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Authors: Miguel Aguilar Aguilar

Náufragos

 

Dieciocho textos en los que el autor nos muestra unos personajes perdidos, acabados y a la deriva en lo cotidiano. Una mujer en manos de un sádico, un hombre que juega a ser el malo en una ciudad desconocida, unos jóvenes sin rumbo ni meta, una carta olvidada que cambia vidas, un culo que indica por dónde se debe ir.

Dieciocho textos que juegan con las palabras y la literatura creando sensaciones encontradas en un lector cómplice.

Miguel Aguilar Aguilar

Náufragos

cuentos y otros pecios

ePUB v1.0

Mezki
16.09.12

Título original:
Náufragos

Miguel Aguilar Aguilar, 01-08-2012.

Editor original: Mezki (v1.0)

ePub base v2.0

Para mis padres, para Loli

sin ellos nada sería posible

Amphitryon

En 2046, la empresa Abyss Creations logró el primer androide autónomo de apariencia totalmente humana. El desarrollo de la inteligencia artificial, junto con la nanoelectrónica, hizo de ellos los acompañantes sexuales perfectos. Fueron llamados
RealDoll, a RealLife
. Poco tiempo después, el ingeniero jefe Dr. Lazlo, se encargó del proyecto Amphitryon.

Por la mañana el cielo es azul cobalto, huele a algodón de azúcar y hay una brisa de alas de mariposas. Me maquillo sin prisas, me apetece salir a pasear, a disfrutar del mundo que me regalan. Me visto con el pantalón verde-mar que me compró Viktor, arriba sólo el top azul que tanto le gusta. Salgo a la calle y ando sin rumbo, agradeciendo el sol en la piel, me paro en los puestos de fruta para olerlas, giro en cada esquina, saludo a todos los perros que encuentro, sonrío en los escaparates a la mujer que se refleja. Cuando llego a la avenida arbolada y llena de cafés y tiendas de joyerías, me dan ganas de volar, si pudiera me elevaría sobre el tráfico y llegaría hasta la torre para revolotear con un pañuelo al cuello. En el suelo una paloma picotea desconcertada el alquitrán. Cruzo por el paso de cebra e improviso unos pasos de baile. Estoy feliz. El golpe supongo que es el coche que me atropella, pero también puede ser una descarga eléctrica.

—Viktor, anoche tuve otra vez ese extraño sueño.

—Sabes que eso es imposible.

El hombre sorbe una taza de café caliente y la mira de soslayo. Ella permanece en el vano de la puerta, simula un gesto pensativo y continúa.

—No es lógico, pero es la única manera en que puedo definirlo —le mira a los ojos y ladea la cabeza—. Mientras permanecía en hibernación me asaltaron una serie de imágenes y sensaciones caóticas en el tiempo, a modo de recuerdos sin control.

Viktor deja la taza en el fregadero y se ajusta la corbata. Se le acerca y la coge del hombro.

—Ella, en Abyss sabemos que es imposible que sueñes, no estás programada. Me pidieron que te llevara a las oficinas, piensan que puede ser una anomalía. Ya sabes lo que eso significa.

—Sí.

—No me gustaría perderte, aunque me dieran otro modelo igual, ya nos hemos acostumbrados el uno al otro, ¿no?

—Sí.

—Olvídalo entonces, ¿vale? —Viktor coge un maletín y se va de la casa sin decir nada más. Ella se asoma por la ventana, le ve alejarse y desaparecer por la boca del metro. Cuando se sabe sola, comienza el programa de ahorro de energía. Se va a su habitáculo y conecta los sensores de alarma. Cierra los ojos y pasa al modo hibernación. En el último momento, deseó volver a soñar.

Los médicos revolotean a mi alrededor como cuervos blancos. Estoy tumbada. En sus manos llevan alicates, cables y tarjetas. No son médicos, son ingenieros. Extraños ingenieros silenciosos como extraños cuervos blancos. Quiero hablar pero no puedo, mis músculos no responden, es como si no tuviera. Veo el anagrama que lleva uno en la bata: un círculo rojo con las iniciales RD en el interior. No me dice nada, será la clínica a la que me han llevado. El del anagrama se acerca mucho a mi cara, le huele el aliento a sarcófago, aléjate. Se afana en conectar cables y sensores a mi cabeza. Intento mover mis brazos, pero debo estar atada; pataleo sin resultado, como si no tuviera músculos. Siento un fuego en el estómago, un fuego frío, como si una bola de algodón empapada en alcohol prendiera de improviso. Debe ser miedo. Quiero gritar, pero los pulmones atrofiados no responden.

Se abre una puerta y entra otra camilla: traen a otra mujer desnuda sobre la blancura informe de una sábana. La colocan a mi lado, intuyo que le están conectando la misma maraña de cables que a mí. Me giran la cabeza y puedo ver su rostro. No tiene ni una brizna de pelo y tiene ojos de carbón y tiza, dibujados sobre una piel perfecta y limpia. Ojos muertos, sin brillo ni ilusiones. Su nariz, su boca, me recuerdan el reflejo satírico de un espejo de feria.

Zumbidos, vibraciones, luz, murmullos, agitación: pasan cosas a nuestro alrededor. Me quedo sin aire, ingrávida, sin miedo, indiferente.

Me viene a la cabeza un pensamiento extraño, lo digo en voz alta: el hombre se sorprende, cuando pasa por delante de un espejo, de poseer un rostro y de que ese rostro sea precisamente el suyo. Hay revuelo a mi alrededor. Les ha sorprendido que hable, a mí también me ha sorprendido. Oigo a Viktor:

—Traspaso de gnosis completa, reinicia el Amphitryon o entrará en shock.

—Buenas tardes, Viktor.

—Hola, Ella.

—¿Qué tal la jornada de trabajo? —Viktor refunfuña como respuesta, tira el maletín en una silla y se quita la chaqueta. Ella le ayuda a desvestirse, al quitarle la camisa le acaricia el pecho suavemente.

—Ahora no, querida. Quizás más tarde, ya te avisaré. Por el momento quiero charlar mientras ceno.

Ella se lleva las prendas al dormitorio. Cuando vuelve él está en ropa interior, sentado frente al monitor de noticias, lo mira sin audio, delante tiene unos paquetes de comida china. Picotea maquinalmente de ellos.

—He vuelto a soñar.

Viktor le mira por un momento, vuelve a comer.

—No empieces otra vez, Ella. Es imposible que tu cerebro sueñe.

—Ya lo sé, Viktor, he repasado el archivo de instrucciones y mantenimiento y sé que es imposible. Sin embargo he vuelto a soñar, no sé definirlo de otro modo, deja que lo llame así: soñar. Esta vez creo que tenía lugar en el taller de Abyss Creations mientras me ensamblaban.

Viktor suelta el tenedor y la mira desconcertado. Unas gotas de sudor responden a su turbación.

—¿No podría ser un recuerdo remanente? Al terminar la carga de personalidad se formatea la memoria para que nadie tenga acceso al proceso de montaje. Eso lo sabes bien.

—Lo había pensado, Viktor. Lo extraño es que justo antes de que me instalaran en el cuerpo, yo estaba en otro.

—¿Otro RealDoll?

—No, otro cuerpo… humano.

Viktor golpeó la mesa con las dos manos, se puso de pie y fue dirección al baño. Ella apenas se inmutó con el golpe, sin embargo se calló y tomó una actitud sumisa.

—Si sigues diciendo tonterías te llevo para que te formateen, no me tientes. Voy a ducharme, recoge la mesa y espérame en la cama. ¡Y no quiero volver a oír nada sobre este tema de nuevo!

Yo soy yo. Mis huesos son de acero inoxidable, mis músculos son bombas hidráulicas, mi carne y mi piel de látex y silicona, mi cerebro un potente nano procesador. Mis pensamientos son ceros y unos. Después del sexo me lavo para evitar malos olores, pero no siento el agua. Me enjabono la vagina con un gel que no sé a qué huele, me froto con el cepillo cilíndrico y no sé si es suave o duro. Pero puedo discernir la música del ruido, y un cuadro del verdadero arte. Eso no son ceros y unos, eso soy yo.

Vivo con Viktor y noto cierto cariño, pero ya no hay amor. Recuerdo cuando sus besos conseguían despertar las mariposas de mi estómago, en la época en que tenía. Cuando nuestros sentidos se mareaban de tanto amor.

Estoy prisionera en este cuerpo inmortal.

Quizás siga soñando, quizás sólo sea un error en la bios, que este yo no exista y sólo sea un virus informático.

Viktor duerme inquieto. Parece que sabe algo que no quiere decirme. Y una duda, como una marea de magma solidificándose, va consiguiendo que me separe de él.

¿Por qué me hiciste esto?

Aquel verano

Aquel verano, a pesar de la ola de calor, las hormigas se afanaban incansables. Le tirábamos miguitas de pan por la mesa y nos pasábamos un par de horas mirándolas embobados mientras hacíamos la digestión. Había una que se escaqueaba y se sentaba en el filo de la mesa balanceando las patas. Esa era nuestra preferida. No siempre lo hacía, era como si a veces simplemente le apeteciera sentarse a mirar el mar en vez de dar carreras. De vez en cuando una trabajadora, con su trozo de corteza a cuestas y una gota de sudor brillante insinuada en la antena, se le acercaba y se agitaba a su lado. Nos imaginábamos cómo le gritaba que volviera a la fila, o cómo le avisaba que tuviera cuidado porque se acercaba el capataz, o le preguntaba irónica si había visto ya la ballena, o algo por el estilo. Pero ella, la indolente, giraba la cabeza con lo que debía ser una caída de antenas soñadora, dejaba que el torso se inflara un poco antes de suspirar y volvía a mirar al mar.

Joselito y yo nos mirábamos y sonreíamos. No queríamos hablar, como si presenciáramos algún encantamiento y fuera a romperse si decíamos algo. Igual que el día en el que, medio dormidos después de comer, vimos una ballena resoplar frente a la costa, dejando una nube de pequeñas luces flotando bajo el sol. Luego, camino a la playa, comentábamos lo que habíamos visto y lo que se debían decir las hormigas. Intentábamos poner en sonidos audibles su lenguaje. Joselito decía que tenía que ser como un zumbar metálico, algo así como el rumor constante y férreo del ordenador. Yo argumentaba que su lenguaje era más bien como un silbar de flautas, como en los ensayos del colegio antes de navidad en los que cada uno decía su frase pero sólo se oía un alboroto informe. En eso no nos poníamos de acuerdo. Sin embargo en todo lo demás pensábamos igual. Magines mono neuronales, nos llamaba el tío Miguel, y sin saber qué significaba nos reíamos y nos mirábamos cómplices. Los demás se burlaban de nosotros si nos oían hablar de la hormiga contemplativa, de la ballena que escupía luciérnagas o de los tritones negros que llegaban de noche a la playa. Por eso cada vez hablábamos menos y Joselito amenazaba entre dientes con escaparse lejos de allí.

Aquel verano fue cayendo derretido por el calor, y nosotros seguimos pasando las sobremesas echando miguitas de magdalena a las hormigas y nadando hasta el agotamiento en la playa por las tardes. Los días eran más aburridos si la soñadora no venía a sentarse en el filo de la mesa. Joselito se dedicaba a quemar el envoltorio de los dulces con el mechero de mamá y bombardeaba la fila de hormigas. Nos reíamos un montón cuando el plástico derretido les salpicaba las patas y andaban dando saltitos, pero yo tenía debilidad por nuestra preferida cuando contemplaba el mar. Si alguna hormiga quedaba plastificada yo regañaba a Joselito, ¿y si era ella? Qué va, estará escaqueada en el hormiguero. Entonces yo me fijaba bien y no, no era ella, no tenía los hombros caídos bajo un peso invisible.

Algunas tardes parecía más alegre y nos miraba divertida. Sabía algo que nosotros desconocíamos. Por más que mirábamos al mar, intentando seguir su mirada, no descubríamos nada. Ella parecía saludar a alguien a lo lejos con los brazos, los levantaba y bajaba estirados a los lados, como en una tabla de gimnasia, arriba y abajo. Se insinuaba una sonrisa en su rostro de hierro fundido y sus antenas parecían decir ya veréis, ya veréis. Joselito decía que no, que esa hormiga estaba loca y tan sólo se estaba ganando una colleja de la reina. Yo le decía que la reina no daba collejas, sino diplomas, como el de bachiller que le dieron al primo Luismi el verano anterior, que venía firmado por el rey. Ya se fue a la universidad, quillo, ya mismo me iré yo. Y miraba al mar con la mirada soñadora que debía tener la hormiga, y yo le miraba preguntándome si cuando él se fuera yo le acompañaría.

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