Read Nocturna Online

Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (4 page)

—Si es así, entonces ya estamos muertos.

Todos se miraron entre sí con incomodidad.

—Necesitamos retirar los vehículos de rescate. ¿Quién fue el imbécil que se acercó al ala? —preguntó un agente.

El capitán Navarro se adelantó y lo sorprendió con su respuesta:

—Yo.

—Ah, vaya. —El hombre tosió en su puño—. Capitán, sólo el personal de mantenimiento está autorizado para subir. Son las reglas de la FAA.

—Lo sé.

—¿Vio algo?

Navarro le contestó:

—Nada. No vi nada ni escuché nada. Todas las persianas de las ventanillas estaban cerradas.

—¿Dijo que estaban cerradas? ¿Todas?

—Todas.

—¿Intentó abrir la salida de emergencia del ala?

—Por supuesto.

—¿Y?

—Estaba atascada.

—¿Atascada? Eso es imposible.

—Está atascada —dijo el capitán Navarro, teniendo más paciencia con aquellos cinco hombres que con sus propios hijos.

El agente que parecía estar al mando se retiró para hacer una llamada. El capitán Navarro miró a los demás.

—¿Qué vamos a hacer aquí entonces?

—Eso es lo que esperamos descubrir.

—¿Esperan descubrir? ¿Cuántos pasajeros hay en este avión? ¿Han hecho llamadas de emergencia?

Un hombre negó con la cabeza.

—Todavía no han llamado al 911 desde el avión.

—¿No? —dijo el capitán Navarro.

El hombre que estaba a su lado señaló:

—¿Cero llamadas al novecientos once? Eso no está bien.

—Nada bien.

El capitán Navarro los miró asombrado.

—Tenemos que hacer algo, y ya. No necesito ningún permiso para romper las ventanillas con un hacha y evacuar pasajeros muertos o agonizantes. Ese avión ya no tiene aire.

El funcionario de mayor rango regresó después de hacer una llamada telefónica.

—Ya vienen con la antorcha. Lo abriremos de una forma u otra.

Dark Harbor, Virginia

L
A
BAHÍA DE
C
HESAPEAKE
, negra y agitada a esa hora tardía.

En el interior del patio con paredes de cristal de la casa principal, en un acantilado panorámico con vista a la bahía, un hombre permanecía reclinado en una silla médica hecha a su medida. Las luces de la casa estaban difuminadas para su bienestar y también por discreción. Los termostatos industriales, de los que sólo en aquel espacio había tres, mantenían una temperatura de diecisiete grados centígrados.
La consagración de la primavera
, de Stravinski, sonaba a bajo volumen, a través de los altavoces dispuestos con discreción para ahogar el bombeo incesante de la máquina de diálisis.

Una débil bocanada de aire salió de su boca. Cualquier espectador desprevenido habría pensado que el hombre estaba a punto de morir, que estaba presenciando los últimos días o semanas de lo que, a juzgar por su propiedad de siete hectáreas, había sido una vida sumamente exitosa. Habría notado incluso la ironía de un hombre de semejante riqueza y posición enfrentado al mismo final de un mendigo.

Sólo que Eldritch Palmer no había llegado a su fin. Con setenta y seis años a cuestas, Palmer no tenía la menor intención de rendirse ante nada en absoluto.

El reconocido inversionista, hombre de negocios, teólogo y confidente de las altas esferas había padecido el mismo procedimiento durante tres o cuatro horas cada noche en los últimos siete años de su vida. Su salud era frágil pero manejable; Palmer era supervisado a todas horas por varios doctores con la ayuda de un sinnúmero de equipos médicos de hospital instalados en su casa.

Las personas adineradas pueden permitirse un excelente cuidado de la salud y ser excéntricos también. Eldritch Palmer mantenía sus peculiaridades ocultas de la vista pública, e incluso de su círculo íntimo. Nunca se había casado ni engendrado heredero alguno, por lo cual era tema obligado especular sobre el destino que Palmer le daría a su fortuna después de su muerte. No tenía un segundo al mando en el Grupo Stoneheart, su principal grupo de inversiones. No tenía ninguna vinculación pública con fundaciones ni instituciones de caridad, a diferencia de los dos hombres que le disputaban el primer lugar en la lista Forbes de los norteamericanos más ricos del mundo: Bill Gates, fundador de Microsoft, y Warren Buffett, propietario de Berkshire Hathaway. (Si ciertas reservas de oro en Suramérica y otras posesiones de corporaciones oscuras en África fueran tenidas en cuenta por la revista
Forbes
, Palmer ocuparía el primer lugar de la lista). Palmer no había redactado siquiera un testamento, un error impensable en un hombre que tuviera al menos la milésima parte de su dinero y riqueza.

Pero, sencillamente, Eldritch Palmer no pensaba morirse.

La hemodiálisis es un procedimiento en el que la sangre es extraída del cuerpo por medio de un sistema de tubos, es completamente filtrada por un dializador que hace las veces de un riñón artificial, y es devuelta al cuerpo sin toxinas ni impurezas. Varias agujas son insertadas en un injerto arteriovenoso sintético, instalado de manera semipermanente en el antebrazo. La máquina que realizaba este procedimiento era un sofisticado modelo Fresenius que monitorizaba continuamente los niveles de calcio y fósforo de Palmer y alertaba al señor Fitzwilliam, quien siempre estaba cerca, de cualquier lectura anormal.

Los inversionistas leales estaban acostumbrados al aspecto demacrado de Palmer; tanto era así que se había convertido prácticamente en su sello distintivo, un símbolo irónico de su fortaleza monetaria, que un hombre tan delicado y de aspecto tan gris tuviera tanto poder e influencia en las finanzas y en la política internacional. Su legión de inversionistas fieles ascendían a treinta mil y constituían una élite financiera: la inversión mínima era de dos millones de dólares, y muchos de quienes llevaban varias décadas invirtiendo con Palmer tenían fortunas que ascendían a nueve dígitos. El poder de compra de su Grupo Stoneheart le daba un enorme apalancamiento económico, que él utilizaba de manera efectiva y ocasionalmente despiadada.

Las puertas del costado oeste se abrieron desde el pasillo amplio, y el señor Fitzwilliam, quien oficiaba como el director de seguridad personal de Palmer, entró con un teléfono portátil sobre una bandeja de plata. Este ex marine, con cuarenta y dos muertes demostradas en combate, poseía una mente rápida, y sus estudios médicos habían sido financiados por Palmer.

—Señor, es el subsecretario del Departamento de Seguridad Interior —le dijo, y una bocanada de aire humedeció el cuarto frío.

Normalmente, Palmer no admitía intrusiones durante su diálisis nocturna, pues prefería dedicarse de lleno a la contemplación. Pero ésta era una llamada que él estaba esperando. Recibió el teléfono, y esperó a que el señor Fitzwilliam se retirara.

Palmer respondió y le informaron sobre el avión detenido. Se enteró de que existía una gran incertidumbre entre los oficiales del JFK sobre la forma de proceder. Su interlocutor hablaba con ansiedad y con una formalidad afectada, como un niño que divulga orgulloso un acto encomiable.

—Se trata de un evento bastante inusual, y pensé que usted querría recibir información de inmediato, señor.

—Sí —respondió Palmer—. Agradezco su cortesía.

—Que tenga buena noche, señor.

Palmer colgó y dejó el teléfono en su pequeño despacho.
Realmente
era una buena noche. Sintió una punzada de ansiedad; había esperado esto desde hacía mucho tiempo. Y ahora que el avión había aterrizado, Palmer supo que todo había comenzado, y de qué manera.

Se dio la vuelta bruscamente hacia el televisor de plasma que estaba en la pared lateral y utilizó el control remoto del brazo de su silla para activar el sonido. No vio ninguna noticia sobre el avión. Pero pronto…

Presionó el botón del intercomunicador. El señor Fitzwilliam contestó:

—¿Sí, señor?

—Que preparen el helicóptero, señor Fitzwilliam. Tengo que ocuparme de un asunto en Manhattan.

Eldritch Palmer apagó el televisor, y luego observó por el enorme ventanal hacia la gran bahía de Chesapeake, negra y turbulenta, ligeramente al sur del lugar donde el plateado Potomac desemboca en sus oscuridades profundas.

Pista de rodaje Foxtrot

E
L EQUIPO DE MANTENIMIENTO
estaba introduciendo tanques de oxígeno en el avión por debajo del fuselaje. La incisión era un procedimiento de emergencia de último recurso. Todas las aeronaves comerciales estaban equipadas con zonas «destructibles». La del
777
estaba en la parte posterior, del fuselaje, debajo de la cola, entre las puertas de carga en el costado derecho del avión. Las siglas LU del Boeing 777-200LR significaban «rango extenso», correspondientes a un modelo con una autonomía de vuelo de 9.000 millas náuticas —casi 17.000 kilómetros— y con capacidad de 200.000 litros de combustible, almacenados en tres tanques auxiliares, además de los situados en el interior de las alas. Era por eso por lo que este tipo de aviones debía tener una zona que pudiera abrirse sin peligro.

Los integrantes del equipo de mantenimiento estaban utilizando una cortadora Arcair, una antorcha exotérmica muy utilizada en situaciones de desastre, no sólo por ser muy portátil, sino también porque funcionaba con oxígeno y no contenía gases secundarios peligrosos como el acetileno. Podrían tardar una hora en perforar el grueso casco del fuselaje.

Nadie esperaba un final feliz: ninguno de los pasajeros había llamado al 911. No había luces, sonidos, ni señales de ningún tipo en el interior del Regis 753. La situación era realmente desconcertante.

Un vehículo de servicios de emergencia de la Autoridad Portuaria avanzó por la pista de estacionamiento y se detuvo detrás de los potentes reflectores que apuntaban al
jet
. Los integrantes del equipo SWAT estaban entrenados para atender evacuaciones, rescate de rehenes, y neutralizar asaltos antiterroristas a puentes, túneles, terminales de buses, aeropuertos, líneas ferroviarias y puertos marítimos de Nueva York y Nueva Jersey. Las fuerzas de choque estaban equipadas con corazas blindadas y ametralladoras Heckler-Koch. Un par de pastores alemanes husmearon el equipo de aterrizaje —dos juegos de seis llantas enormes—, y siguieron con sus hocicos al aire como si también fueran capaces de oler un problema.

El capitán Navarro se preguntó si realmente habría alguien a bordo. ¿Acaso en la serie televisiva
La dimensión desconocida
no aparecía un avión que aterrizaba vacío?

El equipo de mantenimiento encendió las antorchas Arcair y estaba comenzando a trabajar debajo del casco cuando uno de los perros comenzó a ladrar. El animal aulló a pesar de su bozal, mientras daba vueltas en pequeños círculos.

El capitán Navarro vio a Benny Chufer subido en la escalera y señalando la parte central de la aeronave. Una sombra negra y delgada apareció ante sus ojos, un corte vertical de un negro profundo, alterando la superficie completamente suave del fuselaje.

Era la puerta de salida sobre el ala, la misma que el capitán Navarro no había podido abrir.

Ahora estaba abierta.

Le pareció insólito, pero Navarro guardó silencio, perplejo por lo que había visto. Quizá una falla en el pestillo o un defecto en la función de la manija… tal vez no lo había intentado con la fuerza suficiente… o quizá… alguien había abierto finalmente la puerta.

Torre de control del
Aeropuerto Internacional JFK

L
A
A
UTORIDAD
P
ORTUARIA
inspeccionó el equipo de audio de Jimmy el Obispo, quien estaba de pie como siempre, preparado para observar atentamente en compañía de otros controladores, cuando los teléfonos comenzaron a sonar desaforadamente.

—Está abierto —informó uno de los controladores—. Alguien abrió la 3 L.

Todos intentaban ver de pie. Jimmy el Obispo observó el avión iluminado desde la cabina de la torre. La puerta no se veía abierta desde allí.

—¿Desde adentro? —preguntó Calvin Buss—. ¿Ha salido alguien?

El controlador negó con la cabeza, con el teléfono todavía en la mano.

—Todavía no.

Jimmy el Obispo tomó un par de binóculos pequeños de la repisa y observó el Regis 753.

Allá estaba: era una pequeña mancha negra encima del ala, un filón de sombra, como una lágrima fúnebre sobre el casco de la aeronave.

Jimmy sintió la boca completamente reseca. Las puertas se abren ligeramente si se les quita el seguro, pero luego giran y se repliegan contra la pared interior. Así que, técnicamente, lo único que había sucedido era que la esclusa del aire se había desconectado. La puerta todavía no estaba realmente abierta.

Dejó los binóculos en la repisa y se retiró. Por alguna razón, su mente le estaba diciendo que era un buen momento para huir.

Pista de rodaje Foxtrot

L
OS SENSORES DE GAS Y RADIACIÓN
elevados a la altura de la puerta no mostraron resultados anormales. Un oficial de la unidad de emergencia que estaba acostado sobre el ala logró abrir la puerta unos pocos centímetros más con la ayuda de una polea larga con un gancho en la punta, mientras que dos agentes del escuadrón SWAT lo cubrían desde la pista. Introdujo un micrófono parabólico que captó una amplia gama de timbres y sonidos: eran las llamadas sin respuesta repicando en los teléfonos móviles de los pasajeros, con un sonido inquietante y lastimero, como pequeñas alarmas personales de angustia.

Luego insertaron un espejo sujetado a la punta de una vara, una versión gigante del instrumento dental que se utiliza para extraer las muelas cordales. Lo único que alcanzaron a ver fueron dos asientos plegados y vacíos.

Las órdenes transmitidas por los megáfonos resultaron infructuosas. No hubo ninguna respuesta en el interior de la aeronave: ni luces, ni movimientos, ni nada.

Dos oficiales de la unidad ESU protegidos con corazas livianas permanecían alejados de las luces de la pista de rodaje para dar instrucciones. Observaron un plano del avión que mostraba a diez pasajeros sentados por donde entrarían: tres en cada una de las hileras laterales, y cuatro en el medio. El interior del aeroplano era estrecho, y decidieron reemplazar sus ametralladoras H-K por Glocks 17, que eran más manejables, y se prepararon para combatir en aquel espacio cerrado.

Se pusieron las máscaras antigás dotadas con radio y lentes de visión nocturna, y guardaron los gases paralizantes, las esposas y las municiones adicionales en sus cinturones. Unas cámaras con lentes infrarrojos del tamaño de palillos de dientes remataban sus cascos.

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