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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (35 page)

La arruga vertical entre sus cejas se hundió todavía más mientras negaba con la cabeza.

—No, señor —dijo débilmente—. No quiero hablar de eso. Lo siento.

Insistí.

—Tengo razones para pensar que me encuentro en una situación similar a la de su hijo en esa época, y…

—¡Déjalo entrar! —gritó entonces una voz de mujer en el interior.

El hombre bajó la mirada, suspiró con tristeza y se resignó a abrir más la puerta mientras se retiraba al interior.

Empujé el portón de madera, que se entreabrió con chirrido, alcancé la escalera y entré.

La decoración era simple y anticuada, pero saltaba de inmediato a la vista que la limpieza era impecable, a pesar de que flotaba un ligero olor a cerrado en el aire.

—No me levanto para saludarlo, tengo mucho dolor en las piernas —dijo una anciana con un moño que estaba hundida en el fondo de un sillón.

—Por favor… Le agradezco muchísimo que me reciba —repuse sentándome en la silla de respaldo acanalado que me indicaba.

Oí crujir la madera de la escalera mientras su marido desaparecía en el piso de arriba.

—En la actualidad vivo bajo la amenaza de un hombre, un psiquiatra de nombre Igor Dubrovski. Si mis informaciones son correctas, interpuso usted una demanda contra él tras el…

—Suicidio de mi hijo, sí.

—Y él fue puesto en libertad por falta de pruebas. ¿Podría contarme todo lo que sabe de ese hombre?

—Hace más de treinta años de eso… —dijo con aire pensativo.

—Cuénteme lo que recuerde, es importante para que yo pueda tratar de… protegerme.

—¿Sabe?… No lo vi más que una vez antes del proceso.

—Pero era él quien trataba a su hijo, ¿no?

—Sí, principalmente. Hablamos con él el día en que mi marido y yo le confiamos el cuidado de François. Para ser franca, ni siquiera recuerdo lo que nos dijo ese día…

—¿Cómo que «principalmente»?

—Eran dos psiquiatras los que se ocupaban de François.

—¿Su hijo tenía dos psiquiatras?

—Sí, el doctor Dubrovski y otro, en el hospital.

Me quedé pensativo.

—¿Quiere que mi marido le prepare un café? —me ofreció amablemente.

—No, muchas gracias. Dígame, ¿qué les contaba su hijo sobre Igor Dubrovski?

—Oh, él no decía nada, señor. No era muy hablador, ¿sabe? Tenía por costumbre guardárselo todo para sí.

Profirió un suspiró y añadió:

—Eso era sin duda lo que le pesaba tanto…

—Pero… ¿por qué interpuso una demanda contra Dubrovski si eran dos los médicos que se ocupaban de él?

—¿Sabe? A veces hay cosas que nos sobrepasan. A nosotros eso no nos interesaba mucho, sabíamos que no iba a devolvernos a François. Era nuestro único hijo. El mundo se hundió bajo nuestros pies cuando él murió. Todo lo demás ya no tenía importancia. Pusimos la denuncia porque nos lo pidieron, pero nunca albergamos ánimo de venganza. No sirve de nada luchar contra el destino.

—Pero ¿por qué interponer una demanda contra Igor Dubrovski y no contra el otro psiquiatra? ¿Por qué no contra los dos? Y, de hecho, ¿de qué lo acusaban exactamente?

—Nos dijeron que había sido él quien lo había inducido al suicidio. No nos inventamos nada, ¿sabe? Sólo repetimos lo que nos habían dicho que dijéramos. Aun así, fuimos a la audiencia de mala gana todos los días. Únicamente teníamos ganas de estar solos.

—Espere, espere… ¿Quién les dijo eso?

—El señor que nos aconsejaba. Repetía sin cesar: «Piensen en los jóvenes que van a salvar.»

—¿Se refiere usted a su abogado?

—No, no, él nunca lo dijo…

—Pero, entonces, ¿quién era?

—Ya no lo recuerdo. Hace más de treinta años… Y mucha gente vino a casa en esa época… Primero los bomberos, luego la policía, un comisario, los de la compañía aseguradora… Ni mi marido ni yo conocíamos a ninguna de las personas.

—Y ese hombre, ¿no sabe cuál era su cargo, o su función oficial?

Dudó, hurgando en vano en su memoria.

—No…, pero era un señor bien posicionado.

—¿Podría describírmelo?

—Oh…, no…, lo siento. Ya no recuerdo en absoluto su rostro, no. Lo único que recuerdo es que era muy maniático con sus zapatos. ¡Eso nos intrigó lo bastante como para que me acuerde!

No iría muy lejos con esa clase de información…

—Un verdadero maniático —añadió, rememorando la escena con una triste sonrisa—. Nos pidió con insistencia que nuestro perro no se acercara a sus mocasines. Reconozco que babeaba un poco… Y durante nuestra conversación, sacó varias veces de su bolsillo un pañuelo para lustrarlos. Al salir, se limpió un buen rato los pies en el felpudo. Eso me ofendió, la verdad…

42

L
os enemigos de tus enemigos no son necesariamente tus amigos. El hombre con quien tenía una cita esa mañana detrás de la Bolsa no lo era, y sin duda no lo sería jamás.

Sin embargo, era la única persona en el mundo capaz de impedir que Dunker pegara ojo por las noches. Fisherman. Fisherman, el periodista que publicaba regularmente opiniones negativas sobre nuestra sociedad en
Les Echos
. Fisherman, quien, sin haber puesto nunca un pie en nuestra oficina, un día se había atrevido a decir que los equipos de Dunker Consulting eran insuficientemente productivos, lo que había provocado una oleada de medidas internas dignas del peor de los planes de rigor, y acentuado todavía más la presión a la que estábamos sometidos.

Habíamos hablado por teléfono y lo había convencido para encontrarse conmigo siendo lo bastante enigmático para suscitar su interés.

Llegué pronto y me senté detrás de una mesita redonda de mármol con un reborde metálico. No había muchos clientes a esa hora de la mañana, pero en el sitio reinaba no obstante una cierta agitación al acercarse la comida. Un camarero se afanaba en colocar los cubiertos. El barman servía cervezas a algunos asiduos de pie tras el mostrador e intercambiaba algunas palabras con ellos con una voz que pretendía ser viril, mientras la cafetera escupía detrás de él los expresos, emanando efluvios de café arábica. Un hombre manejaba con un movimiento fluido su paleta limpiacristales, borrando como por arte de magia los regueros de agua jabonosa depositados un instante antes por su esponja. Sobre la acera, un vals ininterrumpido de americanas, corbatas y trajes de chaqueta oscuros.

Le había descrito mi aspecto a Fisherman para que pudiese reconocerme una vez allí. Pero cuando vi entrar a un hombre con una chaqueta de
tweed
, la camisa con el cuello abierto, el rostro muy serio y unas grandes gafas de pasta marrón que cubrían apenas unas espesas cejas, tuve la intuición de que era él antes incluso de que me hubiera visto.

Me saludó sin entusiasmo, sin sonreír. Lo invité a un café, que rechazó.

—Como le he dicho por teléfono —empecé—, dentro de pocos días estaré en disposición de informarle de la tendencia de las acciones de Dunker Consulting en el futuro.

—¿Quién le otorga esa… capacidad?

—De vez en cuando tengo acceso a determinadas informaciones antes de que éstas se hagan públicas.

Me miró con cara de sospecha.

—¿Y cómo es que tiene usted acceso a esa información?

—Trabajo en la empresa.

Me miró fijamente con cierto desprecio.

—¿Qué es lo quiere a cambio? —dijo en el tono de alguien que está ya sobradamente desengañado de la naturaleza humana.

—Nada.

—No lo haría si no tuviera interés en ello.

—Estoy de acuerdo con usted.

—Entonces, ¿qué le aporta eso? —preguntó, inquisitivo.

Sostuve su mirada.

—Odio a Marc Dunker. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para hacerlo rabiar.

Mi respuesta pareció convencerlo. Casaba con su visión del mundo.

Le hizo una seña al camarero para que le sirviera un café.

—Cada vez que usted publica una opinión negativa sobre su empresa —añadí—, lo pone de los nervios.

No mostró ninguna reacción particular, su rostro permanecía pétreo.

—Entonces, usted va a comunicarme de antemano los… acontecimientos de los que tenga conocimiento, ¿es eso?

—No, no le revelaré los acontecimientos. Pero cuando tenga la certeza de que una información no va a tardar en hacerse pública, lo pondré sobre aviso.

—En ese caso, ¿qué cambiará eso?

—Si usted publica una opinión negativa sobre las acciones antes incluso de que una información importante se haga pública, eso acentuará el sentimiento general de que algo no marcha bien en Dunker Consulting, agravará las cosas. Y eso es lo que deseo.

Me miró en silencio por unos instantes.

—Lo que me interesa es la información —dijo—, no sólo el anuncio de que las acciones van a caer.

—Eso no puedo dárselo. No hay que ser tan ambicioso… De todas formas, su oficio es hacer previsiones sobre la cotización en Bolsa de las sociedades que están en ella, ¿no es así? Yo le doy la oportunidad de anunciar antes que nadie cuándo van a bajar las acciones de Dunker Consulting. Eso es ya de por sí muy importante —no respondió, pero siguió mirándome fijamente con desconfianza.

—No hay nada que me demuestre que sus predicciones vayan a ser exactas.

—Podrá juzgarlo usted mismo a partir de esta semana.

Enarcó una ceja.

Me incliné ligeramente hacia él y bajé la voz para subrayar la importancia de mi revelación.

—Pasado mañana —dije—, las acciones de la empresa caerán al menos en un 3 por ciento durante el día.

Se me quedó mirando unos instantes con expresión taciturna, luego se bebió en silencio su café con aire dubitativo.

—De todas maneras —acabó soltando—, no puedo publicar nada sobre la base de un rumor originado por alguien a quien ni siquiera conozco.

—Usted verá. Le daré…, digamos…, tres soplos. Si no se sirve de ellos, entonces le daré los siguientes a un periodista de la competencia.

Me levanté, saqué de mi bolsillo algunas monedas con que pagar mi café —no el suyo—, y salí del bar abandonándolo al escepticismo.

43

E
l timbre del teléfono me sacó de mis pensamientos. Descolgué.

—No cuelgue, le paso a mi marido…

Un largo silencio.

—¿Sí? ¿Señor Greenmor?

Reconocí en seguida la voz cansina.

—El mismo.

—Raymond Verger al habla. Ya sabe, el antiguo redactor jefe de
Le Monde

—Sí, sí, por supuesto, ¿cómo está usted?

—Muy bien, gracias, caballero. Lo llamo porque creo haber encontrado el nombre que se ocultaba detrás del seudónimo de Jean Calusacq.

La suerte se volvía en mi favor. Por fin iba a poder hablar con el autor de un artículo en efecto virulento, pero tan preciso sobre Igor Dubrovski que era imposible que ese hombre no lo hubiese conocido personalmente.

—Es lo que yo creía —añadió Verger—, se trataba de alguien famoso. Por esa razón su nombre no figuraba en mi lista de seudónimos.

Sentí cómo se embalaba mi corazón.

—Cuénteme. ¿Cómo se llama?

—¿Perdón?

Había olvidado que estaba sordo. Lo repetí articulando bien las palabras:

—¿Cómo se llama?

—Bueno, antes de nada debo decirle que yo respeto las normas, caballero. Le revelo su identidad sólo porque está muerto desde hace mucho tiempo, de lo contrario, protegería su anonimato. Ahora, sin embargo, ha prescrito…

Se me heló la sangre. Estaba perdido.

—Lo encontré al recordar que algunos se divertían adoptando un pseudónimo que era un anagrama de su nombre. Necesité más de una hora para identificar que detrás de Jean Calusacq se ocultaba Jacques Lacan.

—¿Lacan?, ¿el gran psicoanalista?

—El mismo.

Estaba estupefacto. ¿Por qué Lacan odiaba a Dubrovski hasta el punto de escribir contra él en un artículo vitriólico?

Le hice la pregunta a mi interlocutor.

—Eso no lo sé, señor. Tal vez sólo un especialista podría responderle… Podría preguntarle usted a Christine Vespalles.

—¿Quién es?

—Christine Vespalles, una antigua colaboradora de la revista
Sciences humaines
. El psicoanálisis y todas esas cosas son su pasión. Seguro que estaría encantada de responder a sus preguntas. No le costará encontrarla: desde que se jubiló, pasa las tardes en Les Deux Magots.

—¿La cafetería de Saint-Germain-des-Prés?

—¿Cómo?

Repetí subrayando cada sílaba.

—La misma. Podría ir usted a verla. Se la localiza fácilmente, siempre lleva sombreros extravagantes. Hoy en día ya no se ven muchos así… Es de trato fácil, ya verá. Si quiere, puedo llamarla y hablarle de usted.

Me costó encontrar la calle, perdida detrás de la Bastilla en dirección a République, en un barrio no rehabilitado que había conservado el encanto en desuso de las calles de antaño. La mayor parte de los edificios albergaban en la planta baja un comercio o un artesano. Sus puertas estaban abiertas a la calle, y toda aquella gente se encontraba alegremente en las aceras, ocupada casi por igual con las conversaciones de barrio como con el trabajo. Los repartidores descargaban sus mercancías en medio de la calzada, interpelando a los rostros familiares e inmiscuyéndose en las conversaciones hablando más alto que los demás. Manejaban ruidosamente su carretilla elevadora y de vez en cuando volcaban algún paquete, lo que provocaba la risa burlona de los espectadores.

Divisé a un zapatero trabajando en su máquina, el olor del cuero caliente esparciéndose por los alrededores. Su vecino era el dueño de una droguería con el poético letrero de «Ungüentario». Una ojeada a su puesto bastaba para darse cuenta de que mantenía su promesa; había una cantidad increíble de objetos cotidianos cuyo tamaño y diversidad ni siquiera se imaginaba uno: perchas, pinzas de tender multicolores, esponjas, trapos de cocina de
vichy
, delantales verdes, amarillos o azules, toda una colección de barreños y cubos de plástico rojo, amarillo o beige…, todo ello amontonado alegremente sobre la acera. Un horticultor atrapaba a los clientes anunciando a gritos los precios de las frutas y las verduras con su voz estentórea. Más lejos, el expositor metálico de un vendedor de prensa, cuyos periódicos anunciaban escándalos en grandes titulares, estorbaba el paso en plena acera. Se oían los chorros de vapor procedentes de la tintorería de al lado, que esparcían en la calle su olor característico. Enfrente, el escaparate de un charcutero ofrecía un surtido impresionante, con sus enormes salchichas de Morteau, sus pasteles de queso todavía humeantes, sus salchichones corsos colgados de un hilo en ganchos de hierro, y mil manjares más a cual más apetitoso.

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