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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (2 page)

Una llovizna que se colaba por entre las tablas me despertó. Su contacto me hizo erizar la piel. El traqueteo de las primeras gotas de lluvia sobre el techo de zinc terminó de sacarme del letargo. Toqué el brazo de Clara: era hora de irnos. La lluvia arreciaba a cada instante, haciéndose más densa. Sin embargo, la noche permanecía demasiado clara. La luna no nos estaba ayudando. Miré hacia fuera por entre las tablas: se veía como si fuera de día.

Tendríamos que correr para alejarnos de la jaula y rogar que a ninguno de los que estaban en las carpas vecinas se le ocurriera mirar en ese preciso instante hacia nuestra jaula. Yo seguía pensando. No tenía reloj y solo contaba con el de mi compañera. A ella no le gustaba que le preguntara la hora. Dudé un instante y luego me lancé. «Son las nueve», me respondió, comprendiendo que este no era momento para crear tensiones innecesarias. El campamento ya dormía, lo cual era algo bueno. Sin embargo, para nosotras la noche se hacía cada vez más corta.

El guardia luchaba para protegerse del aguacero que caía a cántaros sobre él, el bullicio de la lluvia sobre las tejas de zinc cubría el ruido de mis patadas sobre las tablas podridas. Al tercer golpe, la tabla saltó en pedazos. Pero la hendidura que se abrió no era muy grande.

Saqué el morralito por ahí y lo deposité afuera. Las manos me quedaron empapadas. Sabía que deberíamos pasar días enteros mojadas hasta la médula, y eso se me había convertido en un pensamiento repulsivo. Me dio rabia conmigo misma al pensar que cualquier noción de comodidad podía interponerse en mi lucha por la libertad. Me parecía ridículo perder tanto tiempo convenciéndome de que no me iba a enfermar, que la piel no se me iba a caer a pedazos después de tres días a la intemperie. Me decía que mi vida había sido demasiado fácil, y que estaba condicionada por una educación en donde las prescripciones de prudencia eran una manera de disfrazar el miedo. Yo observaba a estos muchachos, hombres y mujeres, que me tenían prisionera y no podía evitar admirarlos. No sentían frío; no sentían calor; nada les picaba; demostraban una habilidad asombrosa para todas las actividades que requerían fuerza y flexibilidad, y avanzaban por la selva tres veces más rápido que yo. Los temores que debía superar se alimentaban con toda clase de prejuicios. Mi primer intento de fuga había fracasado porque me daba miedo morirme de sed, rehusando beber el agua sucia de los charcos. Desde hacía ya meses me había dado a la tarea de tomar el agua fangosa del río, para demostrarme a mí misma que no me iba a morir por culpa de los parásitos que a estas alturas ya debían haber colonizado mis intestinos.

Entre otras, sospechaba, que el comandante del frente que me había capturado, el «Mocho» César, había dado la consigna de «hervir el agua para las prisioneras» delante de mí, con el fin de mantenerme mentalmente dependiente de esta medida de asepsia, y que me diera miedo alejarme del campamento y adentrarme en la selva.

Con el propósito de alimentar nuestro miedo a la jungla, dieron la orden de llevarnos a la orilla del río, para que viéramos cómo mataban una serpiente gigantesca que habían atrapado cuando iba a atacar a una guerrillera que se bañaba en el caño. El animal era un auténtico monstruo. Lo medí caminándolo: tenía ocho metros de largo y cincuenta y cinco centímetros de ancho, es decir, medía lo que yo de cintura. Se necesitaron tres hombres para sacarlo del agua. Los guerrilleros lo llamaban guío, en tanto que para mí era una anaconda. Querían que lo viera con mis propios ojos.

No pude hacer nada para espantar el animal de mis pesadillas, durante meses me persiguió.

Veía a estos jóvenes moverse por la selva como pez en el agua y me sentía torpe, inválida y desgastada. Comenzaba a percibir que lo que estaba en crisis era la idea que tenía de mí misma. En un mundo donde yo no inspiraba respeto ni admiración, sin la ternura y el afecto de los míos, me sentía envejecer sin apelación o, peor aún, me sentía condenada a detestar a la persona en que me había convertido, tan dependiente, tan tonta y tan inútil para resolver los pequeños problemas del diario vivir.

Observé durante algunos instantes más la estrecha abertura y, al otro lado, el telón de lluvia que nos esperaba. Clara estaba acurrucada a mi lado. Me volteé hacia la puerta de la jaula. El guardia había desaparecido bajo las cortinas de agua. Todo estaba estático, salvo la lluvia que caía del cielo a borbotones, sin compasión. Mi compañera se volteó hacia mí. Nuestras miradas se cruzaron. Nos cogimos de las manos, agarradas la una a la otra, hasta el dolor.

Teníamos que irnos. Me solté de ella, me alisé la ropa y me puse bocabajo junto al hueco. Pasé la cabeza por entre las tablas con una facilidad que me dio ánimos, luego los hombros. Me retorcí para hacer avanzar el cuerpo. Me sentí atascada y me moví nerviosamente para sacar un brazo. Cuando lo tuve afuera, empujé con la fuerza de mi mano libre, hundiendo las uñas en el suelo, y logré liberar todo el torso. Me arrastré hacia adelante con una contorsión dolorosa de las caderas para que el resto del cuerpo cupiera de lado por la hendidura. Sentí entonces que el fin de mis esfuerzos estaba próximo y empecé a patalear, buscando desesperadamente liberarme. Por fin salí. Me puse de pie de un salto. Me corrí dos pasos de lado para dejarle espacio a mi compañera para salir. Pero no había ningún movimiento al otro lado del hueco.

¿Qué hacía Clara? ¿Por qué no estaba afuera? Me agaché para mirar pero no se veía nada. Nada salvo la oscuridad uterina de la brecha que me producía aprensión. Me arriesgué a susurrar su nombre. No hubo respuesta. Metí una mano dentro y tanteé el suelo. Nada. Las náuseas me apretaron la garganta. Me volteé, todavía agachada, escrutando alrededor mío cada milímetro de mi campo de visión, esperando ver a los guardias abalanzarse sobre mí. Quise adivinar cuánto tiempo había transcurrido desde que salí. ¿Cinco minutos? ¿Diez minutos? No tenía la menor idea. Pensaba a toda velocidad, indecisa, pendiente del menor ruido, de cualquier luz. Por última vez, acurrucada frente al hueco, llamé a Clara, esta vez lo suficientemente fuerte como para que pudiera oírme desde el otro extremo de la jaula, pero presintiendo ya, de alguna manera, que no habría respuesta.

Me puse de pie. Frente a mí la selva tupida, y esta lluvia torrencial, en respuesta a todas mis oraciones de los días anteriores. Ya estaba afuera y no había marcha atrás. Estaría sola. Debía irme rápido. Me aseguré de que el caucho con el que me había recogido el pelo estaba en su sitio, pues no quería que la guerrilla encontrara el menor rastro del camino que iba a tomar. Conté despacio: uno… dos… a la cuenta de tres salí volando derecho, hacia la selva.

Corría y corría, presa de un pánico incontrolable, esquivando los árboles por reflejo, incapaz de oír o de pensar, avanzando hasta el agotamiento. Por fin me detuve a mirar hacia atrás. Todavía alcanzaba a ver el linde de la selva, como una claridad fosforescente más allá de los árboles. Cuando mi cerebro comenzó a funcionar de nuevo, me di cuenta de que estaba volviendo mecánicamente sobre mis pasos, incapaz de resignarme a irme sin ella. Reconstruí en mi cabeza cada una de nuestras conversaciones, repasando las consignas que habíamos acordado. Recordaba una en particular y me aferraba a ella con esperanza: si nos perdíamos a la salida, nos reencontraríamos en los chontos. Lo habíamos mencionado una vez, rápidamente, sin darle demasiada importancia.

Por suerte, mi sentido de orientación en la selva parecía funcionar. Podía perderme en una gran ciudad de calles en cuadrícula, pero en la selva era capaz de ubicar el norte. Salí preciso al nivel de los chontos. Como era de esperarse, allí no había nadie. El lugar estaba desierto. Miré con asco el frenesí de bichos encima de los huecos llenos de excrementos, y mis manos sucias y mis uñas negras de barro y esa lluvia que no paraba. No sabía qué hacer, al borde de caer en la desesperación.

Escuché voces y me devolví a refugiarme en el espesor de la selva. Traté de ver qué pasaba en el campamento y le di la vuelta para acercarme a la jaula, sin que nadie me viera, hasta quedar frente al lugar de donde había salido. La tormenta había amainado y ahora caía una llovizna pertinaz, que dejaba viajar los sonidos. Alcancé a oír la voz del comandante. Era imposible saber lo que decía, pero estaba claro que el tono era amenazante. Una linterna iluminó el interior de la jaula. Luego, el haz de luz se proyectó violentamente por la quebradura de las tablas y se paseó por el claro de izquierda a derecha, pasando a algunos centímetros de mi escondite.

Di un paso hacia atrás. Estaba sudando a chorros, tenía el corazón al galope y sentía unas fuertes ganas de vomitar. Fue entonces cuando escuché la voz de Clara. En lugar del calor que me asfixiaba, sentí un frío mortal. Empecé a temblar de pies a cabeza. No entendía qué había podido pasar. ¿Por qué la habían agarrado? Aparecieron otras luces, se escucharon otras órdenes y un grupo de hombres provistos de linternas se dispersó: algunos inspeccionaban el contorno de la jaula, las esquinas, el techo. Miraron detenidamente el hueco y luego dirigieron las luces a la selva. Hablaban entre ellos en voz alta.

La lluvia se detuvo por completo y la selva quedó oscura como boca de lobo. Adivinaba la silueta de mi compañera en el interior de la a unos treinta metros de donde yo estaba escondida.

Acababa de encender una vela, lo que era un privilegio inusual: siendo prisioneras, nos estaba prohibido tener luz. Estaba con alguien, pero no era el comandante. Hablaban en voz pausada, como contenida.

Sola, empapada y temblando de frío, contemplaba ese mundo que ya no me era accesible. Era tan fácil, tan cómodo, tan tentador declararme vencida para volver a ese lugar caliente y seco. Contemplé ese espacio de luz, diciéndome que no debía afligirme por mi suerte, y me repetía: «¡Tengo que irme, tengo que irme, tengo que irme!».

Dolorosamente me desprendí de la luz. Me adentré en la espesa oscuridad. Había empezado a llover de nuevo. Ponía las manos delante de mí para evitar los obstáculos. No había logrado hacerme a un machete, pero sí había podido conseguir una linterna. El riesgo de prenderla era tan grande como el susto de usarla. Avanzaba lentamente en medio de ese espacio amenazante, diciéndome que solo la prendería cuando de verdad ya no pudiera dar un paso más. Mis manos encontraban superficies húmedas, rugosas y viscosas, y a cada instante esperaba recibir la descarga de una quemadura de veneno letal.

El aguacero arreció de nuevo. Se oía el estruendo de la lluvia golpeando contra las capas de vegetación que me protegerían todavía durante algunos minutos. Esperaba segundo a segundo que mi frágil techo de hojas terminara cediendo bajo el peso del agua. La perspectiva del diluvio, que no tardaría en caerme encima, me agobiaba. Ya no sabía si lo que rodaba por mis mejillas eran gotas de agua o mis propias lágrimas, y me exasperaba tener que arrastrar conmigo ese vestigio de criatura sollozante.

Ya me había alejado bastante. Un rayo desgarró el manto oscuro de la selva y cayó a pocos metros de mí. En un abrir y cerrar de ojos divisé con horror el espacio circundante. Rodeada de árboles gigantescos, estaba a dos pasos de caer por un barranco. Me detuve en seco, completamente enceguecida. Me acurruqué para recuperar el aliento entre las raíces del árbol que tenía delante de mí. Estaba a punto de sacar por fin la linterna cuando divisé a lo lejos unos rayos de luz que surgían con intermitencia y que se dirigían hacia mí. Ahora alcanzaba a oír las voces de los hombres que me buscaban. Debían venir muy cerca, oí a uno decir que me había visto. Me agazapé entre las raíces de mi viejo árbol, rogándole a Dios que me volviera invisible.

Seguía la dirección de sus pasos gracias al vaivén de los chorros de luz. Uno de ellos se acercó bastante. Apuntó con su linterna hacia mí y me encandelilló. Cerré los ojos, petrificada, esperando escuchar sus aullidos de victoria, antes de que me saltaran encima. Más los rayos de luz me abandonaron, se pasearon más lejos, volvieron un instante y se alejaron definitivamente dejándome en el silencio y la oscuridad.

Me levanté dudosa, frágil, temblando todavía, y me apoyé contra el árbol centenario para volver a recuperar el aliento. Me quedé así un tiempo largo. Un nuevo rayo rasgó el cielo e iluminó la selva en un segundo. De memoria, me abrí un camino por donde había creído avistar un paso entre dos árboles, esperando que otro rayo me sacara nuevamente de la ceguera. Los guardias no estaban as ahí.

Ahí mismo mi relación con ese mundo de la noche empezaba a cambiar. Avanzaba más fácilmente, mis manos reaccionaban con mayor agilidad y mi cuerpo aprendía a anticipar más rápido los accidentes del terreno. La sensación de horror comenzaba a disiparse. El medio que me rodeaba ya no me era totalmente hostil. Percibía esos árboles, esas palmas, esos helechos, esa maleza trepadora como un posible refugio. De un momento a otro, la angustia que me producía mi situación, el hecho de estar empapada, de tener las manos y los dedos ensangrentados, de estar cubierta de barro, de no saber adónde ir, todo eso parecía menos importante. Podía sobrevivir. Debía seguir caminando, seguir en movimiento, alejarme. Al amanecer volverían a iniciar la persecución. Mas en el calor de la acción me repetía «soy libre», y mi voz me hacía compañía.

Imperceptiblemente, la selva se hizo más familiar, pasando del mundo oscuro y plano de los ciegos, a un terreno de relieves monocromos. Las formas se hicieron más definidas y finalmente los colores volvieron a tomar posesión del universo: era el alba. Tenía que encontrar un buen escondite.

Apreté el paso, imaginando los reflejos de los guerrilleros y tratando de adivinar sus pensamientos. Quería encontrar un desnivel en el terreno que me permitiera envolverme en mi gran plástico negro y taparme con hojas. En pocos minutos, la selva pasó del azul grisáceo al verde. Debían de ser las cinco de la mañana. Sabía que los tendría en mis talones en cualquier momento. Sin embargo, la selva parecía tan cerrada. Ni un solo ruido, ni un solo movimiento. El tiempo había quedado suspendido.

Me resultaba difícil mantenerme en estado de alerta, engañada por la sensación tranquilizadora que daba la luz del día. Aun así, seguí avanzando con precaución. De repente, sin previo aviso, una gran claridad reventó el espacio. Intrigada, me di media vuelta. A mis espaldas, la selva tenía la misma opacidad. Comprendí, entonces, lo que anunciaba este fenómeno: a pocos pasos, los árboles se abrían para darles paso al cielo y al agua.

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