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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (60 page)

BOOK: Necrópolis
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—¡Jod…!

Pero no pudo decir más. Recibió un puñetazo en plena mandíbula y cayó hacia atrás cegado por un dolor intenso que le hizo perder momentáneamente la visión.

Susana estaba detrás, al otro lado de la puerta, de manera que quedaba enfrentada con el padre Isidro en línea recta. Estaba estupefacta: el sacerdote estaba erguido sobre sus piernas, con su sotana sucia y raída, y ambos brazos extendidos hacia abajo, con los puños cerrados en actitud desafiante. Además, acababa de asestarle a José un golpe sensacional. Era imposible, ella misma lo había visto caer hacia atrás por el impacto.

Se aprestó a disparar con el rifle pero el padre Isidro se giró con la rapidez de una centella. Casi había conseguido escabullirse cuando su disparo le alcanzó en el brazo antes de desaparecer de su vista. Avanzó por encima de los restos del incendio y se agachó junto a José para tenderle una mano, sin dejar de apuntar a la entrada del salón.

—¿Estás bien?

—Coño —soltó José, pasándose una mano por la mandíbula. Su ojo derecho era un charco sanguinolento— . Casi me tumba.

—Es él, Isidro —repuso Susana vigilando también su espalda. Era muy consciente que la zona no estaba limpia del todo, y que los
zombis
podían aún sorprenderlos.

—¿Le has dado? —dijo José, incorporándose.

—Creo que sí, está tan oscuro, pero ha huido el cabrón, ve, coge tu arma yo te cubro.

Empezó a girar pegada a la pared para cubrir el salón todo lo posible sin entrar en él. Una vez conquistó esa posición, José se acercó al rifle y lo recuperó. El salón, no obstante, estaba vacío.

—No puede haber ido por el pasillo, lo habría visto —dijo Susana todavía más perpleja.

—¡Es un puto
zombi!
—apuntó José.

—¿Un
zombi?
—preguntó Susana—. No parecía un
zombi.

—Sus ojos eran como los de esas cosas, blancos y espeluznantes.

—Los zombis no huyen, y desde luego no pegan puñetazos.

—Pues que me jodan Susi —protestó él— pero le di en el pecho, lo vi perfectamente, y nadie con un disparo en el pecho pega tan fuerte. Casi me da la vuelta a la cabeza. Y sus ojos son blancos, joder, ¡blancos!

—Ese hombre —dijo Susana, pensativa— debe de haber cambiado de alguna forma.

Una parte de su mente escoró inevitablemente hacia Aranda, que había partido hacia su periplo personal esa misma mañana, unas horas antes que ellos. Quizá todavía existía una posibilidad de que siguiera vivo, si por fortuna las columnas de humo no le habían alertado en la distancia. Si el sacerdote había cambiado de alguna forma y era ahora una especie de
zombi,
entonces todas sus viejas esperanzas se habían esfumado: la vacuna del buen doctor no funcionaba, era solo una bomba de relojería con un reloj que marcaba el paso del tiempo hacia atrás, y por ende, Aranda se encontraba en peligro mortal.

—Ha debido de saltar abajo por el balcón —dijo José, acercándose con cautela a la terraza. Estaba vacía, y la distribución de éstas hacía imposible que hubiera podido saltar hacia otro piso. Miró hacia abajo, y aunque la distancia no era mucha, tampoco allí encontró su cuerpo estrellado contra el pavimento.

—Susi, ¡tiene que haber ido por el pasillo!

—No es posible ¡fue hacia aquí!

Aún así revisaron el resto de la casa, y aparte de la escena espantosa que encontraron sobre la cama y detrás de esta, no encontraron ni rastro del sacerdote. Ni siquiera pudieron reconocer a sus compañeros sobre la cama, tan sangrientos y desgarrados estaban sus despojos.

—¡Se ha esfumado! —dijo José.

Pero entonces escucharon un ruido procedente del salón, sordo y crujiente, que identificaron enseguida: era la madera medio quemada de la entrada; algo estaba entrando en la casa.


Zombis,
ya vienen —dijo Susana.

—Yo me ocupo —dijo José municionando su rifle.

Salió al pasillo y lo vio al instante, una forma oscura que avanzaba despacio por el recibidor, vestida con una especie de mono de trabajo. Reconoció al instante la forma característica de andar de los espectros, renqueante, cojeando ligeramente de una pierna.

Apuntó a la cabeza, y disparó.

El gatillo hizo un chasquido grave, pero el arma no se accionó.

—¡Joder! —dijo José comprobando el rifle.

—¡Eh! —dijo el
zombi,
de repente.

Moses levantó la cabeza, perplejo.
El padre Isidro
pensó, pero incluso en las penumbras que reinaban en la habitación, supo que no era él.

—¡Eh! —repitió el espectro, levantando la mano—. ¡José, soy yo, Moses!

José dio un respingo.

—¡La madre que me parió! —exclamó de pronto, reconociendo su figura. Susana emergió de la habitación con una expresión de sorpresa en su semblante.

—¡Moses! —dijo en un susurro, sintiendo que un débil hilo de esperanza empezaba a tejerse en el fondo de su alma.

Se dirigieron hacia él y se abrazaron torpemente, reconfortándose unos con otros. Moses había estado esperando en su escondite, oliendo las primeras trazas de humo y escuchando los disparos. Escuchó también los gritos de Branko e incluso los del Secretario pero sabía que no podía hacer nada; no con su pierna herida y desprovisto de armas. Branko había cavado su propia tumba y también la de los que estaban con él. Escuchó y esperó, esperó largamente, sintiendo los latidos de su corazón, pulsantes en la pierna, arropado por el miedo. A cada minuto se decidía a salir y averiguar el motivo de tanto disparo, pero en el instante siguiente se decía que era mejor esperar, que los lamentos de los
zombis
seguían siendo audibles en el rellano y que no tendría ninguna posibilidad contra ellos.

No fue hasta que dejó de oírlos cuando encontró la oportunidad que venía buscando y abandonó su escondite para avanzar cojeando hasta la puerta de la casa.

—Tío, casi te vuelo la cabeza —reconoció José. —No lo entiendo, ¿qué es lo que...?

Revisó el rifle, comprobando la palanca del seguro y el cargador.

—Hostia —dijo entonces. —Fue el golpe que le dio ese cura bastardo, ha encasquillado el seguro ¡mira!

—Parece que Isidro te ha salvado la vida —observó Susana contenta de verle. No habían tenido oportunidad de hablar mucho en las semanas que habían convivido en Carranque, pero se despertaban una simpatía mutua.

—Entonces, ¿lo habéis visto? —preguntó Moses.

—Sí, lo hemos visto. Pero lo perdimos, es como si se hubiera esfumado —contestó Susana.

—Oh.

—Pero dinos, ¿qué ocurrió, dónde están los otros? —quiso saber José.

Moses bajó la cabeza, apretando los labios.

—No lo sé. Todo explotó de repente. Yo estaba con el doctor Rodríguez, lo dejé solo con el padre Isidro. Escuchamos la primera explosión y salí a ver qué había ocurrido. El bastardo parecía tan débil, tan acabado.

Siguió durante un rato completando las piezas del puzzle que a ellos les faltaba. El viaje por las alcantarillas, la tremenda explosión que hizo retumbar todo, la traición de Branko, el misterio de los cadáveres en el huerto, y cómo él se había ocultado en el piso de al lado, bajo la cama.

—Dios mío —dijo José dejando escapar una bocanada de aire.

—Pero si Isidro no fue, ¿qué causó la explosión?

Susana se había agachado para examinar el torniquete y la herida, y se incorporaba en ese momento.

—No pinta mal, has tenido suerte. Hay un orificio de entrada y uno de salida. Curará bien, creo.

Moses asintió.

—Pero ¿dónde están Dozer y Uriguen? —preguntó Moses entonces, dándose cuenta por primera vez de que el Escuadrón estaba incompleto.

Susana agachó la cabeza rápidamente, y sólo ese gesto le permitió intuir lo que inconscientemente, ya había temido.

—¿Están...? —preguntó torpemente—. ¿Ellos han...?

—Sí —contestó José. Su rostro era ahora el vivo retrato de la amargura, y su barbilla temblaba recorrida por pequeños espasmos. Consciente de ello, desvió la cabeza para no ser visto.

—Jesús —dijo al fin, incapaz de encontrar más palabras.

Susana buscó los brazos de José y volvieron a abrazarse, mientras Moses se pasaba una mano por el puente de la nariz, cabizbajo. Permanecieron así unos instantes, silenciosos.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Moses al fin.

—No lo sé —respondió José con la voz rota.

—Esperemos a que Aranda vuelva —dijo Susana. —Al menos él estará vivo, debe estarlo.

—¿Y después?

—Habrá que seguir viviendo. Empezar de nuevo, en otra parte.

Pero ninguno de ellos parecía sentir que les quedaran ya fuerzas para empezar nada. Rodeados por el embriagador olor a madera calcinada y las penumbras de la habitación volvieron a buscar el calor de los brazos, envueltos en recuerdos que se asomaban a su mente como jirones de nubes pasajeras. Recuerdos de convivencia, de los albores del campamento, de escenas aisladas donde Uriguen le llamaba pecholobo, del comedor lleno de gente que sonreía y esperaba ilusionada poder caminar entre los muertos como lo hacía Aranda. Y Moses buscó a Dios en sus oraciones, y los encomendó a todos ellos y rezó. Rezó intensamente, rogando que Isabel estuviera aún viva.

* * *

Dios era misericordioso; siempre perdonaba y siempre proveía.

Tras saltar por el balcón y caer pesadamente al suelo, se había puesto en pie creyendo que había subestimado el poder que Él había puesto en sus manos. Eran apenas seis metros de altura, pero el golpe fue tremendo, y por un momento una negrura infinita nubló su visión. Le costó un poco restaurar el equilibrio, y temió por un hueso roto o algo peor, pero después de unos instantes, estaba en marcha de nuevo, incólume. Elevó una plegaria, suplicando clemencia por haber dudado del don sobrenatural que le había sido concedido. ¿Quién era él para dudar de Su obra, de Su poder infinito?

Había tenido que saltar, sí. El segundo disparo en el pecho no le había hecho más que salir despedido hacia atrás; ni siquiera había sentido dolor. Pero las balas eran peligrosas. Demasiado bien sabía que un impacto directo en la cabeza acabaría para siempre con su Misión, lo que para él tenía cierto sentido. El alma, se decía, está cargada de sentimientos y sensaciones que se producen en el cerebro, botón de arranque de cualquier cosa que pueda sentirse. Sin el cerebro, el alma escapa hacia los cielos, libre ya de las ataduras terrenales.

Y aquella zorra tenía un arma.

Había prometido a su Señor esforzarse aún más, pero le pidió una nueva gracia. Le pidió que le proporcionara algo con lo que hacer frente a los impíos, como cuando puso en su camino explosivos para volar los túneles por los que las ratas escapaban, hacía ya bastante tiempo.

Desde entonces había buscado por todas partes, sin saber muy bien qué. Anduvo por las calles y husmeó en los locales comerciales, en el interior de las casas que encontró abiertas y hasta espió a través de los cristales de los vehículos abandonados, tan empolvados y grises que apenas se diferenciaban unos de otros.

La noche avanzaba rápido, demasiado rápido, y cuando el nuevo día empezó a clarear ligeramente la oscuridad del cielo, se desesperó. Fue justo entonces cuando lo vio, allí mismo, a su alcance. Era un policía que andaba erráticamente a su lado, con los huesos de las costillas asomando por una herida monstruosa. En su cintura, la culata de su pistola
Glock
reglamentaria asomaba en su cartuchera.

Se la arrebató con un movimiento rápido y la inspeccionó. No sabía mucho de armas, pero se las ingenió para separar el cargador en cuyo lateral había quince agujeros numerados a través de los cuales se podía ver una bala en cada uno. Probó a disparar al policía, y la pistola tronó con un centelleo fulgurante. El espectro se estremeció, sacudiendo la cabeza y abriendo la boca como respuesta al estímulo sonoro.

Aunque parecía hecha de plástico y daba la impresión de ser demasiado liviana para parecer real, resultaba perfecta. Catorce balas; más que suficientes para acabar con aquella putita y su amigo. Corrió entonces de vuelta al edificio y regresó al rellano del primer piso, sembrado con los cadáveres que los impíos habían eliminado.

Con extrema cautela, se asomó por el borde de la puerta y le bastó un segundo para reconocer la figura de uno de ellos, sentado en una butaca con un rifle entre las manos en línea recta con la puerta. Rápidamente, volvió a ocultarse. ¡Seguían allí! Contra todo pronóstico, seguían allí. Se cubrió la boca con una mano ahogando un inesperado brote de risa. Después, rodeó la isla central donde estaban ubicados los tres ascensores y se aprestó a esperar, con la pistola en la mano.

Dormid, ratas
se dijo,
el padre Isidro no duerme, no se cansa, no come, el padre Isidro puede esperar para siempre. Y cuando salgáis de vuestro agujero ¡el padre Isidro os dará caza!

Aquél iba a ser un buen día.

* * *

El amanecer.

A medida que el Sol empezaba a despuntar por el horizonte, entre nubes bajas de aspecto algodonoso, desgranaba destellos de un naranja coléricamente inflamado. Por fin, la esfera de un color bermellón rompió por encima, reduciendo la intensidad de su color hasta convertirse en un tono amarillo a medida que ascendía hacia el cielo. Las sombras eran largas pero sin sustancia, como los fantasmas de las que habrían de ser cuando el Sol estuviera más alto.

Isabel respiraba el fuerte olor del mar, embriagándose con su aroma penetrante, mientras conducía la moto de agua. Le parecía que el mar olía mucho más fuerte desde que el mundo se había acabado, pero eso le gustaba. Imaginaba que en unos años, podrían pescar piezas enormes con introducir la mano en la orilla, y ese respiro forzado a la naturaleza le parecía bien. Agradecía también el amanecer; limpiaba su alma y le traía un mensaje sutil que era solo para ella, y ese mensaje decía que después de la Oscuridad viene de nuevo la Luz.

Gabriel estaba subido a la moto, agarrado a ella con ambas manos. Ella tenía puesta una de las suyas sobre ellas, a modo de hebilla, y porque era agradable sentir su tacto suave bajo su palma cálida. En medio viajaba la pequeña Alba profundamente dormida y sujetada por ambos.

Eran las ocho y media de la mañana.

Llegaron a la playa de Huelin solo trece minutos más tarde. Isabel fue soltando el acelerador a medida que se acercaban a la orilla, y éste disminuyó su rugido hasta quedarse en un sonido crepitante y ronco. Cuando la moto topó con la arena y no pudo avanzar más, apagó el motor y agradeció el silencio de la playa y el murmullo suave de las olas.

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