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Authors: Dan Simmons

Olympos (114 page)

que la edad, el dolor, la penuria y la prisión

pueden descargar sobre la naturaleza es un paraíso

confrontado a todo lo que tememos de la muerte.

Harman advirtió que estaba sollozando (encogido, helado, y sollozando) pero no por miedo a la muerte o la inminencia de su propia pérdida de todo y todos, sino de gratitud por proceder de una raza que podía engendrar a un hombre capaz de escribir esas palabras, pensar esos pensamientos. Casi, casi compensaba el pensamiento humano que había concebido, diseñado, lanzado y tripulado el submarino que había dejado atrás con sus setecientos sesenta y ocho agujeros negros esperando devorar todos los futuros de cada uno.

De repente Harman se rió en voz alta. Su mente había hecho su propio salto a la
Oda a un ruiseñor
de John Keats, y vio (no se lo mostraron, sino que lo vio por su cuenta) el guiño del joven Keats a Shakespeare en los versos del pájaro cantor:

Seguiría tu canto y te habría escuchado yo en vano:

a tu alto réquiem conviene un pedazo de tierra.

—¡Tres hurras por la alianza del montón de argamasa de Claudio y la sordera de Johnny! —exclamó Harman. El súbito intento de hablar le hizo volver a toser y cuando se miró la mano a la luz de los anillos, vio que había escupido sangre roja y tres dientes.

Harman gimió, se acurrucó de nuevo en su vientre de arena, se estremeció y tuvo que volver a sonreír. Su inquieto cerebro no podía dejar de hurgar en Shakespeare, igual que su lengua no dejaba de hurgar en los tres agujeros en sus encías donde antes habían estado sus dientes. Fue el pareado de
Cimbelino
lo que le hizo sonreír:

Muchachos y muchachas en flor deben todos como deshollinadores convertirse en polvo.

Acababa de entender el chiste. ¿Qué clase de genio es capaz de hacer una broma infantil y juguetona en una situación tan triste?

Con este último pensamiento, Harman se sumió en un frío sueño, insensible a la lluvia que había empezado a caer.

Despertó.

Esa fue la primera maravilla. Abrió los ojos cubiertos de sangre seca a una mañana fría y gris con las paredes marinas de la Brecha aún oscuras alzándose ciento cincuenta metros o más a cada lado. Pero había dormido y despertaba.

La segunda maravilla fue que pudo moverse, al cabo de un rato, con esfuerzo. Harman tardó quince minutos en ponerse a cuatro patas, pero una vez en esa postura consiguió arrastrarse hasta el peñasco más cercano que brotaba de la arena, y otros diez minutos después logró ponerse en pie y no caerse.

Ahora estaba dispuesto a seguir caminando hacia el oeste, pero no sabía dónde estaba el oeste.

Estaba completamente desorientado. La larga Brecha se extendía de un lado a otro, pero no había ninguna indicación de dónde estaba el este y dónde el oeste. Temblando, tiritando, dolorido de formas que nunca podría haber imaginado, Harman caminó en círculos, buscando sus propias pisadas de la noche anterior, pero gran parte del lecho marino era de roca y la lluvia que casi lo había matado por congelación había borrado todas las huellas de sus pies descalzos.

Tambaleándose, Harman dio cuatro pasos en una dirección. Convencido de que volvía al submarino, se dio media vuelta y dio ocho pasos en la dirección contraria.

No tenía sentido. Las nubes flotaban bajas y sólidas sobre la abertura de la Brecha. No sabía dónde estaban el este ni el oeste. Harman no podía soportar la idea de regresar caminando hasta aquel submarino con su maligna carga en el vientre, de perder la distancia que tan trabajosamente había ganado el día anterior hacia Ada y Ardis.

Se acercó a la pared de la Brecha (no sabía si era la pared norte o la pared sur) y contempló su reflejo al brillo del lento amanecer.

Una criatura que no era Harman le devolvió la mirada. Su cuerpo desnudo estaba esquelético. Tenía morados por todas partes: en las mejillas hundidas, el pecho, los antebrazos, en las piernas temblorosas, incluso una marca enorme en el bajo vientre. Cuando volvió a toser, expulsó dos dientes más. En el espejo de agua parecía que hubiera estado llorando lágrimas de sangre. Como intentando acicalarse, se echó el pelo a un lado.

Harman se contempló el puño un buen rato, vacío. Un enorme mechón de pelo se le había quedado en la mano. Era como si sujetara una criatura pequeña y muerta toda de pelo. Lo soltó, se tocó de nuevo la cabeza. Más pelo cayó. Harman miró su reflejo y vio la muerte ambulante, ya un tercio calva.

El calor le acarició la espalda.

Harman se dio media vuelta y casi se cayó.

Era el sol, que salía directamente en la abertura de la Brecha, tras él. El sol, alzándose a la perfección en la mirilla de la Brecha, sus rayos dorados bañándolo de calor unos pocos segundos antes de que las nubes se tragaran la esfera naranja. ¿Cuáles eran las posibilidades de que el sol se alzara directamente sobre la Brecha en esa mañana concreta, como si él fuera un druida que esperara en Stonehenge el alba del equinoccio?

Harman estaba tan mareado que supo que olvidaría por qué dirección había salido el sol si no actuaba rápidamente. Enfilando en la dirección opuesta al calor que sentía en la espalda, empezó a caminar de nuevo hacia el oeste.

A mediodía (las nubes se separaban entre chubascos y le permitían atisbos de luz), la mente de Harman ya no se sentía conectada a su tambaleante cuerpo. Daba el doble de pasos de los necesarios, tambaleándose de la pared norte de la Brecha a la pared sur, y tenía que apoyar levemente las manos contra el zumbido-descarga del campo de fuerza para continuar avanzando por la interminable zanja.

Se preguntaba mientras caminaba cuál sería el futuro de su pueblo... o cuál podría haber sido. No sólo para los supervivientes de Ardis, sino para todos los humanos antiguos que pudieran haber sobrevivido al sañudo ataque de los voynix. Ahora que el viejo mundo había desaparecido para siempre, ¿qué forma de gobierno, de religión, de sociedad, cultura, política podrían haber creado?

Un módulo de memoria proteínica alojado profundamente en el ADN codificado de Harman (un recuerdo que no podría morir hasta mucho después de que la mayor parte de las otras células del cuerpo de Harman hubieran muerto y se hubieran disuelto), le ofreció este fragmento de los
Cuadernos de la cárcel
de Antonio Gramsci: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos.»

Harman se rió en voz alta y el ladrido de risa le costó otro diente. Síntomas mórbidos, en efecto. Un leve repaso al contexto de aquel fragmento le dijo que Gramsci había sido un intelectual que promulgaba la revolución, el socialismo y el comunismo (las dos últimas teorías habían muerto y se habían podrido a poco menos de la mitad de la Edad Perdida, abandonadas por ser la ingenua chorrada que eran), pero el problema de los interregnos desde luego había permanecido y se manifestaba otra vez.

Comprendió que Ada había estado dirigiendo a su pueblo hacia una especie de burda democracia ateniense en las semanas y meses anteriores a que Harman estúpidamente dejara a su amada embarazada. Nunca lo habían comentado, pero era consciente de que ella era reconocida por las cuatrocientas personas que entonces había en la comunidad de Ardis (antes de la matanza de los voynix que había visto a través del paño turín rojo en la
eiffelbahn
), que se volvían hacia ella en busca de liderazgo, y que Ada odiaba ese papel, aunque encajara en él de manera natural. Al decidir las cosas con votaciones constantes, Ada estaba obviamente tratando de establecer la base de una futura democracia si Ardis sobrevivía.

Pero si el turín rojo le había ofrecido imágenes reales (y Harman así lo creía), Ardis como comunidad no había sobrevivido. Cuatrocientas personas componían una comunidad. Cincuenta y cuatro supervivientes hambrientos y harapientos no.

La radiación parecía haber despellejado gran parte del interior de la garganta de Harman y cada vez que tragaba saliva escupía sangre. Eso era una distracción. Trató de reducir el ritmo de sus degluciones y tragar saliva una vez cada diez pasos. Su mano derecha, la barbilla, el pecho, lo sabía, estaban manchados de sangre.

Habría sido interesante ver hacia qué estructuras sociales y políticas habría evolucionado su raza. Tal vez la población, incluso antes de los ataques de los voynix (un número constante de cien mil hombres y mujeres) nunca había sido suficiente para generar verdaderas dinámicas, como manifestaciones religiosas o políticas o ejércitos o jerarquías sociales.

Pero Harman no lo creía. Vio en sus muchos bancos proteínicos de memoria los ejemplos de Atenas, Esparta y las tribus griegas mucho antes de que Atenas y Esparta florecieran. El drama turín (que ahora veía claramente como la
Ilíada
de Homero) había tomado prestados a sus héroes de reinos tan pequeños como la isla de Ítaca de Odiseo.

Al pensar en el drama turín, recordó el altar que había visto fugazmente en su viaje a Cráter París, hacía un año, justo después de que Daeman fuera devorado por un dinosaurio. Estaba dedicado a uno de los dioses del Olimpo, aunque había olvidado a cuál de ellos. Los posthumanos habían servido, al menos durante un milenio y medio, como los sustitutos de los dioses o de Dios para su pueblo, ¿pero qué formas y ceremonias tomaría la futura necesidad de creer?

El futuro.

Harman se detuvo, jadeando, se apoyó contra una roca negra que asomaba a la altura de su hombro de la pared norte de la Brecha y trató de pensar en el futuro.

Las piernas le temblaban violentamente. Era como si los músculos se estuvieran disolviendo mientras miraba.

Jadeando, obligándose a tomar aire por la garganta ensangrentada y cerrada, Harman miró hacia delante y parpadeó.

El sol colgaba justo encima de la hendidura de la Brecha. Durante un terrible segundo, Harman pensó que era todavía el alba y que había caminado en la dirección equivocada, después de todo, pero entonces advirtió que llevaba caminando estupefacto todo el día. El sol había descendido de las nubes y se preparaba para posarse al fondo del largo pasillo que era la Brecha.

Harman dio dos pasos más hacia delante y cayó de bruces.

Esta vez no pudo levantarse. Necesitó de toda su energía para apoyarse en el codo derecho y contemplar la puesta de sol.

Su mente estaba despejada. Ya no pensó en Shakespeare ni en Keats ni en las religiones ni el cielo ni la muerte ni la política ni la democracia. Harman pensó en sus amigos. Vi a Hannah riendo el día del vertido del metal junto al río, recordó los detalles de su juvenil energía y la risa de sus amigos mientras vertían el primer artefacto de bronce creado... ¿en cuántos miles de años? Vio a Petyr peleando con Odiseo durante los días en que el barbudo griego los entretenía con sus largas declaraciones filosóficas y sus extraños períodos de preguntas y respuestas en la colina boscosa situada detrás de Ardis. Había mucha energía y alegría en aquellas sesiones.

Harman recordó la voz ronca y cínica de Savi, y su risa aún más ronca. Recordó perfectamente sus vítores y gritos cuando Savi los rescató a Daeman y a él de Jerusalén en el reptador, con miles de voynix pisándoles los talones. Y vio el rostro de su amigo Daeman como a través de dos lentes: el grueso y engreído niño-hombre de cuando Harman lo había conocido y la versión esbelta y seria: un hombre a quien podía confiarse la propia vida, a quien había visto por última vez el día en que salió de Ardis con el sonie.

Y, mientras el sol entraba en la Brecha tan perfectamente que su círculo apenas tocó las paredes (Harman sonrió al pensar en el sonido del vapor siseando y hasta le pareció oírlo), pensó en Ada.

Pensó en sus ojos y su sonrisa y su suave voz. Recordó su risa y sus caricias y la última vez que habían estado juntos en la cama. Harman se permitió recordar cómo, cuando se separaban uno del otro cuando llegaba el sueño, pronto se enroscaban el uno en el otro para buscarse calor, Ada contra su espalda, el brazo derecho a su alrededor, él mismo más tarde en la noche contra la espalda de Ada como un respaldo perfecto, un poco de excitación lo sacudía incluso cuando se quedaba dormido, el brazo izquierdo a su alrededor, la mano izquierda acariciando su pecho.

Harman advirtió que sus párpados estaban tan cubiertos de sangre seca que no podía parpadear, no podía cerrar los ojos. El sol poniente, cuyo fondo estaba ya bajo el horizonte de la Brecha, ardía en ecos rojos y anaranjados en su retina. No importaba. Sabía que después de aquel ocaso nunca volvería a necesitar sus ojos. Así que se concentró en mantener en su mente y su corazón a su amada Ada y en contemplar la última mitad del disco del sol desaparecer directamente por el oeste.

Algo se movió y bloqueó el final de la puesta de sol.

Durante varios segundos, la moribunda mente de Harman no pudo procesar esta información. Algo se había interpuesto en su campo de visión y había bloqueado el último atardecer.

Todavía apoyado en el codo derecho, usó el dorso de la mano izquierda para quitarse un poco de sangre seca de los ojos.

Algo se alzaba en la Brecha, a escasos veinte pasos de él. Debía de haber atravesado la pared de agua por el lado norte. Tenía el tamaño de un niño de ocho o nueve años y más o menos su forma, pero llevaba un extraño traje de metal y plástico. Harman vio un visor negro en el lugar donde tendrían que haber estado los ojos.

Al borde de la muerte, mientras el cerebro se desconecta por la falta de oxígeno, informó una molécula de memoria proteínica sin que la consultara, las alucinaciones no son extrañas. De ahí proceden las frecuentes historias de víctimas resucitadas de un «largo túnel» que termina en una «luz brillante» y...

«A la mierda», pensó Harman. Estaba contemplando un largo túnel y una luz brillante, aunque sólo el borde superior del sol subsistía y ambas paredes de la Brecha estaban llenas de luz: superficies plateadas, brillantes, espejadas con millones de facetas de luz danzante.

Pero el niño del traje rojo y negro de plástico y metal era real.

Y mientras Harman miraba, algo más grande y más extraño surgió de la pared norte de la Brecha.

«El campo de fuerza es semipermeable sólo para los seres humanos y lo que visten», pensó Harman.

Pero la segunda aparición no parecía humana. Era dos veces más grande que un droshky, pero parecía más bien un cangrejo gigantesco y robótico, monstruoso, con sus grandes pinzas y muchas patas de metal y su enorme caparazón cascado del que chorreaba agua a raudales.

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