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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (9 page)

En cualquier caso, le dije a Marcos Artigas que no iba a salir con él. Como nadie había mencionado que fuera a tratarse de una invitación galante, la cosa fue sencilla y sin tensión.

—Lo comprendo muy bien, inspectora. Un hombre con problemas matrimoniales puede llegar a ser un compañero de copas bastante incómodo. Demasiadas crónicas del pasado.

—No lo tome usted así, es sólo falta de tiempo.

—La llamaré en otra ocasión, Petra, cuando usted tenga más tiempo y yo menos cosas que contar.

Estaba segura de que no me arrepentiría por haberme negado, aun cuando Artigas se parecía a Jeff Bridges, un actor que siempre me ha parecido sexy a más no poder.

Una noche, cerca de las nueve, me di cuenta de que el tiempo se me había pasado trabajando sin pensar. Quizá era víctima de un proceso de mecanización que me alteraba las neuronas de modo lamentable, porque nunca me había sucedido que un trabajo tan reiterativo y estúpido llegara a absorberme hasta ese punto. Apagué el ordenador, amontoné los papeles y, antes de apagar la luz de mi despacho, eché esa mirada general que todo trabajador lanza sobre el lugar donde han transcurrido las últimas horas de su vida y que al día siguiente debe recibirlo de nuevo; una mirada que debería oscilar entre la sensación del deber cumplido y un recuento de las cosas pendientes que la nueva jornada nos hará retomar, pero que la mayor parte de las veces no refleja sino tedio.

Salí al pasillo y me encontré con la actividad habitual: gente que se marchaba, gastando bromas y canturreando, los policías de servicio, las señoras de la limpieza que empezaban a llegar... Aquel ballet nunca me había interesado demasiado, pero aquel día lo observé como si fuera nuevo para mí. Casi todos parecían contentos, adaptados al medio, seguros en su piel... Casi todos menos yo. Petra —me dije—, o cambias inmediatamente y te animas un poco, o vas camino de una depresión. Me acerqué hasta el cubículo del subinspector con la intención de invitarlo a una cerveza, pero se había marchado ya. Eso no era óbice, la tomaría yo sola. Crucé la calle hasta La Jarra de Oro y me senté en la barra. El camarero se sorprendió:

—¿Aún por aquí, inspectora?

—Ya ve.

No solía tomar nunca una copa a la salida del trabajo. Siempre tenía prisa por llegar a casa. Beber tras la jornada laboral me daba la impresión de una innegable decadencia. Me traía imágenes de seres fracasados, de personas que, temerosas de encontrarse con su auténtica realidad, fuera ésta la que fuera, intentaban posponerla aunque se tratara de unas horas. Me bebí la cerveza de un trago. Enfilé la puerta y me recibió un aire húmedo y bastante fresco. Descendí al aparcamiento y, cuando iba a abrir mi coche, me sobresaltaron unos pasos muy rápidos a mi espalda. Un hombre venía hacia mí, casi corriendo. Eché mano a la pistola. Agucé la vista y... Reconocí al policía Domínguez, que me hacía señas para que lo esperara.

—Domínguez, ¿pero qué pasa?

—Buenas noches, inspectora. Es que dice el comisario Coronas que no se marche aún. Quiere hablar urgentemente con usted.

—¿Estaba aún el comisario en su despacho?

—No. Ya se había ido a casa, pero por algo ha tenido que volver.

—Vamos allá.

Caminamos juntos hacia comisaría. Domínguez era alto, desgarbado, y aún tenía granos juveniles en la cara.

—¿Sabe usted qué ha pasado, Domínguez?

—Ni idea. Sólo sé que ha regresado al rato de salir y que cuando ha vuelto venía acompañado de un señor. He oído decir a alguien que es un inspector de otra comisaría, pero no haga mucho caso, ya sabe que la gente a veces habla por hablar.

No era vano chismorreo en aquella ocasión. Cuando entré al despacho de Coronas, éste se encontraba acompañado de un hombre de unos cincuenta años, que me miraba con gravedad.

—Petra, le presento a Juan Atienza, de la comisaría de Gràcia. Es inspector como usted.

Nos dimos la mano y le sonreí, pero él no me devolvió la sonrisa, continuó serio, tanto, que me recorrió un ramalazo de inquietud. Coronas nos pidió tomar asiento.

—Petra, ha sucedido algo que Atienza quiere hacerle saber.

—¡Caray, comisario, cuánto misterio, estoy empezando a alarmarme!

Atienza empezó a hablar. Nunca nos habíamos visto antes. Estaba nervioso.

—No, tranquila, o bueno, tampoco te tranquilices demasiado. Mira, lo que pasa es que anteayer encontraron un cadáver; un tipo con pinta extranjera que no hemos identificado aún. Le reventaron los genitales de un tiro, literalmente. El caso lo llevábamos en plan estándar, parecía una venganza, quizá asunto de drogas. Tenía el proyectil alojado en el cuerpo, se mandó a balística para analizar y... Bueno, lo cierto es que fue disparado con la pistola que tú denunciaste como robada. Se han cerciorado hace un rato de que es así.

Se me cortó la circulación en la punta de los dedos; me hormigueaban. Debería haber hecho alguna pregunta, pero estaba completamente en blanco. Los dos hombres me miraban. Sólo tuve lucidez para exclamar:

—¡Dios!

Coronas se dio cuenta de que me encontraba bloqueada. Se levantó, me puso una mano en el hombro:

—¿Se encuentra mal, Petra?

—No, no es nada. Estoy... Estoy como si me hubieran pegado un puñetazo en la nariz.

—No es para menos —dijo Atienza.

—Vamos a ver, Petra, este caso le había sido asignado al inspector Atienza y dos agentes más a su servicio, todos de Homicidios. Pero dadas las circunstancias, y en un detalle de compañerismo que le honra, Atienza ha pensado que a lo mejor quiere llevarlo usted. Ha hablado conmigo, yo hablaré con mi compañero Lopera, comisario de Gràcia, y si usted...

—Acepto, por supuesto —respondí sin dejarlo terminar. Atienza me miró, ya más tranquilo.

—Hoy es muy tarde ya; pero mañana te pasas por mi despacho y te doy toda la información. Hacemos el traspaso del caso y...

—¿No puede ser esta noche?

Coronas me miró, preocupado; intervino en seguida:

—Petra, todos comprendemos que éste es un asunto muy especial para usted; pero debe entender que a estas horas todos los departamentos de la científica están cerrados. Además, el inspector Atienza quiere irse a descansar y, en fin, mañana todos tendremos las cosas más claras.

—¿Dónde lo han encontrado?

—En un callejón de la parte baja de Gràcia. Estaba tumbado a las puertas de un almacén.

—¿Cuánto tiempo llevaba muerto?

—Según el informe del forense que hizo el levantamiento, no más de cuatro horas.

—Y eso quiere decir...

—Lo mataron sobre las dos de la mañana. No hay primeros testigos. Nadie vio, ni oyó, ni sospechó.

—¿Lo encontraron los vecinos?

—El servicio de limpieza del ayuntamiento.

—¿No hay más datos?

—Estamos empezando a investigar.

—Pero ¿están seguros de que...?

—No hay duda, ha sido con tu pistola. Ya sabes que los de balística no fallan jamás.

Coronas me miró con censura:

—Déjelo, Petra, mañana será otro día.

Salí por segunda vez de comisaría, pero entre la primera y aquel momento era como si hubiera transcurrido un año. Mi estado de ánimo había sufrido una transformación radical. Antes oscilaba entre el adocenamiento y la depresión, ahora experimentaba una excitación absoluta. Mañana, mañana, me repetía, como si el tiempo no fuera a pasar arrastrándose para mí segundo a segundo durante toda la noche. Si regresaba a casa, tomaba un libro y me ponía a leer, sería incapaz de concentrarme. Tampoco me interesaría ninguna película de la televisión, y mucho menos debía intentar acostarme. ¿Cómo iba a dormir si en mi mente bailaban las preguntas como máscaras en un baile? Lo mejor era no regresar aún.

Telefoneé a Garzón y lo puse en antecedentes.

—¿Le apetece salir a cenar?

—No será para celebrarlo.

—Necesito comentar con alguien esta historia antes de que me estalle la cabeza. ¿Le viene muy mal?

—Había cocinado unas acelgas, pero en este momento las tengo delante y la verdad es que no tienen una pinta demasiado apetitosa, parece como si se estuvieran aburriendo.

—Le espero dentro de media hora en el Salambo, en la calle Torrijos, cerca de la plaza de la Revolució.

Llegó puntual, y por el placer con que comía minutos después su plato de pasta con setas, no parecía añorar las repudiadas acelgas.

—Lo que tenía que pasar pasó —dije en plan francamente fatalista.

—Y usted no podría haberlo evitado.

—Lo sé; pero al menos habíamos iniciado investigaciones, seguíamos pistas. ¡Si no nos hubieran ordenado parar...!

—Pistas muy circunstanciales, nada que nos llevara por un camino seguro.

—¿Qué cree que ha sucedido, Fermín?

—¿Me lo pregunta en serio? ¡No tengo ni idea! El hecho de que le hayan reventado los cojones hace pensar desde luego en una venganza. Porque si fuera un crimen pasional de alguien del barrio, el amante de alguien de la zona, entonces los vecinos sabrían algo, lo habrían visto alguna vez. Esto debe de ser cosa de mafiosos de uno u otro pelaje.

—Vale, pero ¿por qué con mi pistola? ¿Cómo ha llegado mi pistola desde las manos de la niña ladrona a las de un asesino metido en una mafia?

—Pues parece probable que la niña sea una allegada al mundo de la delincuencia. Será hija de un traficante, hermana de un camello... O simplemente vendió su pistola para hacerse con pasta.

—¡Pero qué hija ni qué hermana, nos han dicho que esa niña no tenía familia!

—¡Vaya usted a saber!; en esas familias desestructuradas, como dicen ahora, siempre pasan cosas. A lo mejor pudo estar abandonada un tiempo, o fugarse de su casa y que nadie la reclamara.

—No, no tiene sentido. Pero bien, pongamos que Delia está dentro del círculo familiar de un delincuente. En ese caso, ¿la enviaron a robar mi pistola o se le ocurrió a ella como aportación al clan?

—Las dos cosas son posibles. De todas maneras, inspectora, supongo que se da cuenta de que estas conjeturas son bastante tontas. No tenemos ni un mínimo del que partir.

—Todas estas conjeturas son las que me hubiera hecho en la cama de no haberle llamado a usted.

—Si le alivia hacerlas... Prosigamos, como dicen los jueces. Aunque yo que usted lo que haría sería acabar su plato y no darle más vueltas.

—No tengo apetito.

—Pediremos un té y unos pastelitos que he visto al entrar. ¡Me encantan los dulces, toda esa miel, las almendras, el chocolate, el hojaldre al punto...!

—¿Qué hace falta para quitarle a usted el apetito, subinspector?

—Comida. Todo lo demás, falla.

—Ojalá yo fuera así.

—No se angustie, Petra, nos han asignado el caso y lo resolveremos. Pero si pone usted demasiada ansiedad y empeño personal, entonces no dará una a derechas y tendré que resolverlo yo solo.

—Lo que me faltaba por oír.

—No, lo que le falta por oír es un poco de música clásica de ese coñazo que a usted le gusta justo para antes de irse a la cama. La tranquilizará. ¿Quiere una píldora para dormir?

—¿Píldoras para dormir?

—Me las dio Beatriz.

—¿Por qué, tiene problemas para conciliar el sueño?

—No, pero Beatriz se empeñó en que me quedara con ellas por si alguna noche no conseguía dormirme. Ella piensa que con las cosas tremendas que debo ver en el servicio cualquier día me asaltan un montón de pesadillas. Tiene la idea de que todas las mañanas me encuentro con un cadáver descuartizado en la mesa de mi despacho.

—Le habrá explicado usted que no es para tanto.

—Mil veces, pero da igual. Ya me voy dando cuenta de que lo que les gusta a las mujeres es protegerte de todos los problemas, existan o no.

—Renuncio a contestarle a eso.

—Mejor.

Hasta que tuve todos los datos con los que contaban en la comisaría de Gràcia no pude encontrar una mínima paz. El cadáver era un hombre joven, de unos treinta y tantos. Cuando le dispararon iba indocumentado y sus huellas dactilares no figuraban en nuestros archivos. Por los rasgos físicos: rubio, ojos azules, piel muy blanca, pómulos marcados y estatura considerable, podía tratarse de un europeo del Este. No tenía otros datos físicos que pudieran identificarle. El resultado de la autopsia estaría listo aquel mediodía.

Coronas se portó bien y el caso pasó sin problemas a mis manos y las de Garzón. Yolanda y Sonia nos ayudarían como equipo básico. Aquello me produjo una gran satisfacción y, paradójicamente, empecé a sentirme más animada. En condiciones normales, cuando una víctima es hallada sin identificar y con carencia casi total de indicios, el investigador afronta el caso de un humor deplorable; pero para mí tomar aquel asunto bajo mi responsabilidad constituía de por sí un alivio. Al fin podría llegar a desentrañar el extraño robo de mi Glock.

Le agradecí a Atienza que dejara su muerto en mis manos. Su comportamiento había sido poco corriente. Los policías solemos actuar como aves carroñeras frente a un cadáver, y él lo brindaba a mis garras depredadoras con magnanimidad. Fue sincero cuando me explicó sus motivos:

—Es muy fuerte que te roben la pistola y se carguen a un tío con ella; pero además hay que tener en cuenta que dentro de muy poco habrá que pasarles los muertos a los
mossos d'esquadra
, de modo que más vale que vayamos repartiéndonos los que hay mientras dure.

No me pararía a pensar lo que haríamos en el futuro; de momento, aquel muerto era mío y nadie iba a quitármelo. Garzón estaba satisfecho también. Le dije:

—Cuando quiera vamos al Instituto Anatómico Forense a buscar los resultados de la autopsia.

—Primero habrá que comer.

—Un bocadillo en cualquier parte.

No tuvo más remedio que avenirse. Sin embargo, cuando íbamos en el coche no pudo resistirse a darme su opinión.

—Creo, inspectora, que debe mentalizarse para quitarle un poco de presión emocional a este caso. Ya le he dicho que poner pasión excesiva en el trabajo acaba siendo una dificultad.

—No se preocupe, Fermín, le garantizo que comeremos caliente todos los días. Hoy es una excepción.

—Me refería a otras cosas, ¡cómo es usted! Me cree incapaz de preocuparme por algo que no sea material.

—De ninguna manera, pero sé que seguir un orden en lo gastronómico es importante para usted.

Se quedó meditando mi respuesta, escarbando en ella a la caza de un segundo sentido que pudiera convertirla en irónica. Finalmente decidió atacar de modo genérico, por si las moscas:

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