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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

Peter Pan (13 page)

BOOK: Peter Pan
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—¿Llegaron a volver?

—Ahora —dijo Wendy, preparándose para el esfuerzo más delicado—, echemos un vistazo al futuro.

Y todos se giraron de la forma que hace que los vistazos al futuro resulten más fáciles.

—Han pasado los años ¿y quién es esa señora de edad indeterminada que se apea en la estación de Londres?

—Oh, Wendy, ¿quién es? —exclamó Avispado, tan emocionado como si no lo supiera.

—Puede ser… sí… no… es… ¡la bella Wendy!

—¡Oh!

—¿Y quiénes son los dos nobles y orondos personajes que la acompañan, ahora ya hechos hombres? ¿Pueden ser John y Michael? ¡Sí!

—¡Oh!

—Mirad, queridos hermanos —dice Wendy, señalando hacia arriba—, ahí sigue la ventana abierta. Ah, ahora nos vemos recompensados por nuestra fe sublime en el amor de una madre.

De forma que subieron volando hasta su mamá y su papá y no hay pluma que pueda describir la feliz escena, sobre la que corremos un velo.

Eso era un cuento y se sentían tan satisfechos con él como la bella narradora. Es que todo era como debía ser. Nos escabullimos como los seres más crueles del mundo, que es lo que son los niños, aunque muy atractivos, y pasamos un rato totalmente egoísta y cuando necesitamos atenciones especiales regresamos noblemente a buscarlas, seguros de que nos abrazarán en lugar de pegarnos.

Efectivamente, tan grande era su fe en el amor de una madre que pensaban que podían permitirse ser un poco más crueles. Pero había alguien que tenía más claras las cosas y cuando Wendy terminó soltó un sordo gemido.

—¿Qué te pasa, Peter? —exclamó ella, corriendo hasta él, creyendo que estaba enfermo. Lo palpó solícita más abajo del pecho.

—¿Dónde te duele, Peter?

—No es esa clase de dolor —replicó Peter lúgubremente.

—¿Entonces de qué clase es?

—Wendy, estás equivocada con respecto a las madres.

Se agruparon asustados a su alrededor, tan alarmante era su inquietud, y con total franqueza él les contó lo que hasta entonces había mantenido oculto.

—Hace mucho tiempo —dijo—, yo creía como vosotros que mi madre me dejaría la ventana abierta, así que estuve fuera durante lunas y lunas y lunas y luego regresé volando, pero la ventana estaba cerrada, porque mamá se había olvidado de mí y había otro niño durmiendo en mi cama.

No estoy seguro de que esto fuera cierto, pero Peter lo creía y los asustó.

—¿Estás seguro de que las madres son así?

—Sí.

Así que ésta era la verdad sobre las madres. ¡Las muy canallas!

Aun así es mejor tener cuidado y nadie sabe tan deprisa como un niño cuándo debe ceder.

—Wendy, vámonos a casa —gritaron John y Michael al tiempo.

—Sí —dijo ella, abrazándolos.

—No será esta noche, ¿verdad? —preguntaron perplejos los niños perdidos. Sabían en lo que llamaban el fondo de su corazón que uno puede arreglárselas muy bien sin una madre y que sólo son las madres las que piensan que no es así.

—Ahora mismo —replicó Wendy decidida, pues se le había ocurrido una idea espantosa: «A lo mejor mamá está ya de medio luto».

Este temor le hizo olvidarse de lo que debía de estar sintiendo Peter y le dijo en tono bastante cortante:

—Peter, ¿te ocupas de hacer los preparativos necesarios?

—Si es lo que deseas —replicó él con la misma frialdad que si le hubiera pedido que le pasara las nueces.

¡Ni decirse un «siento perderte»! Si a ella no le importaba la separación, él, Peter, le iba a demostrar que a él tampoco.

Pero, por supuesto, le importaba mucho y estaba tan lleno de ira contra los adultos, quienes, como de costumbre, lo estaban echando todo a perder, que nada más meterse en su árbol tomó a propósito aliento en inspiraciones cortas y rápidas a un ritmo de unas cinco por segundo. Lo hizo porque hay un dicho en el País de Nunca Jamás según el cual cada vez que uno respira, muere un adulto y Peter los estaba matando en venganza lo más deprisa posible.

Después de haber dado las instrucciones necesarias a los pieles rojas regresó a la casa, donde se había desarrollado una escena indigna durante su ausencia. Aterrorizados ante la idea de perder a Wendy, los niños perdidos se habían acercado a ella amenazadoramente.

—Será peor que antes de que viniera —gritaban.

—No la dejaremos marchar.

—Hagámosla prisionera.

—Eso, atadla.

En tal apuro un instinto le dijo a cuál de ellos recurrir.

—Lelo —gritó—, te lo ruego.

¿No es extraño? Recurrió a Lelo, el más tonto de todos. Sin embargo, Lelo respondió con grandeza. Porque en ese momento dejó su estupidez y habló con dignidad.

—Yo no soy más que Lelo —dijo—, y nadie me hace caso. Pero al primero que no se comporte con Wendy como un caballero inglés le causaré serias heridas.

Desenvainó su acero y en ese instante Lelo brilló con luz propia. Los demás retrocedieron intranquilos. Entonces regresó Peter y se dieron cuenta al momento de que él no los apoyaría. Jamás obligaría a una chica a quedarse en el País de Nunca Jamás en contra de su voluntad.

—Wendy —dijo, paseando de un lado a otro—, les he pedido a los pieles rojas que te guíen a través del bosque, ya que volar te cansa mucho.

—Gracias, Peter.

—Luego —continuó con el tono tajante de quien está acostumbrado a ser obedecido—, Campanilla te llevará a través del mar. Despiértala, Avispado.

Avispado tuvo que llamar dos veces antes de obtener respuesta, aunque Campanilla llevaba ya un rato sentada en la cama escuchando.

—¿Quién eres? ¿Cómo te atreves? Fuera —gritó.

—Tienes que levantarte, Campanilla —le dijo Avispado—, y llevar a Wendy de viaje.

Por supuesto, a Campanilla le había encantado enterarse de que Wendy se iba, pero estaba más que decidida a no ser su guía y así lo expresó con un lenguaje aún más insultante. Luego fingió haberse dormido de nuevo.

—Dice que no le da la gana —exclamó Avispado, horrorizado ante tal insubordinación, por lo que Peter se acercó severo al aposento de la joven.

—Campanilla —espetó—, si no te levantas y te vistes ahora mismo abriré las cortinas y todos te veremos en negligee.

Esto le hizo saltar al suelo.

—¿Quién ha dicho que no me iba a levantar? —gritó.

Entretanto los chicos contemplaban muy tristes a Wendy, que ya estaba equipada para el viaje con John y Michael. Para entonces se sentían abatidos, no sólo porque estaban a punto de perderla, sino además porque les parecía que iba a encontrarse con algo agradable a lo que ellos no habían sido invitados. Como de costumbre la novedad los atraía. Atribuyéndoles unos sentimientos más nobles, Wendy se ablandó.

—Queridos —dijo—, si queréis venir conmigo estoy casi segura de que puedo hacer que mi padre y mi madre os adopten.

La invitación iba dirigida especialmente a Peter, pero cada chico pensaba exclusivamente en sí mismo y al momento se pusieron a dar saltos de alegría.

—¿Pero no pensarán que somos muchos? —preguntó Avispado a medio salto.

—Oh, no —dijo Wendy, calculando rápidamente—, simplemente habrá que poner unas cuantas camas en el salón; se pueden tapar con biombos en días de visita.

—Peter, ¿podemos ir? —exclamaron todos suplicantes. Daban por supuesto que si ellos se iban él también se iría, pero la verdad es que les importaba muy poco. Así es cómo los niños están siempre dispuestos, cuando aparece una novedad, a abandonar a sus seres queridos.

—Está bien —replicó Peter sonriendo con amargura e inmediatamente corrieron a recoger sus cosas.

—Y ahora, Peter —dijo Wendy, pensando que ya lo había arreglado todo—, voy a darte tu medicina antes de que te vayas.

Le encantaba darles medicinas y sin duda les daba demasiadas. Naturalmente, no era más que agua, pero la servía de una calabaza y siempre agitaba la calabaza y contaba las gotas, lo cual le daba cierta categoría medicinal. En esta ocasión, sin embargo, no le dio a Peter esta dosis, pues nada más prepararla, le vio una expresión en la cara que la desanimó.

—Prepara tus cosas, Peter —exclamó, temblando.

—No —contestó él, fingiendo indiferencia—, yo no voy con vosotros, Wendy.

—Sí, Peter.

—No.

Para demostrar que su marcha lo iba a dejar impasible, se puso a brincar por la habitación, tocando alegremente su cruel flauta. Ella tuvo que ir detrás de él, aunque resultara bastante poco digno.

—Para encontrar a tu madre —dijo engatusadora.

Pero si Peter había tenido alguna vez una madre, ya no la echaría de menos. Podía arreglárselas muy bien sin una. Había pensado sobre ellas y sólo recordaba sus defectos.

—No, no —le dijo a Wendy terminantemente—, a lo mejor dice que soy mayor y yo sólo quiero ser siempre un niño y divertirme.

—Pero, Peter…

—No.

Y por eso hubo de decírselo a los demás.

—Peter no viene.

¡Que Peter no venía! Lo miraron sin comprender, con el palo echado al hombro y en cada palo un petate. Lo primero que pensaron fue que si Peter no iba probablemente habría cambiado de opinión con respecto a dejarlos marchar.

Pero él era demasiado orgulloso para eso.

—Si encontráis a vuestras madres —dijo lúgubremente—, espero que os gusten.

El gran cinismo de sus palabras les causó una sensación incómoda y casi todos empezaron a dar muestras de inseguridad. Después de todo, delataban sus expresiones, ¿acaso no eran unos tontos por quererse marchar?

—Bueno, bueno —exclamó Peter—, nada de escenas. Adiós, Wendy.

Y le ofreció la mano alegremente, como si realmente tuvieran que irse ya, porque él tenía algo importante que hacer.

Ella tuvo que cogerle la mano, ya que no daba señales de preferir un dedal.

—Te acordarás de cambiarte la ropa interior, ¿verdad, Peter? —dijo, sin prisas por dejarlo. Siempre había sido muy particular con lo de la ropa interior.

—Sí.

—¿Y te tomarás la medicina?

—Sí.

No parecía que hubiera nada más que decir y se hizo un silencio tenso. Sin embargo, Peter no era de los que se derrumban delante de la gente.

—¿Estás preparada, Campanilla? —exclamó.

—Sí.

—Pues muestra el camino.

Campanilla subió disparada por el árbol más cercano, pero nadie la siguió, ya que fue en ese momento cuando los piratas desataron su tremendo ataque sobre los pieles rojas. Arriba, donde todo había estado tranquilo, el aire se llenó de alaridos y del choque de las armas. Abajo, había un silencio total. Las bocas se abrieron y se quedaron abiertas. Wendy cayó de rodillas, pero tendió los brazos hacia Peter. Todos los brazos estaban tendidos hacia él, como si de pronto un viento los hubiera llevado en esa dirección: le rogaban sin palabras que no los abandonara. En cuanto a Peter, tomó su espada, la misma con la que creía haber matado a Barbacoa, y sus ojos relampaguearon con el ansia de batalla.

12
El rapto de los niños

El ataque pirata había sido una total sorpresa: una buena prueba de que el desaprensivo Garfio lo había llevado a cabo deshonestamente, pues sorprender a los pieles rojas limpiamente es algo que no entra en la capacidad del hombre blanco.

Según todas las leyes no escritas sobre la guerra salvaje siempre es el piel roja el que ataca y con la astucia propia de su raza lo hace justo antes del amanecer, hora en la que sabe que el valor de los blancos está por los suelos. Los blancos, entretanto, han levantado una tosca empalizada en la cima de aquel terreno ondulado, a cuyos pies discurre un riachuelo, ya que estar demasiado lejos del agua supone la destrucción. Allí esperan el violento ataque, los inexpertos aferrando sus revólveres y haciendo crujir ramitas, mientras que los veteranos duermen tranquilamente hasta justo antes del amanecer. A través de la larga y oscura noche los exploradores salvajes se deslizan, como serpientes, por entre la hierba sin mover ni una brizna. La maleza se cierra tras ellos tan silenciosamente como la arena por la que se ha introducido un topo. No se oye ni un ruido, salvo cuando sueltan una asombrosa imitación del aullido solitario de un coyote. Otros bravos contestan al grito y algunos lo hacen aún mejor que los coyotes, a quienes no se les da muy bien. Así van pasando las frías horas y la larga incertidumbre resulta tremendamente agotadora para el rostro pálido que tiene que pasar por ella por primera vez, pero para el perro viejo esos espantosos gritos y esos silencios aún más espantosos no son sino una indicación de cómo está transcurriendo la noche.

Garfio sabía tan bien que éste era el sistema habitual que no se le puede disculpar por pasarlo por alto alegando que lo desconocía.

Los piccaninnis, por su parte, confiaban sin reservas en su sentido del honor y todos sus actos de esa noche presentan un claro contraste con los de él. No dejaron de hacer nada que no fuera consecuente con la reputación de su tribu. Con esa agudeza de los sentidos que es al mismo tiempo el asombro y la desesperación de los pueblos civilizados, supieron que los piratas estaban en la isla desde el momento en que uno de ellos pisó un palo seco y al cabo de un rato increíblemente corto comenzaron los aullidos de coyote. Cada palmo de terreno entre el punto donde Garfio había desembarcado a sus fuerzas y la casa de debajo de los arboles fue examinado sigilosamente por bravos que llevaban los mocasines calzados del revés. Sólo encontraron una única colina con un riachuelo a los pies, de forma que Garfio no tenía elección: aquí debía instalarse y esperar hasta justo antes del amanecer. Ya que todo estaba organizado de esta forma con astucia casi diabólica, el grueso principal de los pieles rojas se arropó en sus mantas y con esa flemática actitud que para ellos es la quintaesencia de la hombría se sentaron en cuclillas encima del hogar de los niños, aguardando el frío momento en que tendrían que sembrar la pálida muerte.

En este lugar, soñando, aunque bien despiertos, con las exquisitas torturas a las que lo someterían al amanecer, fueron sorprendidos los confiados salvajes por el traicionero Garfio. Según los relatos facilitados después por aquéllos de los exploradores que escaparon a la carnicería, no parece que se hubiera detenido siquiera en la colina, aunque es seguro que debió verla bajo aquella luz grisácea; no parece que en ningún momento se le pasara por la astuta cabeza la idea de esperar a ser atacado, ni siquiera aguardó a que la noche estuviera casi acabada; siguió adelante sin otros principios que los de entrar en batalla. ¿Qué otra cosa podían hacer los desconcertados exploradores, siendo como eran maestros en todas las artes de la guerra menos ésta, sino trotar indecisos tras él, exponiéndose fatalmente, mientras soltaban una patética imitación del aullido del coyote?

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