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Authors: Dan Simmons

Olympos (58 page)

«¿Cómo dejar atrás el brazo-tallo?»

Pensó en los martillos de hielo. Inútiles, no podía colgar del techo y cruzar esos dos metros. Pensó en regresar al laberinto por el que había estado arrastrándose durante lo que habían parecido horas, y descartó ese pensamiento de su mente.

Tal vez el brazo-tallo pase de largo
. Ese pensamiento le mostró lo cansado que se encontraba, lo estúpido que era. Esta cosa terminaba en la masa-cerebro que era Setebos, que estaba a casi dos kilómetros de distancia en el centro del cráter.

Va a llenar todos estos túneles de brazos y manos reptantes. ¡Me está buscando!

Una parte de la mente de Daeman advirtió que el pánico puro sabía a sangre. Entonces se dio cuenta de que se había mordido el interior de la mejilla. Tenía la boca llena de sangre, pero no tenía tiempo para retirar la máscara de ósmosis y escupir, así que se la tragó.

Al diablo.

Daeman se aseguró de que tenía puesto el seguro y entonces lanzó la pesada ballesta por encima de la masa rebullente del brazo-tallo. No alcanzó la viscosa carne gris por unas pulgadas y cayó al hielo del túnel al otro lado. La mochila y los huevos fueron más difíciles.

Se romperá. Se abrirá y el brillo lechoso de dentro, (es más brillante ahora, estoy seguro de que es más brillante), se desparramará y será una de esas manos, pequeñita y rosada en vez de gris, y su orificio se abrirá y la manecita gritará y gritará, y la enorme mano gris vendrá correteando, o quizá saldrá directamente del túnel que hay delante, atrapándome...

—Maldito seas —dijo Daeman en voz alta, sin preocuparse por el ruido. Se odió a sí mismo por su cobardía, pues siempre había sido un cobarde. El niño gordito de Marina, capaz de seducir a las chicas y de cazar mariposas y de nada más.

Daeman se despojó de la mochila, envolvió la parte superior alrededor del huevo lo mejor que pudo, y la lanzó de lado por encima de la masa reptante de brazo viscoso.

Aterrizó por el lado de la mochila en vez de por el huevo expuesto y se deslizó. Por lo que Daeman pudo ver, el huevo parecía intacto.

«Mi turno.»

Sintiéndose liviano y libre sin la mochila y la pesada ballesta, retrocedió diez metros hasta el túnel casi horizontal y echó a correr antes de darse tiempo para pensarlo.

Estuvo a punto de resbalar, pero sus botas encontraron asidero y cuando llegó al brazo ya se movía con velocidad. La parte superior de su capucha de termopiel rozó el techo cuando saltó lo más alto que pudo, los brazos rectos por delante, los pies hacia arriba... pero no suficiente: notó cómo los tacones de sus botas rozaban el grueso brazo deslizante. «¡No caigas sobre la mochila y el huevo!» Aterrizó sobre las manos, rodó hacia delante, chocó. El hielo azul lo dejó sin aliento. Cayó sobre la ballesta pero no se le disparó porque tenía el seguro puesto.

Tras él, el brazo interminable dejó de moverse.

Sin esperar a recuperar el aliento, Daeman recogió la mochila y la ballesta y empezó a correr subiendo la suave pendiente hacia el aire fresco y la oscuridad de la salida.

Emergió al frío aire de la noche a una manzana o dos al sur de la misma zanja de la Île de la Cité que había seguido para llegar a la cúpula. No había a la vista manos ni calibani a la luz de las estrellas y el brillo eléctrico de los destellos del hielo azul.

Daeman se quitó la máscara de ósmosis y tomó grandes bocanadas de aire fresco.

Todavía no había salido de aquel lugar. Decidido, con la mochila a la espalda y la ballesta de nuevo en las manos, siguió la zanja hasta que ésta terminó en algún lugar cerca de donde tendría que haber estado la Île St-Louis. Había una pared de hielo a su derecha, entradas de túneles a la izquierda.

«No voy a volver a meterme en un túnel.» Con esfuerzo y las manos temblándole de fatiga incluso antes de hacer nada, Daeman sacó los piolets del cinturón, clavó uno en la fluctuante pared de hielo azul y empezó a escalar.

Dos horas después supo que estaba perdido. Se había estado guiando por las estrellas, los anillos y los edificios que asomaban del hielo o las formas de construcciones entrevistas en las sombras de las zanjas. Creía haber andado en paralelo a la zanja que recorría la avenida Daumesnil, pero debía haberse equivocado: ante él no había más que una ancha y negra grieta que se perdía en la oscuridad absoluta.

«Setebos va a echar de menos sus huevos.»

Daeman resistió las ganas de reírse por el chiste tonto, ya que tras una suave carcajada podía darle la risa histérica.

Algo que vio en el borde del abismo sin fondo que tenía ante sí le llamó la atención. Daeman avanzó, apoyándose en los codos.

Uno de sus clavos, con un jirón de tela amarilla.

Era la chimenea de hielo que se encontraba a menos de ciento cincuenta metros del nódulo del León Protegido donde había faxeado a Cráter París.

Llorando ahora abiertamente, Daeman clavó su última saeta para el hielo, la dobló, pasó por ella la cuerda (sin molestarse siquiera en atar el nudo que había aprendido a hacer para poder soltarlo cuando llegara al fondo) y, tras auparse sobre el borde, se lanzó a la oscuridad.

Dejando la cuerda atrás, Daeman se arrastró los últimos cien metros. Tras una última intersección, marcada por sus jirones de tela amarilla, tuvo que arrastrarse antes de salir fuera.

Se dirigió al faxpabellón del León Protegido, donde pudo pisar suelo sólido. La faxalmohadilla brillaba suavemente en su pedestal, en el centro del nódulo circular.

La forma desnuda lo golpeó desde un lado, haciéndolo resbalar por el suelo. Perdió la ballesta.

La cosa (Calibán o calibani, no pudo distinguirlo en la oscuridad azul) cerró sus largos dedos alrededor de la garganta de Daeman mientras hacía chasquear los dientes amarillos ante su rostro.

Daeman rodó de nuevo, trató de quitarse de encima a la criatura, pero la forma desnuda se aferraba con sus patas y dedos prensiles, como espátulas, mientras apretaba con sus largos brazos y sus poderosas manos.

«¡El huevo!», pensó Daeman, tratando de no aterrizar sobre la espalda mientras los dos caían y chocaban contra el pedestal.

Entonces quedó libre un segundo y saltó hacia la ballesta, que había ido a parar contra la pared del fondo. La criatura anfibiohumana rugió y lo agarró, lanzándolo contra el hielo. Los ojos y dientes amarillos brillaban en la penumbra azul.

Daeman ya había luchado con Calibán y aquél no era Calibán. Ese enemigo era más pequeño, no tan fuerte, no tan rápido, pero bastante terrible. Los dientes chasquearon ante los ojos de Daeman.

El humano colocó la palma izquierda bajo la barbilla del calibani y empujó la mandíbula hacia arriba, el rostro escamoso con la nariz chata se arqueó arriba y abajo, los ojos amarillos destellaron. Daeman sintió las fuerzas fluir con el arrebato de adrenalina y trató de romperle el cuello a la criatura forzándolo a echar la cabeza hacia atrás.

La cabeza del calibani se revolvió como una serpiente cuya boca arrancó de un mordisco dos de los dedos de la mano izquierda de Daeman.

El hombre aulló y cayó hacia atrás. El calibani abrió mucho los brazos, se detuvo a engullir los dedos y saltó.

Daeman alzó la ballesta con la mano buena y disparó ambas saetas. El calibani, impelido hacia atrás, quedó clavado en la pared de hielo por la larga vara de hierro dentado de las saetas: una en el hombro y la otra en la palma alzada hacia el rostro. Aulló. La criatura desnuda se rebulló, tiró, rugió y soltó una de las flechas.

Daeman también aulló. Se puso en pie de un salto, desenfundó el cuchillo que llevaba al cinto y atravesó con la larga hoja la parte inferior de la mandíbula del calibani, clavándosela por el paladar blanco y llegando a su cerebro. Después se apretó contra todo el cuerpo de la criatura, como un amante, retorció la hoja y volvió a retorcerla, una y otra vez, una y otra vez, y siguió insistiendo hasta que los obscenos movimientos contra su cuerpo cesaron.

Cayó al suelo, acunándose la mano lisiada. Increíblemente, no había sangre. El guante de termopiel se había cerrado en torno a los muñones de los dos dedos amputados, pero el dolor le daba ganas de vomitar.

Podía hacerlo, y lo hizo. Se arrodilló y vomitó hasta que ya no pudo más. Se escuchó un roce en uno o más de los túneles de la pared de enfrente.

Daeman se incorporó, arrancó el largo cuchillo de debajo de la mandíbula del calibani (el cuerpo de la criatura se desplomó, pero continuó sujeto por la flecha que le atravesaba el hombro), luego recuperó la otra flecha, soltándola, recogió la ballesta y se acercó al faxpad.

Algo surgió de la brillante entrada del túnel que tenía detrás.

Daeman faxeó a la luz del día del nódulo de Ardis Hall. Salió tambaleándose, sacó una saeta de la mochila, la colocó en la ballesta y usó el pie para amartillar el pesado mecanismo. Apuntó con la ballesta hacia el nódulo y esperó.

No cruzó nada.

Después de un largo minuto, bajó el arma y salió tambaleándose a la luz.

Parecía que eran las primeras horas de la tarde en el nódulo de Ardis. El muro de la empalizada había sido derribado en una docena de puntos. Las carcasas de al menos una docena de voynix muertos yacían alrededor del faxpabellón pero, aparte de charcos y manchas y restos de sangre humana que se perdían en el prado y el bosque, no había ningún rastro de los humanos que lo protegían.

A Daeman le dolía tanto la mano que su cabeza entera y su cráneo se convirtieron solamente en un eco de aquel latido de dolor, pero se la llevó al pecho, colocó otra saeta en la ballesta y se encaminó hacia la carretera. Había poco menos de dos kilómetros hasta Ardis Hall.

Ardis Hall había desaparecido.

Daeman se acercó con cautela, manteniéndose apartado de la carretera y moviéndose por el bosque la mayor parte del camino, y siguiendo la corriente, río arriba, a partir del puente. Se había acercado a la empalizada y a Ardis desde el noroeste, cruzando la espesura, dispuesto a llamar rápidamente a los centinelas antes de que lo confundieran con un voynix y le dispararan.

No había ningún centinela. Durante media hora, Daeman permaneció agazapado en la linde del bosque. No se movía nada excepto los cuervos y urracas que se alimentaban de los restos de cadáveres humanos. Luego se desplazó con cuidado a la izquierda, acercándose todo lo posible a los barracones y la entrada este de la empalizada antes de abandonar la cobertura de los árboles.

La empalizada había sido franqueada en una docena de lugares. Gran parte de la muralla había sido derribada. La hermosa cúpula y el horno de Hannah estaban quemados, destrozados. La fila de tiendas y barracones donde habían vivido la mitad de los setecientos habitantes de Ardis había sido pasto de las llamas. Ardis Hall, la enorme mansión que había soportado más de dos mil inviernos, había quedado reducida a unas cuantas chimeneas de piedra calcinadas, aleros quemados y hundidos y montones de piedras derruidas.

El lugar apestaba a humo y muerte. Había docenas de voynix muertos en lo que antes fuera el patio delantero de la casa de Ada, y más amontonados en el antiguo emplazamiento del porche, pero mezclados con los caparazones destrozados había restos de cientos de hombres y mujeres y niños. Daeman no pudo identificar a ninguno de los cadáveres que veía dispersos por las ruinas quemadas de la casa: allí un cadáver pequeño y abrasado, demasiado pequeño para ser de un adulto, ennegrecido, los brazos chamuscados alzados en una pose de boxeador; aquí una caja torácica y un cráneo que los carroñeros habían dejado limpio. Había una mujer tendida y aparentemente ilesa en la hierba cubierta de hollín, pero cuando Daeman corrió hacia ella y le dio la vuelta, se encontró con que le faltaba la cara.

Daeman se arrodilló en la hierba fría y ensangrentada y trató de llorar. Lo mejor que podía hacer era agitar los brazos para espantar a los grandes cuervos y las saltarinas urracas que intentaban regresar junto a los cadáveres.

El sol se ponía. La luz se desvanecía del cielo.

Daeman se levantó para contemplar los otros cadáveres, esparcidos aquí y allá como montones de ropa abandonada en la tierra congelada, algunos caídos bajo las carcasas de los voynix, otros solos, algunos en grupo como si la gente se hubiera acurrucado junta al final. Tenía que encontrar a Ada. Identificarla y enterrarla y a tantos otros como pudiera antes de intentar regresar al faxpabellón.

«¿Adónde puedo ir? ¿Qué comunidad me aceptará?»

Antes de poder responder a eso o alcanzar los otros cuerpos en la creciente oscuridad del crepúsculo, vio movimiento en la linde del bosque.

Al principio pensó que los supervivientes de la masacre de Ardis salían de entre los árboles, pero cuando alzaba la mano buena para saludarlos, vio el brillo de los caparazones grises y supo que se equivocaba.

Treinta, sesenta, un centenar de voynix salieron del bosque y cruzaron el prado hacia él, surgidos de la carretera y el bosque situado al este.

Suspirando, demasiado cansado para correr, Daeman avanzó a trompicones unos metros hacia el bosque del suroeste y entonces vio movimiento allí. Los voynix surgieron también de la oscuridad en esa parte, y más cayeron de los árboles y salieron a cuatro patas al descubierto. Los tendría encima en cuestión de segundos.

Sabía que no tenía sentido correr hacia las ruinas humeantes de la gran mansión. Allí habría más voynix.

Daeman se apoyó en una rodilla, advirtió que el huevo de su mochila brillaba ya lo suficiente para proyectar su sombra sobre la hierba congelada y entonces sacó el resto de saetas de la ballesta.

Seis. Le quedaban seis saetas. Más las dos que ya tenía cargadas.

Sonriendo sombrío, sintiendo algo parecido a un júbilo terrible brotar en su interior, se levantó y apuntó al puñado de formas más cercanas. Estaban a veinte metros. Las dejó acercarse, sabiendo que cruzarían esa distancia en cosa de segundos corriendo a toda velocidad. Su mano lisiada le servía para mantener la ballesta recta con el pulgar y los dos dedos que quedaban.

Algo chasqueó y sonó a su espalda. Daeman se volvió, dispuesto a enfrentarse al ataque, pero era el sonie, que se acercaba volando bajo desde el oeste. Dos personas disparaban rifles de flechitas desde los huecos traseros. Los voynix saltaron contra el aparato pero fueron contenidos por nubes de flechas fluctuantes.

—¡Salta! —gritó Greogi mientras el sonie revoloteaba a la altura de su cabeza y se detenía junto a él.

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