Dana se volvió. Kate esperaba en silencio.
—Es verdad. Discutí con él porque ya no podía más —se justificó.
Kate chasqueó la lengua sin poder apartar la vista de las manos de Dana. La veterinaria permanecía sentada en el suelo, con las piernas cruzadas sobre un almohadón, y antes de continuar escondió los dedos bajo sus muslos.
—Tuvimos un incendio en las cuadras el pasado mayo, suerte que los chicos lo sofocaron casi de inmediato y sólo perdimos un par de boxes. Pero en julio un vertido anónimo de purines en el agua, que según la policía fue accidental, casi me cuesta la yeguada. Y, por si fuese poco, hace unas semanas aprobaron el cortafuegos en Santa Eugènia y, mira qué casualidad, tenía que pasar precisamente por mis tierras.
Kate asintió. Dana estaba rabiosa por fuera pero, por dentro, temblaba como un flan. Lo notaba. La conocía demasiado, y detectaba en seguida los intentos por disfrazar sus verdaderos sentimientos con un sarcasmo que no le iba nada.
—Sí, ya lo he visto cuando venía. Pero ya sabes cómo son y las perrerías que le hacen a todo el mundo para conseguir lo que quieren. Olvídate de ellos. Acuérdate de que tu abuela siempre nos advertía que pasáramos de esa gente.
—Ya, pero ella no sabía hasta dónde podían llegar, y esta vez se han pasado. Cuando me he quedado sola se han atrevido a avasallarme como nunca lo hubiesen intentado cuando ella vivía.
Kate dio un último sorbo al poleo, que ya estaba frío. Se incorporó para acercar un cenicero de cristal y dejar la taza vacía en él. Había que quitar hierro al asunto porque las jugadas de los Bernat eran parte del paisaje en la finca Prats, y no debía dejar que Dana se regodease en su mala suerte. Lanzó una mirada al cuadro; la viuda jamás se dio por vencida. Volvió a apoyar la espalda en el respaldo del sofá.
—De todos modos, nada de lo que me has dicho es tan importante como para tener que enfrentarte a Bernat o para estar así —señaló tratando de ir al grano—. Madura, Dan, no puedes dejar que lo que hace la gente te afecte tanto. De hecho, no puedes dejar que nada te afecte tanto como para volver a las andadas —dijo señalando con la barbilla las manos que Dana escondía bajo los muslos.
La veterinaria bajó la cabeza y uno de sus rizos pelirrojos se deslizó hasta caerle delante de la cara, pero no se movió.
Kate respiró hondo. Tanto victimismo y autocompasión la ponían enferma. Y entonces la oyó susurrar:
—No sabes nada.
—Pues ilumíname —le ordenó con severidad—. O hay algo más que no me has contado, o no entiendo por qué tuviste que enfrentarte a él —acusó en tono seco—. Y, si no es así, crece de una vez y pasa de ellos. O al final te pondrás enferma de verdad y lo perderemos todo.
¿Cómo podía Dana no darse cuenta de que nunca estaría preparada para enfrentarse a gente como los Bernat, de que simplemente no daba el perfil, de que nunca sería lo bastante fuerte?
Los ojos de la veterinaria empezaban a mostrar el familiar brillo acuoso que hacía que Kate se sintiera culpable de inmediato, así que la abogada se refugió en el fuego y pensó si conseguiría algo. Luego la miró de nuevo. Mierda. Sabía que Dana era de lágrima fácil, y más aún desde la muerte de la viuda. Pero, maldita sea, tenía el cargante don de hacerla sentir como una bruja.
—No entiendes nada —la oyó susurrar de nuevo.
Se le había quebrado la voz, y Kate tuvo ganas de apalear a Jaime Bernat aunque estuviese muerto. Pero, en lugar de eso, cogió aire.
—Anda, tómate la infusión y cuéntame por qué discutiste con él —propuso en tono conciliador.
Dana sacó un clínex del bolsillo del pantalón y se sonó. Luego cogió la taza y la mantuvo apoyada sobre el regazo, entre las manos. Kate iba a decirle que la infusión ya debía de estar muy fría cuando Dana lo soltó como si se tratase del lastre más pesado del mundo.
—Cortaron el roble de la abuela. —Y en un hilo de voz continuó—: Tienes que haberlo visto.
En un primer instante, Kate no supo de lo que le hablaba. Cuando lo comprendió tuvo que contener las ganas de zarandearla. Dana era la única persona del mundo capaz de enfrentarse a un cacique como Bernat por un árbol. Miró al retrato de la viuda y, de pronto, comprendió de qué iba todo aquello. Recordó el entierro y supo que se refería al roble centenario bajo el que estaban enterrados sus abuelos y su madre. Claro que había visto el cortafuego. Desde la carretera era imposible no apreciar la piel de la montaña cuando la habían rasurado de una forma tan brutal. Pero el árbol de los Prats estaba algo desviado al norte de la línea de tala, y Kate ni siquiera se había imaginado que alguien se atreviese a dañarlo. Además, bajo su copa estaban las lápidas de madera que marcaban el lugar en el que habían sido enterrados. Lo que le estaba diciendo Dana no tenía ningún sentido.
—Pero es imposible que los operarios no vieran las lápidas…
Dana ya no se esforzaba en contenerse y dejaba fluir las lágrimas sin resistencia.
—¡Es que no fueron ellos! Fue Bernat. Hacía casi una semana que los operarios habían acabado. Fue él. Estoy segura.
—No lo entiendo —dijo Kate—. ¿Por qué?
Dana se secó las lágrimas con el clínex y el dorso de la mano, y la miró a los ojos.
—¡Por maldad! Por eso cuando los mozos de las cuadras me dijeron que estaba trajinando en la era vecina fui a buscarlo. Le dije que sabía que había sido él y que a partir de ese momento empezaba la guerra. Que no descansaría hasta arruinarlo. Santi nos miraba desde lo alto de la era, pero no se movió, y yo me encaré con Jaime, ¡y le solté todo lo que se merecía escuchar!
—¿Y él qué respondió?
Le costaba imaginar a su pacífica amiga gritándole barbaridades a Bernat.
—Que él no había hecho nada y que, si buscaba guerra, conmigo no tenía ni para empezar. Y entonces desplegó la lista de amenazas de siempre: que si pronto se harían con mis tierras, que si se había acabado mi tiempo, que si éste no era sitio para una mujer sola. Y lo que más me molestó fue cuando habló de la abuela, que ya había tenido suficiente paciencia con ella y que, si no quería irme por las buenas, me echarían por las malas.
A Kate no le pasó inadvertido cómo había cambiado el tono de voz de Dana al hablar de la viuda. Pero la veterinaria continuó.
—Entonces le dije lo que había averiguado de Santa Eugènia, que sabía que las tierras no eran suyas, que encontraría a la propietaria aunque fuera lo último que hiciese y que le contaría sus chanchullos con los arrendatarios. Y, también, que no se le ocurriese dormir tranquilo.
Kate negó con la cabeza.
—No tenías que haberlo hecho. Ni siquiera debiste acercarte a él. A veces parece que no tengas cabeza, sabes de sobra lo mala gente que son.
Dana se incorporó y levantó la voz.
—¡No me digas lo que no tenía que hacer! —gritó molesta—. Alguien debía plantarle cara a ese tirano aunque ahora vaya a arrepentirme. Pero que precisamente tú, la primera que siempre saca la espada, me digas que aguante todas sus agresiones sin chistar…
Kate cerró los ojos. ¿Cómo se podía ser tan estúpida?
—Lo importante no es desenvainar la espada, sino saber contra quién puedes hacerlo, y Bernat no era un buen adversario. Jamás lo fue. Tu abuela bien que lo sabía, y te lo dijo. Me parece mentira que no le hicieses caso. De todos modos ahora está muerto, así que poco importa. Tendremos que averiguar cómo sacarte de escena y punto.
Dana sostenía la taza de la infusión con las dos manos y, aun así, no podía impedir que le temblaran. Mantenía la mirada perdida en algún punto de la librería, y ni siquiera cuando
Gimle
descansó la cabeza en su regazo la apartó. Kate se sintió mal, como siempre que discutían. Dana siempre se lo tomaba todo del peor modo posible. En esas ocasiones, su amiga podía permanecer horas con la mirada perdida en su mundo de ángeles, espíritus celtas y otras mil maravillas. Y, como siempre, acabó siendo Kate la que dio el paso.
Se levantó y la cubrió con la manta mientras Dana seguía con la mirada perdida en el fuego. Era especialista en mostrarse herida. De acuerdo, jugaría a ese juego, pero esta vez no sería tan suave. Había que empezar a curtirla.
—Debiste de pasar un mal rato —concilió Kate intentando mostrar una empatía que su pragmatismo le impedía sentir de veras.
—Ni te lo imaginas… —respondió Dana mirándola fugazmente—, porque entonces fue cuando me soltó lo de Santi.
Kate frunció el ceño.
—¿El qué?
—Pues que había sido una estúpida al rechazar el trato y que ahora, por mi testarudez, lo perdería todo.
Kate recordó la mirada glacial de los Bernat y la arrogancia que siempre mostraban.
—Todavía no me puedo creer que esa propuesta fuese en serio —dijo la abogada—. Ese hombre piensa que estamos en la Edad Media. Además, me imagino que el neandertal de su hijo diría algo…
Dana negó con la cabeza.
—Es como su padre. A los Bernat sólo les importa la tierra, la llevan en la sangre, pero no comprendo por qué Santa Eugènia los tiene tan obsesionados. —Y se detuvo un instante—. El problema es que algún vecino me vio discutir con él. Y, cuando la policía me interrogó, parecía que sospechasen de mí. Tengo miedo. Ya sabes cómo es la gente, siempre esperando la oportunidad de ir contra nosotras. Además, los Bernat tienen muchas tierras arrendadas por esta zona.
—¿Has hablado con Miguel? Seguro que puede hacer algo para que te dejen en paz. Por lo que me has contado, no pueden acusarte de nada, sólo discutíais, y Santi estaba delante.
Dana la interrumpió.
—Ésa es otra. Él afirma que no estaba allí, que estaba en otro sitio, y el sargento dice que tiene testigos. —Dana levantó de nuevo la voz—. ¿Cómo se supone que puede alguien estar en dos sitios a la vez? Porque yo lo vi. Cuando abandoné la era, los dos se quedaron allí, y ambos estaban bien vivos.
—Habrá sobornado a algún testigo, igual que hacía su padre.
—De todos modos, nadie puede ser tan malo como Jaime Bernat, ni siquiera Santi, y estoy segura de que ahora que no le obligará a perjudicar a la gente todo resultará más fácil.
Kate frunció el ceño. No le gustaba nada pensar que Santi comenzase a maquinar por su cuenta, e intuía que él mismo había comprado la coartada puesto que su padre ya estaba muerto. Convivir toda la vida con un maestro del mal le convertía en alguien peligroso. Recordó su cara y esa mirada sin alma de los Bernat. Esa mirada inmisericorde seguía en el valle y no auguraba un futuro mejor a la finca Prats. Pero no quería inquietar a Dana, que sólo esperaba como un cachorro a que la animasen, ni mostrarle sus temores; en ese estado de fragilidad permanente en el que parecía estar viviendo asustarla únicamente podría empeorar las cosas.
—No te preocupes. Si la cosa va a más pediremos ayuda. De hecho, uno de los socios del bufete es el mejor penalista de Barcelona. Pero estoy convencida de que podemos apagar la chispa antes de que prenda. ¿Cuál es la causa de la muerte?
Dana se encogió de hombros.
—La policía no me lo dijo.
—De acuerdo. Si vuelven a molestarte, hablaré con ellos.
Dana asintió. Se la veía reconfortada, y Kate se preguntó cómo podía alguien ser tan inocente. Y, sin embargo, advirtió que Dana acababa de contagiarle la sensación de peligro con la que había vivido las últimas horas.
—He visto que has traído una bolsa muy pequeña. Confiaba en que te quedases hasta el próximo fin de semana para la fiesta de tu abuelo.
Kate negó con la cabeza.
—No, he subido para ver qué pasaba e intentar que no te molesten más. Creo que sólo será un malentendido. Además, ahora tengo entre manos un asunto importante en el bufete y no puedo quedarme. El martes bajaré a Barcelona y el sábado volveré a subir.
Permanecieron en silencio. Dana bebía sorbitos de su infusión mientras Kate seguía dando vueltas a la historia del árbol con la vista fija en el fuego de la chimenea.
Jaime Bernat sólo se movía si podía obtener algún beneficio, y lo del árbol era sencillamente una gamberrada. Un acto de vandalismo como ése no era propio de un hombre del valle como él. Los viejos solían tener respeto por esas cosas. Pero Dana siempre estaba preparada para culpar a los Bernat de cualquier incidente y, esta vez, parecía tan convencida de que habían sido ellos que Kate decidió no cuestionarla. Ya habría tiempo para ahondar en el asunto. Ahora lo más importante era que la policía resolviese el asunto y la dejasen tranquila. Kate apoyó el brazo en el respaldo del Chester y dobló la rodilla sobre el asiento para darse la vuelta hacia su amiga, que volvía a secarse las lágrimas. Entonces le alargó el brazo para tocarle el hombro con suavidad. Ese gesto provocó un nuevo sollozo. Kate se movió hasta su lado y la abrazó. Permanecieron así unos segundos, hasta que Dana se volvió hacia ella y sus miradas coincidieron a pocos centímetros. Kate notó que su amiga contenía la respiración y la besó en la frente antes de volver a su sitio.
La observó atentamente, en silencio. Dana miraba el fuego. Su pelo olía a caballo y a champú de avena, y estaba bastante más delgada que de costumbre, pero seguía teniendo las caderas prominentes de las Prats. Sin embargo, ahora podía adivinarse la forma de los huesos de sus rodillas y los cuádriceps a través del pantalón negro de montar. Con el pelo alborotado, su cara aún parecía más menuda, y los ojos, más grandes y tristones. Kate sabía lo que necesitaba su amiga, pero ella también tenía una vida y Dana debía empezar a construir su propia coraza y a cuidar de sí misma.
—Me encanta tu perfume. Arriba dejaste una muestra la última vez —la oyó decir.
Kate asintió sin prestar atención.
—Me gustaría saber lo que te preguntó la policía cuando estuvo aquí.
La veterinaria se encogió de hombros.
—La primera vez vinieron dos hombres, el hijo del juez Desclòs y el sargento Silva. La segunda ha sido esta mañana, y ha venido el sargento solo.
Kate la animó a proseguir.
—El sargento me preguntó si era verdad que había discutido con Jaime, y se lo confirmé. También quiso saber dónde había estado ese día, y les dije que en la finca de los Masó, con el ganado.
—¿Quién es ese Silva? ¿Le conocemos? —la interrumpió.
—Es amigo de tu hermano, de la academia de capacitación. Hace sólo unas semanas que se ha instalado en el valle. Pero quien me acusó de mentir fue el otro. Según él, Santi afirmaba que no había estado allí y luego me acusó de mentirosa.