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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (5 page)

Jaime es inteligente, astuta y cautelosa en extremo. Digamos que es precavida hasta la exageración. O solía serlo. Hace seis meses que no la veo. No tengo ni idea de lo que está ocurriendo en su vida. Mi sobrina Lucy nunca la menciona, ni lo que pasó, y yo no pregunto.

Macon abre una habitación pequeña de ventanas grandes con cristales dobles a ambos lados de la puerta de acero. En el interior hay una mesa de formica blanca y dos sillas de plástico azul.

—Si espera aquí, voy a traer a la señorita Lawler —dice—. Quizá también debo advertirle que es muy habladora.

—Soy muy buena oyente.

—A las internas les encanta que les presten atención.

—¿Tiene visitas a menudo?

—Desde luego, le gustaría. Tener público las veinticuatro horas del día. A casi todas ellas les encantaría. —No responde a mi pregunta.

—¿Importa dónde me siente?

—No, señora.

En las salas de entrevistas es habitual que, si hay una cámara oculta, esté montada en diagonal al sujeto, que en este caso sería la reclusa y no yo. Estoy bastante segura de que aquí no hay ninguna cámara, y me pongo a buscar micrófonos ocultos. Fijo la atención en el techo encima de la mesa, observo el rociador contra incendios de metal y a un lado un agujero minúsculo rodeado de un anillo de montaje blanco. Mi conversación con Kathleen Lawler será grabada. Será escuchada por Tara Grimm y posiblemente por otros.

4

Desde que Kathleen Lawler fue puesta bajo protección, pasa encerrada veintitrés horas al día en el interior de una celda del tamaño de un cobertizo para herramientas, con vistas a través de una malla metálica a la hierba y las vallas de acero. Ya no puede ver las mesas de hormigón, los bancos o los macizos de flores que describió en los correos electrónicos que me enviaba. En contadas ocasiones atisba a otra interna o un perro rescatado.

En la hora que se le permite de recreo camina en «aburridos cuadrados perfectos» dentro de un área pequeña como una jaula, con un guardia que la vigila sentado en una silla junto a un surtidor de agua fría de veinticinco litros de color amarillo brillante. Si Kathleen quiere un poco de agua, le pasan un vaso de papel entre los eslabones de la cerca. Se ha olvidado del contacto humano, del roce de los dedos contra los suyos o de lo que es sentirse abrazada, dice con un toque dramático, como si ella hubiera estado en el Pabellón Bravo la mayor parte de su vida en vez de solo dos semanas. Comenta sobre la nueva situación en la que se encuentra que es como estar en el corredor de la muerte.

Añade que ya no tiene acceso al correo electrónico ni a las demás reclusas, a menos que griten de una celda a otra, o con mucho sigilo hagan carambola pasando notas plegadas que llaman «cometas» por debajo de las puertas, una hazaña que requiere un ingenio y una destreza bastante notables. Le está permitido escribir un número limitado de cartas al día, pero no puede permitirse el lujo de comprar los sellos y recalca que está muy agradecida cuando «las personas ocupadas como usted se toman la molestia de pensar en las personas como yo y nos prestan un poco de atención». Cuando no está leyendo o escribiendo, mira la tele en un televisor de trece pulgadas, de plástico transparente, con tornillos que no se pueden manipular. No tiene altavoces internos y la señal es débil, la recepción muy mala en su nuevo entorno, la peor de todas, y conjetura que se debe a «todas las interferencias electromagnéticas del Pabellón Bravo».

—Me espían —afirma—. Todos estos guardias tienen la oportunidad de verme desnuda. ¿Encerrada aquí sola, quién puede ser testigo de lo que pasa de verdad? Tengo que volver donde estaba.

Solo le permiten darse tres duchas a la semana y se preocupa por su higiene. Le inquieta saber cuándo se le permitirá que la peinen y le hagan las uñas de nuevo las reclusas que no son las estilistas más expertas, y me señala, irritada, su pelo corto teñido de rubio. Se queja amargamente de los efectos que la cárcel ha tenido en su aspecto, «porque es la manera como te degradan aquí, la forma como te convierten en buena». El espejo de acero brillante sobre el lavabo de acero de su celda es un recordatorio constante de su verdadero castigo por las leyes que ha infringido, me dice, como si fuesen las propias leyes sus víctimas, y no los seres humanos que ha violado o matado.

—Intento sentirme mejor diciéndome: Kathleen, no es un espejo de verdad —musita desde el otro lado de la mesa de formica blanca—. Todo lo que refleja de este lugar debe de causar distorsiones, ¿no cree? De la misma manera que algo distorsiona la señal de la televisión. Así que tal vez cuando me miro a mí misma, lo que estoy viendo está distorsionado. Quizás en la realidad no tengo este aspecto.

Espera que yo afirme que su belleza, en realidad, no se ha perdido, que el espejo de acero es el culpable de los reflejos fraudulentos. En cambio, comento que lo que describe suena terriblemente difícil y si me encontrase en una situación similar estoy segura de que compartiría muchas de sus mismas inquietudes.

Que echaría de menos la sensación del aire fresco en mi cara, ver puestas de sol y el mar. Que echaría de menos los baños calientes y las peluqueras expertas, y me solidarizo con ella en cuanto a la comida, sobre todo porque la comida es para mí más que un sustento y me siento cómoda hablando del tema con libertad. La comida es un ritual, una recompensa, una forma de calmar mis nervios y levantarme el ánimo después de todo lo que veo.

De hecho, mientras Kathleen Lawler sigue hablando, quejándose y culpando a otros de su vida desgraciada, pienso en la cena y me ilusiono con ello. No voy a comer en mi habitación del hotel. Sería lo último que haría después de haber estado tanto rato encerrada en una camioneta sucia y pestilente, y ahora dentro de una prisión con una palabra en clave invisible tatuada en mi mano. Cuando me aloje en mi hotel, en el centro histórico de Savannah, pasearé por River Street para encontrar algo cajun o griego. Mejor aún, italiano.

Sí, italiano. Beberé unas cuantas copas de vino tinto con cuerpo, un Brunello di Montalcino estaría bien, o un Barbaresco, y leeré las noticias o los emails en mi iPad para que nadie trate de hablar conmigo. Para que nadie intente ligarme como suelen hacer cuando viajo sola, como y bebo sola, y hago muchas cosas sola. Me sentaré a una mesa junto a una ventana, le escribiré un mensaje a Benton, beberé vino y le diré que tenía razón en que algo iba muy mal. Le haré saber que me han tendido una trampa o manipulado, que aquí no soy bienvenida, y ahora es un combate a cara descubierta. Tengo la intención de capturar la verdad con las manos desnudas.

—Imagínese lo que es no saber de verdad el aspecto que tienes —dice la mujer encadenada sentada frente a mí, y su aspecto físico es su mayor angustia, no la muerte de Jack Fielding o del chico al que atropelló cuando estaba borracha.

—Tuve una gran oportunidad. Desperdicié una posibilidad muy real de ser alguien. Actriz, modelo, una poetisa famosa. Tengo una voz muy melodiosa. Quizá podría haber compuesto mis propias canciones y haber sido una Kelly Clarkson. Por supuesto, no tenían American Idol cuando crecí, y Katy Perry se acerca más, más parecida a como yo era, de haber sido ella rubia. Supongo que aún podría ser una poetisa famosa. Pero el éxito y la fama son mucho más accesibles si eres hermosa y yo lo era. En los viejos tiempos, paraba el tráfico. La gente se quedaba boquiabierta. Con el aspecto que tenía por entonces, podía tener lo que se me antojase.

Kathleen Lawler muestra una palidez antinatural por culpa de los años pasados aislada del sol, su cuerpo fofo e informe, no con sobrepeso, pero si deshecho y flácido por una vida que ha sido crónicamente inactiva y por fuerza sedentaria. Le cuelgan los pechos y sus muslos sobresalen de la silla de plástico, el cuerpo que antaño causaba sensación es tan informe como ahora el uniforme blanco que ella y las otras reclusas visten cuando están segregadas.

Es como si ya no tuviese un físico humano, como si hubiese evolucionado hacia atrás, para regresar a un estadio primitivo de la existencia como un platelmintos, un gusano plano, dice con ironía, con un fuerte y elástico acento de Georgia, tan elástico que me hace pensar en caramelos.

—Sé que está sentada aquí, mirándome, y lo más probable es que se pregunte de qué estoy hablando —dice mientras recuerdo las fotografías de ella que he visto, incluidas las imágenes policiales de su arresto en 1978 después de que ella y Jack fueran sorprendidos teniendo relaciones sexuales.

—¿Pero cuándo me encontré con él en aquel rancho en las afueras de Atlanta? Bueno, yo ya era algo digno de verse. No me importa decirlo porque es verdad. El pelo largo sedoso de color maíz, los pechos grandes y un culo como un melocotón de Georgia, unas piernas estupendas y unos enormes ojazos de color castaño dorado, que Jack solía llamar «mis ojos de tigre». Es curioso observar cómo algunas cosas van pasando como si hubiesen sido programadas en el útero o tal vez en la concepción y no hay manera de escapar de ellas. La rueda de la ruleta gira y se detiene, sale tu número y eso es lo que eres, no importa cuánto te esfuerces por cambiar, incluso si no lo intentas en absoluto. Tú eres lo que eres, eres lo que no eres, y otros acontecimientos y otras personas solo realzan el ángel o el demonio, el ganador o el perdedor que llevas dentro. Todo tiene que ver con el giro de la rueda, ya sea batear la carrera ganadora en las series mundiales o que te violen. Decidido por ti y olvídate de deshacerlo. Usted es una científica. No estoy diciendo nada que no sepa de la genética. Estoy segura de que está de acuerdo en que no se puede cambiar la naturaleza.

—Las experiencias que viven las personas también tienen un impacto significativo —le contesto.

—Lo ves con los perros —continúa Kathleen, nada interesada en mis opiniones, a menos que ella me diga cuáles son—. Te dan un galgo maltratado y reaccionará a ciertas cosas de cierta manera y tiene sus sensibilidades. Pero es un perro bueno o un perro malo. Quizá fue un ganador en la pista o no. Tal vez se le pueda entrenar o no. Puedo conseguir que saque lo que ya existe, fomentarlo, darle forma. Pero no puedo transformar al perro en algo para lo que no nació.

Termina diciéndome que ella y Jack eran dos gotas de agua y que le hizo a él lo que le hacían a ella, que entonces no se dio cuenta, que era imposible tener la percepción pese a ser una asistente social, una terapeuta. Afirma que abusó de ella sexualmente el pastor metodista de su iglesia cuando ella tenía diez años.

—Él me llevó a tomar un helado, pero no es eso lo que terminé lamiendo —dice con toda crudeza—. Estaba enamorada con locura. Me hacía sentir excitada y especial. Pero en retrospectiva no creo que especial fuera lo que sentía de verdad, lo que estaba sintiendo. —Entra en detalles a cuál más gráfico de su relación erótica con él—. La vergüenza, el miedo. Me ocultaba. Ahora lo veo. No me relacionaba con otros chicos y chicas de mi edad, pasaba muchísimo tiempo sola.

Sus manos libres están tensas en su regazo, solo tiene los tobillos encadenados, y oye el tintineo y el rozar de las cadenas contra el cemento cada vez que mueve los pies sin descanso.

—Dicen que la visión retrospectiva es excepcional —continúa—, y lo que en realidad estaba pasando era que no podía contarle a nadie la verdad sobre mi vida, las mentiras, ir a los moteles a escondidas, las llamadas desde los teléfonos públicos y todas aquellas cosas que una niña no debería saber. Dejé de ser una niña. Él me lo arrebató. Continuó hasta que cumplí doce años y él consiguió un trabajo en una gran iglesia en Arkansas.

No me di cuenta cuando me lie con Jack, que en el fondo hice lo mismo con él porque me sentía impulsada y formada de una manera determinada para hacerlo, y él se sentía impulsado y formado de una manera determinada para aceptarlo, para desearlo y, oh, sí que lo hizo. Pero ahora lo veo. Lo que ellos llaman intuición. Me ha costado toda una vida saber que no vamos al infierno, construimos sobre unos cimientos que ya están hechos para nosotros. Construimos el infierno como un centro comercial.

Hasta ahora ha evitado decirme el nombre del ministro. Todo lo que ha dicho es que estaba casado y tenía siete hijos, que debía satisfacer las necesidades que Dios le había dado y consideraba a Kathleen su hija espiritual, su sierva, su alma gemela. Era justo y bueno que se unieran en un vínculo sagrado, y él se habría casado con ella y hecho público su amor, pero el divorcio era un pecado, me explica Kathleen con voz átona. No podía abandonar a sus hijos. Iba en contra de las enseñanzas de Dios.

—Una puta mierda —afirma, con odio.

La mirada de ojos de tigre es firme, su rostro, una vez hermoso, con forma de cacahuete, y ahora macilento con una tela de araña de finas arrugas alrededor de la boca que una vez fue sensual y voluptuosa. Le faltan varios dientes.

—Por supuesto que era una mierda de principio a fin y es probable que se buscase alguna otra niña después de que empecé a afeitarme mis partes y me escondía cuando tenía la regla. Ser bella, talentosa e inteligente no me condujo a nada bueno, está más claro que el agua —recalca como si fuese imprescindible que comprenda que la ruina sentada frente a mí, no es quien es, ni mucho menos quien era.

Se supone que debo imaginarme a Kathleen Lawler joven, bella, inteligente, libre y bien intencionada, cuando comenzó su relación sexual con Jack Fielding, que tenía doce años, en un rancho para jóvenes con problemas. Pero lo que veo delante de mí es la ruina causada por una violación que provocó otra y otra, y si su historia del ministro es cierta, entonces él le dañó en la misma forma en que ella dañó a Jack y la destrucción todavía no ha terminado y es probable que nunca lo haga. Es la manera como comienzan todas las cosas y continúan. Un acto, una decepción.

Una mentira crónica que aumenta hasta alcanzar la masa crítica y las vidas se destruyen, desfiguran y profanan, y se construye el infierno, lleno de luces y tan acogedor como el motel que Kathleen describió en el poema que me envió.

—Siempre me he preguntado si mi vida hubiese resultado diferente si ciertas cosas no hubiesen ocurrido —reflexiona, deprimida, con resentimiento—. Pero, quizá, de todos modos, yo estaría sentada aquí mismo. Tal vez Dios decidió, mientras que mi mamá estaba embarazada de mí: «Esta lo perderá todo. Algunos tienen que perder, y bien podría ser ella». Estoy segura de que lo entiende. Lo ve todos los días en la morgue.

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