presentando al público una visión clara de todo el asunto; y para este propósito parecía necesario recurrir a escribir.

Así que dediqué varios meses en la intimidad a la composición de un tratado sobre los misterios de las tres dimensiones. Sólo que, con vistas a eludir la ley, si era posible, no hablé de una dimensión física, sino de una Pensamientolandia desde la que una figura podía, en teoría, bajar la vista hacia Planilandia y ver simultáneamente el interior de todas las cosas, y donde era factible que se pudiese suponer que existía una figura entorneada, como si dijéramos, por seis cuadrados, y que contenía ocho puntos terminales. Pero al escribir ese libro me vi tristemente obstaculizado por la imposibilidad de hacer los diagramas que eran necesarios para mi propósito; pues, por supuesto, en nuestro país de Planilandia, no hay cuadernos sino líneas, y no hay diagramas sino líneas, todo en una línea recta y sólo distinguible por diferencia de tamaño y brillantez; así que, una vez que hube acabado mi tratado (que titulé
A través de Planilandia hasta Pensamientolandia
) no pude sentirme seguro de que fueran muchos los que pudieran entender lo que quería decir.

Mientras, sobre mi vida pesaba una nube. Me aburrían todos los placeres; las vistas me torturaban todas y me tentaban a gritar traición, porque no podía comparar lo que veía en dos dimensiones con lo que era en realidad si lo veía en tres, y a duras penas podía contenerme para no formular en voz alta mis comparaciones. Desdeñé a mis clientes y mi propio negocio para entregarme a la contemplación de los misterios que había contemplado una vez, pero que no podía impartir a nadie, y que me resultaba cada día más difícil reproducir incluso ante mi propia visión mental.

Un día, unos once meses después de mi regreso de Espaciolandia, intenté ver un cubo con el ojo cerrado, pero fracasé; y aunque lo conseguí después, no estaba entonces completamente seguro (ni lo he estado nunca después) de que hubiese logrado producir realmente el original. Esto acentuó más aún mi melancolía y decidí dar algún paso; pero no sabía cuál. Pensaba que estaría dispuesto a sacrificar mi vida por la causa, si pudiese haber generado así convicción. Pero si no podía convencer a mi nieto, ¿cómo podía convencer a los círculos más elevados y desarrollados del país?

Y, sin embargo, había veces que mi espíritu era demasiado fuerte para mí y di rienda suelta a declaraciones peligrosas. Ya se me consideraba heterodoxo, si es que no sospechoso de traición, y tenía clara conciencia de lo peligroso de mi posición; pero había veces que no podía evitar decir cosas sospechosas o semisediciosas, incluso entre la más alta sociedad poligonal y circular. Cuando surgía, por ejemplo, el asunto del tratamiento que se aplicaba a aquellos lunáticos que decían que habían recibido el poder de ver el interior de las cosas, yo citaba el adagio de un antiguo círculo, que proclamó que los profetas y las personas inspiradas siempre son considerados locos por la mayoría; y no podía evitar de vez en cuando dejar caer frases como «el ojo que discierne el interior de las cosas» y «el país omnividente»; en una o dos ocasiones dejé caer incluso los términos prohibidos «la tercera y la cuarta dimensión». Por último, para completar una serie de indiscreciones menores, en una reunión de nuestra Asociación especulativa local celebrada en el palacio del propio prefecto, después de que una persona extremadamente estúpida leyera un artículo en el que exponía las razones precisas por las que la providencia ha limitado el número de dimensiones a dos, y por qué el atributo de omnividencia se asigna sólo al Supremo, me dejé llevar hasta tal punto que hice una relación exacta de todo mi viaje con la esfera por el espacio y hasta la sede de la asamblea de nuestra Metrópolis y luego de nuevo hasta el espacio, y mi regreso a casa y de todo lo que había visto y oído en la realidad o en visión. Fingí al principio, bien es verdad, que estaba describiendo las experiencias imaginarias de un personaje de ficción; pero mi entusiasmo no tardó en impulsarme a abandonar todo disfraz y, finalmente, en una ardorosa perorata, exhorté a todos mis oyentes a librarse de prejuicios y convertirse en creyentes de la tercera dimensión.

¿Hace falta que diga que fui detenido inmediatamente y conducido ante el consejo?

A la mañana siguiente, emplazado en el mismo lugar donde muy pocos meses antes había estado a mi lado la esfera, se me permitió iniciar y continuar mi narración sin preguntas ni interrupciones. Pero me di cuenta desde el principio de cuál iba a ser mi destino; pues el presidente, viendo que estaba presente una guardia de la mejor clase de policías, de angularidad levemente inferior, si es que algo, a los 55°, ordenó que fuesen substituidos, antes de que se iniciase mi defensa, por una clase inferior de 2° o 3°. Yo sabía muy bien lo que significaba eso. Iba a ser ejecutado o encarcelado, y mi historia había de mantenerse secreta para el mundo mediante la simultánea destrucción de los funcionarios que la hubiesen oído; y, siendo así, el presidente quería substituir las víctimas más caras por las más baratas.

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