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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (25 page)

—Estaré bien, papá. —Dio un respingo al ver que la multitud se acercaba y luego sólo había cuerpos empujándonos desde todos los flancos, gente hablándonos atropelladamente a la cara, escupitajos volando. Francine y yo nos pusimos frente a frente, formando una especie de jaula protectora y de cuña contra las piernas de los adultos. Si bien daba miedo estar sumergido, me alegré de que mi hija no estuviera a la altura de los ojos de estas personas.

—¡Satanás es el que la mueve! ¡Satanás está dentro de ella! ¡Fuera, espíritu de Jezabel! —Una joven que llevaba un vestido lila de cuello alto apretó su cuerpo contra mí y comenzó a rezar en otro idioma.

—El teorema de Gödel demuestra que el mundo no computable, no lineal, que yace detrás del colapso cuántico es una expresión manifiesta de la naturaleza de Buda —entonó con seriedad un joven prolijamente vestido, estableciendo con admirable economía de palabras que no tenía la menor idea de lo que significaban todos esos términos—. Ergo, no puede haber un alma en una máquina.

—Ciber nano quantum. Ciber nano quantum. Ciber nano quantum. —Ese cántico provenía de uno de nuestros futuros «simpatizantes», un hombre de edad mediana con pantaloncitos de lycra de ciclista que estaba metiendo los brazos vigorosamente entre nosotros, tratando de apoyar una mano sobre la cabeza de Helen y dejar allí unas escamas de piel muerta; según la doctrina del culto, esto le permitiría a Helen resucitarlo cuando ella lograra establecer el Punto Omega. Impedí su acción con tanta firmeza como pude sin llegar a golpearlo, y él se lamentó como un peregrino a quien le negaran la entrada a Lourdes.

—¿Crees que vas a vivir pata siempre, Campanita? —Un anciano lascivo de barba asomó la cabeza justo delante de nosotros y escupió a Helen directamente en la cara.

—¡Imbécil! —gritó Francine. Sacó un pañuelo y comenzó a limpiar las flemas. Me agaché y las rodeé con mi brazo libre. Helen estaba haciendo una mueca de disgusto mientras Francine la limpiaba, pero no lloraba.

—¿Quieres volver al coche? —le dije.

—No.

—¿Estás segura?

Helen retorció la cara, con expresión irritada.

—¿Por qué siempre me preguntas eso?
¿Estás segura? ¿Estás segura?.
Tú eres el que parece una computadora.

—Disculpa. —Le apreté la mano.

Fuimos abriéndonos paso a través del gentío. El núcleo de los manifestantes resultó ser más sano y más civilizado que los lunáticos que la habían alcanzado primero; mientras nos acercábamos a las puertas de escuela, la gente se esforzaba por hacer sitio para permitimos pasar ilesos, al tiempo que gritaban sus lemas para las cámaras. «¡Servicios de salud para todos, no sólo para los ricos!». Yo no podía estar en desacuerdo con ese sentimiento, aunque los iada eran apenas una de las mil maneras en que los adinerados podían evitar que sus hijos enfermaran, y de hecho estaban entre las más baratas: en los Estados Unidos, el costo total de los cuerpos protésicos de tamaño adulto era menor al gasto total mínimo necesario para el cuidado de la salud durante toda una vida. Prohibir los iada no sería el fin de la disparidad entre ricos y pobres, pero yo entendía por qué algunas personas los consideraban el acto definitivo de egoísmo: crear a un niño que podía vivir para siempre. Probablemente, nunca se ponían a analizar las tasas de fertilidad y el uso de los recursos por parte de sus propios descendientes durante los siguientes mil años.

Atravesamos las puertas y entramos en un mundo de espacio y silencio; cualquier manifestante que invadiera este sitio sería arrestado en el acto y aparentemente ninguno de ellos estaba tan comprometido con los principios de Gandhi como para buscarse un destino semejante.

En el interior del vestíbulo, me agaché y rodeé a Helen con mis brazos.

—¿Te encuentras bien? —Sí

—Estoy muy orgulloso de ti.

—Estás temblando. —Tenía razón; todo mi cuerpo se sacudía suavemente, por algo más que el apretujón, la confrontación y la sensación de alivio por haber logrado atravesar indemnes todo aquello. El alivio para mí nunca era absoluto; nunca podía borrar del todo las imágenes de las otras posibilidades que acechaban en el fondo de mi mente.

Una de las maestras, Carmela Peña, se nos acercó con mirada estoica; cuando decidieron aceptar a Helen, todo el personal y los padres sabían que llegaría un día como éste.

—Ahora estaré bien —dijo Helen. Me besó en la mejilla; luego hizo lo mismo con Francine—. Estoy bien —insistió—. Pueden irse.

Carmela dijo:

—Asistirá un sesenta por ciento de los niños. No está mal, considerando las circunstancias.

Helen se alejó por el corredor, dándose vuelta una vez para saludarnos impacientemente con la mano.

—No, no está mal —dije.

Un grupo de periodistas nos arrinconó a los cinco durante la salida de compras de las chicas al día siguiente, pero las organizaciones mediáticas estaban al tanto de las denuncias legales, y luego, cuando Isabelle les recordó que ella actualmente estaba gozando de las «libertades inherentes a todo ciudadano privado», cita extraída de un reciente fallo judicial contra el
Celebrity Stalker
, que había debido pagar una indemnización de ocho cifras, nos dejaron en paz.

La noche antes de que Isabelle y Sophie tomaran el vuelo de regreso, fui al cuarto de Helen para darle el beso de las buenas noches. Cuando ya me iba, me dijo:

—¿Qué es un Procs?

—Es una especie de computadora. ¿Dónde escuchaste hablar de él?

—En la red. Decía que yo tenía un Procs, pero Sophie no.

Francine y yo no habíamos tomado ninguna decisión firme en cuanto a lo que debíamos decirle y cuándo decírselo. Le respondí:

—Exacto, pero no hay de qué preocuparse. Sólo significa que tú eres un poco distinta a ella.

Helen frunció el ceño.

—No quiero ser distinta a Sophie.

—Todos somos distintos a todos —dije, poco sincero—. Tener un Procs es igual que… tener un auto con distinta clase de motor. Igual puedes ir a los mismos sitios que los demás. —
Pero no a todos al mismo tiempo
—. Ustedes dos pueden hacer lo que quieran. Puedes parecerte a Sophie tanto como quieras. —Lo cual no era enteramente deshonesto; la diferencia crucial siempre se podía borrar, desactivando el escudo del Procs.

—Quiero ser igual a ella —insistió Helen—. La próxima vez que crezca, ¿por qué no puedes ponerme lo que tiene Sophie?

—Lo que tienes tú es más nuevo. Es mejor.

—Ningún otro lo tiene. No sólo Sophie; ninguno de los demás. — Helen sabía que me tenía atrapado: si era más nuevo y mejor, ¿por qué no lo tenían también los iada más jóvenes que ella?

—Es complicado —dije—. Ahora mejor duérmete; lo hablaremos después. —Acomodé torpemente las mantas y ella me clavó una mirada resentida.

Bajé las escaleras y relaté la conversación a Francine.

—¿Qué piensas tú? —le pregunté—. ¿Ya es hora?

—Tal vez sí —dijo.

—Quería esperar hasta que tuviera edad suficiente para comprenda la IMM.

Francine lo consideró.

—¿Comprenderla hasta qué punto? No creo que en el futuro cercano se ponga a hacer malabarismos con las matrices de densidad. Y si lo convertimos en un gran misterio, sólo lograremos que recurra a versiones distorsionadas de otras fuentes.

Me dejé caer pesadamente en el sofá.

—Esto va a estar difícil. —Había ensayado el momento miles de veces, pero en mi imaginación Helen siempre tenía más edad y había centenares de otros iada con Procs. En realidad, nadie había seguido el camino que nosotros habíamos abierto. La evidencia de la IMM, sin prisa pero sin pausa, se había vuelto cada vez más firme, aunque para la mayoría de la gente todavía era fácil de ignorar. Las versiones cada vez más sofisticadas de ratas corriendo en laberintos parecían elaborados juegos de computadora. No se podía viajar de un universo a otro en persona, no se podía espiar a nuestros
alter egos
paralelos, y quizás nunca sería posible llevar a cabo tales hazañas—. ¿Cómo decide a una niña de nueve años que ella es el único ser inteligente del planeta que puede tomar una decisión y no cambiarla? ¿Y mantenerla?

Francine sonrió.

—No con esas palabras, por empezar.

—No. —La rodeé con mi brazo. Estábamos a punto de entrar en un campo minado y no podíamos evitar el terreno peligroso, pero al menos contábamos con que nuestro buen juicio nos ayudara a controlarnos, a tirar un poco de las riendas.

—Lo solucionaremos —dije—. Hallaremos la manera indicada.

7

22050

Alrededor de las cuatro de la mañana, me dejé llevar por el ansia y encendí mi primer cigarrillo en un mes.

Mientras me llenaba los pulmones de humo tibio, mis dientes comenzaron a castañetear, como si el contraste me hubiera obligado a notar lo frío que se había puesto el resto de mi cuerpo. El resplandor rojo de la punta encendida era lo más luminoso que tenía a la vista, pero si me estaba enfocando alguna cámara seguramente era infrarroja, por lo tanto estaría relumbrando como un fuego fatuo de todas maneras. Mientras el humo volvía a ascender, tosí como un gato atorado con una bola de pelos; el primero siempre era así. Había adoptado el hábito de fumar a la edad surrealista de sesenta años y, después de cinco años de retomarlo y dejarlo, mi tracto respiratorio seguía resistiéndose a su mala suerte.

Me había pasado cinco horas agachado en el barro, al borde del Lago Pontchartrain, a un par de kilómetros al oeste de las empapadas ruinas de Nueva Orleáns. Vigilando la barcaza, esperando que alguien volviera al hogar. Había sentido la tentación de salir nadando y echar un vistazo, pero el radar doméstico de mi dispositivo asistente hizo aparecer una mota de color rojo brillante en la superficie del agua y no me ofreció garantías de no ser detectado aunque permaneciera fuera del perímetro.

Había llamado a Francine la noche anterior. Una conversación breve, tensa.

—Estoy en Louisiana. Creo que tengo una pista.

—¿Si?

—Te avisaré luego cómo resulta.

—Hazlo.

No la había visto personalmente desde hacía casi dos años. Luego de enfrentar juntos demasiados cabos sueltos, nos habíamos separado para cubrir más terreno: Francine había buscado desde Nueva York hasta Seattle; yo me había hecho cargo del sur. Mientras los meses se nos iban de las manos, su decisión de suprimir toda reacción emocional en beneficio de su tarea gradualmente la había erosionado. Una noche, seguramente, el dolor se había apoderado de ella, sola en algún sin alma… y el hecho de que a mí me hubiese pasado lo mismo, un mes después o una semana antes, no hacía ninguna diferencia. Porque no lo habíamos experimentado juntos, no era un dolor compartido, una carga aligerada. Después de cuarenta y siete años, aunque ahora, más que nunca, tuviéramos los dos el mismo objetivo, estábamos comenzando alejarnos uno del otro.

Me había enterado de Jake Holder en Baton Rouge, triangulando rumores e informes de quinta mano de los bocones de los bares. Los bocones generalmente no sabían nada. Un cuerpo protésico equipado con un
software
más estúpido que un microondas podía convertirse en una esclava infinitamente maleable, pero si la única manera de salvar la dignidad cuando tus amigos descubrían que eras dueño del equivalente
high
tech
de una muñeca inflable era implicar que dentro de ella había una persona, aparentemente muchos hombres aprovechaban la oportunidad.

Holder parecía ser algo peor. Yo había adquirido todos los registros de las compras que había realizado en su vida, que demostraban su constante interés por la pornografía ciberfetichista durante un período de dos décadas.
Hardcore
y pretencioso; la mitad de los títulos contenían la palabra «manifiesto». Pero las compras se habían detenido hacía unos tres meses. Los rumores decían que había encontrado algo mejor.

Terminé el cigarrillo y me palmeé los brazos para estimular la circulación.
Ella no está en esa barcaza.
En lo que a mí concernía, ella se había enterado de las noticias de Bruselas y ya estaba a mitad de camino, rumbo a Europa. Sería un viaje difícil de hacer sola, pero no había motivos para creer que no tenía amigos leales, confiables, que la estaban ayudando. Había demasiados recuerdos desactualizados en mi cráneo: todas las furiosas peleas sin sentido, todas las infracciones menores, todas las automutilaciones. Sin importar lo que había resultado de todo aquello, lo que ella había tenido que soportar, ya no era una quinceañera enojada que un viernes se había ido a la escuela y no había regresado nunca más.

Aún no había cumplido los trece y ya discutíamos por todo. Su cuerpo no necesitaba de la inundación hormonal de la pubertad, pero el
software
había actuado implacablemente, simulando todos los efectos neuroendocrinos. A veces nos parecía una tortura obligarla a pasar por eso, en vez de buscar algún atajo mágico que la llevara directamente a la madurez, pero nuestra regla cardinal siempre fue no entrometernos, nunca intervenir, apuntando a lograr la simulación más fiel posible del desarrollo de un humano normal.

Sin importar por qué peleáramos, ella siempre sabía hacerme callar. «¡Para ti sólo soy una cosa! ¡Un instrumento! ¡La pequeña bala de plata de papá!». No me importaba quién era ella o lo que quería; yo la había creado únicamente para ahuyentar mis propios miedos. (Después de esas discusiones, acostumbraba quedarme despierto, ensayando refutaciones poco convincentes. Otros niños nacían por motivos infinitamente más básicos: para trabajar en el campo, para sentarse en reuniones de directorio, para combatir el tedio, para salvar matrimonios fallidos). Desde su punto de vista, el Procs en sí no era bueno ni malo, y siempre rechazaba todos mis ofrecimientos de deshabilitar el escudo, porque eso me habría hecho zafar de la situación muy fácilmente. Pero yo la había obligado a ser un fenómeno de circo por razones egoístas, incluso la había hecho distinta a los demás iada, tan solo para garantizarme una cierta clase de comodidad. «¿Querías darle vida a una singleton? ¿Por qué no te pegaste un tiro en la cabeza cada vez que tomabas una decisión equivocada?».

Cuando desapareció, temimos que la hubieran secuestrado en la calle. Pero en su habitación encontramos un sobre que contenía el localizador que se había extraído del cuerpo y una nota que decía: «No me busquen. No regresaré nunca».

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