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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (12 page)

—Pensaba que Kilian estaría conmigo en el patio de Yakató —intervino Jacobo—. Yo también le puedo enseñar…

Garuz levantó una mano para evitar que continuara. Tenía claro que si Kilian resultaba ser tan buen trabajador como su padre y su hermano, o al menos como su padre, mantenerlos separados contribuiría al mejor rendimiento de la finca en su conjunto.

El niño emitió un chillido de alegría, se levantó, se acercó a su padre y le entregó el tesoro —una goma de borrar— que había descubierto bajo la mesa.

—Gracias, hijo. Muy bien. Toma, guárdala en ese armario. —Miró a Jacobo y a Kilian alternativamente—. Está decidido. De los tres patios,
Obsay
no está funcionando como debiera. Irá bien que alguien nuevo ayude a tirar del carro. De momento, es lo que hay.

—Sí, señor —repitió Kilian.

—Y recuerda que a los trabajadores hay que tratarlos con autoridad, decisión y también justicia. Si haces algo mal, te criticarán. Si no resuelves bien los problemas, te perderán el respeto. Un buen empleado tiene que saber hacer de todo y solucionar cualquier asunto. No muestres ninguna debilidad. Y no des pie a una excesiva confianza que se pueda malinterpretar, ni con bubis ni con braceros. ¿Entiendes lo que te digo?

—Sí, don Lorenzo. —Kilian se sintió de nuevo abrumado. En esos momentos se hubiera tomado otro
salto
.

—Una cosa más. Creo que no sabes conducir, ¿cierto?

—Cierto, señor.

—Pues es lo primero que tienes que hacer. Mañana tendrás ropa apropiada, un salacot y un machete por cuenta de la casa para empezar bien equipado. Antón, ¿quién es su
boy
?

—Simón. El nuevo.

—¡Ah, sí! Parece buen chico. Espero que dure. Aunque no te puedes fiar. En cuanto te cogen la vuelta, van y vienen a su antojo sin decir nada. En fin… La vida es dura en Fernando Poo. —Señaló a los otros tres hombres—. No obstante, si otros se han adaptado, no veo por qué no has de hacerlo tú.

Miró su reloj y se puso en pie.

—Me imagino que tendréis ganas de ir a cenar. A estas horas, los demás ya habrán terminado, pero he dejado dicho que cenaríais solos más tarde. Espero que me disculpéis —hizo un gesto en dirección a su hijo—, se hace tarde y tengo que regresar a la ciudad. Su madre es muy estricta con los horarios.

Los otros hombres se levantaron y se dejaron acompañar hasta la puerta, donde uno por uno estrecharon la mano del gerente. Salieron al porche exterior en dirección al edificio de enfrente, donde se ubicaba el comedor junto a la sala de estar, debajo de los dormitorios.

De camino al comedor, Kilian preguntó:

—¿Qué pasa con ese Gregorio?

—Es un mal bicho —respondió Jacobo entre dientes—. Ya lo verás. Ten cuidado con él.

Kilian miró a su padre en actitud interrogante deseando que rebatiera esas palabras.

—No hagas caso, hijo. Tú… haz tu trabajo y ya está.

Manuel percibió el tono de preocupación de Antón y miró a Kilian mientras entraba en el comedor y se sentaba en el lugar que su padre le indicaba. Esperaba que pudiera llegar a saborear los numerosos placeres de la isla una vez superadas las primeras pruebas que los inevitables días de
cutlass
y
poto-poto
, de machetes y fango, le plantearían.

Por el momento, Kilian abría los ojos asombrado como un niño ante la comida que los criados habían dispuesto sobre la mesa.

—¡Jamón! —exclamó—. ¡Y gallina guisada con patatas…!

Jacobo se rio.

—¿Qué te pensabas? ¿Que ibas a comer serpiente?

—Es que este menú es como el de casa, incluso mejor.

—Los europeos comemos normalmente comida europea —dijo Antón—. Pero nosotros tenemos la suerte de disfrutar de un maravilloso cocinero camerunés que combina lo mejor de España y lo mejor de África.

—¿Y eso de ahí qué es? —Kilian señaló una fuente cuyo contenido no le resultaba familiar.

Manuel se mordió el labio inferior en un gesto de deseo.

—Hmmm… ¡Así me gusta! ¡
Plantín
! ¡Nos ha preparado banana frita con arroz y aceite de palma como bienvenida! —Desplegó su servilleta y se dispuso a servirse—. Tu primer plato exótico, amigo. No podrás vivir sin él.

Kilian lo miró escéptico, pero al poco tuvo que admitir que tenían razón, que el cocinero se merecía un aplauso. Gracias a la comida y al buen vino, la cena discurrió de manera amena y relajada. Kilian consiguió disfrutar de la velada, pero no podía evitar que le vinieran a la mente imágenes fugaces de Pasolobino, del viaje por mar y de la llegada a la isla. Tampoco podía dejar de pensar en cómo discurriría su primera jornada en la finca al lado de ese tal Gregorio. Sin previo aviso, el sopor se fue adueñando de él. Los párpados se le cerraban por culpa del vino y del cansancio acumulado.

Apenas prestaba ya atención a la conversación cuando escuchó que su padre se levantaba.

—Yo me voy a la cama, que ya es hora.

Manuel y Jacobo decidieron quedarse un rato más, pero Kilian también se puso de pie, adormilado.

—Yo también me voy, o no habrá quien me despierte mañana.

—No te preocupes, que te despertarás —dijo Jacobo—. A partir de las cinco y media aquí es imposible dormir.

Se desearon buenas noches y Antón y Kilian salieron del comedor, subieron en silencio por la amplia escalera escoltada por elegantes pilastras blancas y gruesos balaustres, giraron a la derecha para tomar el pasillo exterior que conducía a los dormitorios, protegido por una barandilla de madera verde, y llegaron a su destino.

—Buenas noches, papá.

Antón hizo el gesto de continuar hasta su dormitorio, situado varias puertas más allá, pero cambió de idea. Se giró hacia Kilian y lo miró a los ojos. Quería decirle muchas cosas, darle ánimos, transmitirle la fortaleza que necesitaría los primeros meses para acostumbrarse a la vida en la finca, ofrecerse para ayudarle en todo lo que necesitase…, pero no quiso pecar de un excesivo paternalismo —al fin y al cabo, Kilian ya era todo un hombre— y terminar un día agotador con un sermón añadido a toda la información que, estaba seguro, hervía en la cabeza del joven. Así que suspiró, le dio una palmada en la espalda y le dijo simplemente:

—No te olvides de colocar bien la mosquitera, hijo.

Pocas horas después, un profundo y penetrante sonido, como el repiqueteo de palos sobre madera, se empeñaba sin éxito en introducirse en el cerebro de Kilian, quien dormía profundamente gracias a la brisa de la madrugada. Al cabo de un cuarto de hora, otro redoble hueco y rápido anunció el segundo toque de llamada para acudir al trabajo.

Alguien llamó insistentemente a la puerta.

—¡
Massa, massa
! ¡Ya suena la
tumba
! ¡Despierte o llegará tarde!

Kilian se levantó torpemente y se dirigió a la puerta. La abrió y un muchacho pasó disparado bajo su nariz portando varias cosas entre los brazos y hablando si parar.

—Le he traído una camisa de algodón y unos pantalones fuertes. Se lo pongo aquí, en la cama, junto con el salacot y el machete. Si se da prisa, aún podrá tomarse un café. Y no se olvide de las botas altas.

—Hablas español.

El muchacho lo miró con extrañeza.

—Sí, claro, soy bubi —dijo, como si esa fuera una explicación más que suficiente.

Kilian hizo un vago gesto de asentimiento.

—¿Cómo te llamas?

—Simón,
massa
. Para servirle.

Kilian supo que ese era el
boy
que le habían asignado y trató de memorizar sus facciones, que en conjunto le resultaron simpáticas. Tenía unos ojos casi redondos y la nariz un poco aplastada, parecida a la de José. Su pelo, corto y ensortijado, era tan oscuro que no había frontera de color con la piel de la frente, surcada por tres largas arrugas horizontales impropias de alguien tan joven.

—¿Y cuántos años tienes?

—Hmmm… No estoy seguro. Puede que dieciséis.

—¿No estás seguro? —El chico se encogió de hombros—. Bien, Simón. ¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora?

—Dentro de diez minutos todo el mundo tiene que estar formando en el patio. También los blancos. En realidad, los blancos los primeros.

Kilian miró por la ventana.

—Todavía es de noche…

—Sí,
massa
. Pero para cuando comience el trabajo ya será de día. Aquí los días son siempre igual. Doce horas de noche y doce de día, todo el año. La jornada es de seis a tres. —Cogió la camisa de la cama—. Le ayudaré a vestirse.

—No, gracias. —Rechazó el ofrecimiento con amabilidad—. Puedo hacerlo solo.

—Pero…

—He dicho que no —repitió con voz firme—. Espérame fuera.

En cinco minutos se lavó, se vistió, cogió el machete y el salacot y salió fuera.

—¿Tengo aún tiempo para tomarme ese café?

El chico lo precedió con paso ligero por el pasillo. Al bajar las escaleras, Kilian vio una masa de hombres que se iba ordenando en filas en el patio principal. Entró rápidamente en el comedor, bebió cuatro sorbos del delicioso café que Simón le ofreció y salió al exterior. A unos metros reconoció las figuras de los blancos pasando lista frente a los cientos de hombres negros que esperaban el comienzo de la actividad. Respiró hondo y se acabó de despejar en el breve trayecto. Notó que muchos ojos lo observaban. Supuso que todos querrían ver al nuevo empleado de la plantación y se aferró al salacot para ocultar su nerviosismo.

—Justo a tiempo, Kilian —dijo Jacobo cuando llegó a su lado. En la mano sujetaba unos papeles y una vara de madera flexible—. Un minuto más y no cobras.

—¿Cómo dices?

—El que no llega puntual, ya no se puede meter en la fila y no cobra el día. —Le dio un codazo en las costillas—. Tranquilo, eso solo se aplica a los morenos. ¿Has dormido bien? —Kilian asintió—. Mira, el que está a la derecha de nuestro padre es Gregorio, o
massa
Gregor, como le llaman. Está preparando nuevas brigadas para
Obsay
. Suerte y adiós. Nos veremos por la tarde.

Kilian se fijó en Gregorio, que estaba de espaldas hablando con Antón. Era un hombre de pelo oscuro, flaco y huesudo, casi tan alto como él. Cuando llegó a su lado los saludó. Los hombres se giraron y pudo ver su rostro. Tenía unos ojos oscuros de mirada gélida y un pequeño bigote sobre unos labios demasiado finos. Kilian miró a su padre y extendió la mano para saludar a Gregorio.

—Soy Kilian, tu nuevo compañero.

Gregorio sujetaba entre las manos un pequeño látigo de cuero cuya empuñadura acariciaba de manera metódica deslizando los dedos unos centímetros hacia arriba y hacia abajo. Detuvo el movimiento y aceptó el saludo de Kilian. Lo observó detenidamente sin soltarle la mano y esbozó una sonrisa.

—Así que tú eres el otro hijo de Antón. Pronto estaréis aquí toda la familia.

A Kilian la mano de Gregorio le resultó fría, la sonrisa forzada, y el comentario insulso. Miró a su padre y le preguntó:

—¿Usted dónde trabaja?

—Yo me quedo aquí, en los almacenes del patio central. Afortunadamente, ya no tengo que salir a los cacaotales.

El ruido de cuatro enormes camiones de capó redondeado y caja de madera interrumpió la conversación. Gregorio se dirigió a las filas de hombres e indicó los que tenían que subir. Antón se acercó y le susurró entre dientes:

—Más te vale que te portes bien con el chico.

—Conmigo aprenderá todo lo que tiene que saber para sobrevivir aquí —le respondió el otro con una sonrisa.

Antón le lanzó una dura mirada de advertencia y volvió con su hijo.

—Ve con él, Kilian.

Kilian asintió y se dirigió a los camiones.

—Las brigadas constan de cuarenta hombres —le dijo Gregorio—. Una brigada por camión. Ya puedes empezar a contar.

Percibió un gesto de asombro en el joven al observar la extensa masa que formaban los trabajadores.

—De momento fíjate en sus ropas para distinguirlos, llevan siempre la misma. Por la cara tardarás meses en diferenciarlos.

Los hombres iban subiendo lenta pero ágilmente a los camiones, hablando en un idioma que Kilian no comprendía. Supuso que era el
pichi
. Temió no ser capaz de aprenderlo. Y para colmo, el único español con el que podría conversar en horas sería ese que ahora mismo les gritaba todas las frases con el mismo sonsonete propio de la rutina.

—¡Venga, que estáis dormidos!
Quick
!
¡Muf, muf
!

Quedaban pocos hombres por subir al camión cuando un joven delgado y fibroso, de expresión aparentemente triste, se detuvo delante de Gregorio con la cabeza agachada y las manos cruzadas a la altura de sus muslos.

—¡Y este qué querrá ahora! ¡A ver!
What thing you want
?


I de sick, massa
.


All time you de sick
! —vociferó Gregorio. Se hizo un momento de silencio—. ¡Siempre estás enfermo! ¡Todos los días la misma canción!


I de sick for true, massa
Gregor. —Subió las manos a la altura del pecho a modo de súplica—.
I want quinine
.


How your name
?

—Umaru,
massa
.

—Bien, Umaru. ¿Quieres quinina? —El látigo restalló contra el suelo—. ¿Qué te parece
this quinine
?

Kilian abrió la boca para intervenir, pero el muchacho se subió al camión sin rechistar —aunque lanzó una mirada desafiante al blanco— seguido de los últimos hombres, que ahora fueron más veloces. El conductor del primer camión tocó el claxon con insistencia.

—¡Tú, no te quedes ahí parado! —le gritó Gregorio caminando hacia la parte delantera—. ¡Sube a la cabina!

Kilian obedeció y se sentó en el asiento de la derecha mientras Gregorio lo hacía en el del conductor. La comitiva se puso en marcha. Durante varios minutos, ninguno de los dos dijo nada. Kilian miraba por la ventanilla como los barracones y las edificaciones del patio dejaban paso a los cacaotales cobijados por la bóveda de los bananos y eritrinas que servían como árboles de sombra al delicado árbol del cacao. En algunos lugares, las ramas de los árboles de uno y otro lado se juntaban formando un túnel sobre el polvoriento camino.

—Pensaba que ya no se usaban látigos —dijo Kilian de improviso.

Gregorio se sorprendió por el comentario tan directo.

—Mira, chico. Llevo muchos años aquí. A veces hay que tomar medidas enérgicas para que estos obedezcan. Mienten y mienten. Si un día no trabajan por enfermedad, cobran igual. Ya irás conociéndolos. Son
excuseros
y supersticiosos. ¡Menuda combinación!

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