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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Nadie te encontrará (29 page)

BOOK: Nadie te encontrará
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Un poco más adelante encontré un hueso blanco y pequeño, y los pies se me pararon a la vez que el corazón. Examiné el terreno palmo a palmo, y luego encontré un hueso demasiado grande para que perteneciese a mi hijita, y al cabo de dos o tres pasos a punto estuve de tropezarme con el esqueleto de un ciervo.

Seguí la carretera hasta que terminó en una pared de ramas y arbustos secos. Al pie, un trozo de metal relucía bajo el sol. Arranqué los arbustos con desesperación: tenía ante mis ojos la parte de atrás de la furgoneta.

Tras echar un rápido vistazo a la guantera, descubrí que allí no había ninguna cartera ni documentación de ninguna clase, ni siquiera un mapa. Escudriñando entre los asientos hacia la penumbra de la parte trasera del vehículo, vi algo hecho una bola y lo cogí con la mano. Era la manta gris, la que había utilizado para secuestrarme.

La sensación de la lana áspera en mi mano, combinada con el olor de la furgoneta, me resultaban demasiado familiares. Solté la manta como si me quemase y me volví en el asiento. Tratando de ahuyentar de mi mente lo que había pasado en aquella parte de atrás, me concentré en accionar la llave de contacto. Nada.

Contuve la respiración. «Por favor, arranca, por favor…», rogué, y probé de nuevo. Nada. Tenía el cuerpo empapado en sudor dentro de la furgoneta, donde hacía un calor abrasador, y las piernas se me quedaron pegadas al asiento de vinilo, por debajo del vestido. Con la frente apoyada en el volante ardiente, respiré profundamente unas cuantas veces para tranquilizarme y, acto seguido, abrí el capó. Enseguida vi que el cable de la batería estaba desconectado, lo conecté de nuevo y volví a intentar arrancar la furgoneta. Esta vez cobró vida al instante y la radio empezó a emitir música country con un ruido atronador. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había escuchado música, que me eché a reír. Cuando habló el locutor, sólo alcancé a entender: «… y ahora, de nuevo una hora ininterrumpida sin anuncios publicitarios». Pero no tenía ni idea de dónde estaba, y cuando quise sintonizar otra emisora, el dial se volvió loco.

Di marcha atrás con la furgoneta, recorrí la pequeña carretera, pasé por encima de algunos árboles jóvenes y me incorporé a la carretera principal. Hacía mucho tiempo que no conducía, así que me costó lo mío bajar de la montaña. Al cabo de media hora, la tierra se transformó en asfalto y, unos veinte minutos más tarde, la carretera empezó a discurrir en línea recta.

Al final, percibí el olor familiar a mar mezclado con el azufre de una fábrica de celulosa, y llegué a un pueblo. Me detuve en un semáforo y localicé una cafetería a mi izquierda. El olor a beicon se coló por la ventanilla abierta e inhalé el aroma con nostalgia. El Animal no me dejaba comer beicon, decía que me engordaba.

Empecé a salivar al ver como un hombre mayor sentado junto a la ventana se metía un trozo de beicon en la boca, lo masticaba rápidamente y luego se zampaba otro. Yo quería beicon, un plato entero, nada más, sólo tiras y tiras de beicon; luego, masticaría cada trozo despacio, saboreando el líquido salado y dulzón a la vez que soltaría con cada mordisco. Un enorme «jódete y mira cómo como beicon, hijo de puta» dedicado al Animal.

El hombre mayor se limpió las manos grasientas en la solapa de su camisa. El Animal me susurró al oído: «No querrás ponerte como una cerda, ¿verdad, Annie?».

Aparté la mirada. Al otro lado de la calle había una comisaría de policía.

Sesión diecinueve

Espero que esta semana se encuentre mejor, doctora. Supongo que no puedo reprocharle que cancelara nuestra última sesión, sobre todo teniendo en cuenta que seguramente fui yo la que le contagió el resfriado. Yo también me encuentro mucho mejor, respecto a un montón de cosas. Para empezar, la policía me llamó esta semana para informarme de que han detenido al tipo que ha estado entrando a robar en todas esas casas, y sí, sólo era un adolescente.

También le alegrará saber que no he dormido en el armario desde la última vez que nos vimos, y he dejado de darme un baño por las noches. Ahora puedo afeitarme las piernas en la ducha y ni siquiera necesito lavarme el pelo ni ponerme suavizante dos veces. Más de la mitad de las veces puedo mear sin tener que respirar hondo y comer cuando lo necesito. A veces ni siquiera oigo la voz del Animal cuando quebranto alguna de sus reglas.

Lo único que me sigue incordiando es esta estúpida foto que el Animal tenía de mí, la más antigua. Ni siquiera había pensado en ella desde que volví, tenía demasiadas cosas en que pensar, pero luego, después de mencionársela a usted el otro día, di con ella cuando estaba rebuscando en una cajita donde guardo las cosas que me traje de la montaña, durante uno de mis múltiples registros de la casa, pensando: «Seguro que ese cabrón debió de llevarse algo».

En la agencia inmobiliaria para la que trabajaba había cubículos, y yo tenía un tablón de corcho encima de mi mesa con fotos clavadas en él, así que supuse que tal vez el Animal la habría sacado de ahí. Si fue diciendo que estaba interesado en comprar una casa, podría haber estado en la oficina, haberse entrevistado quizá con alguno de los otros agentes. Hasta pudo ser ésa la primera vez que me vio, quién sabe. Pero ¿por qué habría clavado una foto donde estoy yo sola en el tablón de mi despacho? ¿Y por qué me estoy volviendo loca tratando de averiguarlo? A estas alturas, ya ni siquiera importa. Joder, a veces pienso que mi cabeza se inventa cosas con las que obsesionarse. Es como intentar acostar a un grupo de niños pequeños: cuando uno ya está dormido por fin, los demás siguen corriendo y saltando.

Esta semana estaba pensando en que, antes, Christina y yo nos habríamos pasado una tarde entera hablando de la visita de Luke, analizándola escena por escena, y de pronto la eché mucho de menos. Tras recordar el alivio que había sentido cuando hice mi lista al fin, y lo orgullosa que me había sentido de enfrentarme a Luke, marqué el número de su móvil antes de que pudiera arrepentirme.

—Christina al habla.

—Hola, soy yo.

—¡Annie! Espera un segundo… —Oí el murmullo apagado de Christina hablando con alguien y luego volvió a ponerse al teléfono—. Perdona, Annie, es que esta mañana estoy muy liada, pero me alegro muchísimo de que me hayas llamado.

—Mierda, es día de visitas, ¿verdad? ¿Quieres que te llame más tarde?

—Ni hablar, querida, no voy a dejar que te escapes tan fácilmente. Llevo esperando demasiado a que me contestes al teléfono.

Las dos nos quedamos calladas.

Sin saber darle una explicación de por qué había estado evitándola, a ella y a todos los demás, dije:

—Bueno… ¿qué tal estás?

—¿Yo? Aquí andamos, como siempre, igual que siempre.

—¿Y Drew?

—Está bien… Está bien. Ya nos conoces, nosotros siempre igual. ¿Qué tal estás tú?

—Bien, supongo… —Rebusqué en mi cerebro tratando de dar con algo interesante sobre mi vida que compartir con ella—. Le estoy llevando la contabilidad a Luke.

—Ah, pero ¿volvéis a hablaros de nuevo? —Se puso a imitar un acento extranjero—:
Carramba, carramba, carramba, eso está perro que muy bien…

—No es lo que te imaginas, son sólo negocios —dije, más rápido de lo que pretendía.

Soltó su risa burlona y luego dijo:

—Si tú lo dices… Bueno, ¿y cómo está tu madre? La vi con Wayne en el centro el otro día y parecía mmm…

—¿Cabreada? ¿Desquiciada? Ésa parece ser la tónica últimamente. Aunque vino a casa hace un par de semanas a devolverme mi álbum de fotos y unas fotografías de papá y Daisy que no había visto nunca. Eso me dejó completamente de piedra.

—Creía que te había perdido para siempre, seguramente aún está intentando asimilar todo lo que ha pasado.

—Sí. —No me apetecía seguir hablando de mi madre, así que cambié de tema—: Me estaba preguntando cuánto crees que valdría mi casa ahora mismo.

—¿Por qué? ¿No estarás pensando en ponerla a la venta?

Tampoco me apetecía contarle que me habían entrado en casa, así que contesté:

—No es lo mismo desde que mi madre la alquiló, ni siquiera huele a mí.

—Creo que deberías pensártelo un poco antes de… —Se oyó una voz de fondo que le decía algo a Christina—. Mierda, han llegado mis clientes. Ya vamos tarde, así que tengo que colgar, pero llámame esta noche, ¿de acuerdo? Tengo muchísimas ganas de hablar contigo.

Durante y después de la llamada telefónica, eché de menos a Christina más que nunca, y sí pensé en llamarla esa noche, pero su despedida me sonó a que estaba preparando otra de esas charlas del tipo «y ahora tendrías que hacer eso y lo otro», y no me apetecía nada escucharla. Así que cuando oí que llamaban a la puerta el sábado por la tarde y, al asomarme a la ventana, me encontré con Christina, ella, que siempre va de punta en blanco, allí de pie ante mi puerta y con un peto blanco, una gorra de béisbol y una sonrisa de oreja a oreja, no supe qué diablos pensar. Abrí y vi que llevaba un par de brochas en una mano y una enorme lata de pintura en la otra. Me dio una brocha.

—Venga, veamos ahora qué se puede hacer con esta casa tuya.

—Hoy estoy un poco cansada. Si hubieras llamado…

Se coló en la casa como si nada, dejándome con un palmo de narices en la puerta.

Por encima del hombro, dijo:

—Sí, claro, como si fueras a contestarme al teléfono. —En eso no le faltaba razón—. Deja ya de lloriquear y empieza a mover el culo de una vez, mujer.

Se puso a empujar un extremo del sofá y, a menos que quisiera que me rayara el suelo de madera, no tuve más elección que ayudarla a retirar todos los trastos de mi salón. Siempre había querido pintar las paredes de beis, pero nunca había encontrado el momento. Cuando vi el precioso amarillo vainilla que había escogido, me arremangué y me puse manos a la obra, entusiasmada.

Estuvimos pintando un par de horas y luego hicimos una pausa para descansar y nos sentamos en el porche de atrás con una copa de vino tinto. Christina no bebe nada que cueste menos de veinte dólares por botella, y siempre se trae la suya. El sol acababa de ponerse, así que encendí todas las luces. Permanecimos sentadas en silencio unos minutos, viendo a
Emma
masticar su hueso ya roído, y entonces Christina me miró directamente a los ojos.

—Dime, ¿qué pasó entre nosotras?

Me puse a juguetear con el pie de mi copa y me encogí de hombros. Me notaba la cara caliente.

—No lo sé. Es sólo que…

—¿Qué? Creo que dos amigas de verdad tienen que ser sinceras la una con la otra. Tú eres mi mejor amiga.

—Lo estoy intentando. Sólo necesito…

—¿Y has seguido alguna de mis sugerencias o ésas también las has bloqueado? Acaba de publicarse un libro sobre supervivientes de agresiones y violaciones que deberías leer, habla de que las víctimas intentan rodearse de muros para sobrevivir pero luego no pueden…

—Es eso, ¿lo ves? La presión. Son tus interminables y constantes «deberías hacer esto, deberías hacer lo otro»… Yo no quería hablar del tema, pero tú venga a insistir. Cuando quise decirte que no quería la ropa, fuiste como una apisonadora. —Me paré a recobrar el aliento. Christina parecía perpleja—. Ya sé que sólo intentas ayudarme, y lo entiendo, pero joder, Christina… a veces tienes que dejarme espacio para respirar…

Ambas nos quedamos calladas durante un minuto, y luego, Christina dijo:

—A lo mejor, si me explicases por qué no querías mi ropa…

—No puedo explicártelo, ése es el problema, y si quieres ayudar, entonces tendrás que aceptarme tal como soy. Deja de intentar hacerme hablar de esa pesadilla de mierda, deja de intentar curarme. Si no eres capaz de hacer eso, entonces no podemos vernos.

Me preparé para recibir el fuego de la artillería, pero Christina asintió un par de veces y dijo:

—Muy bien, intentaré hacerlo a tu manera. Te necesito en mi vida, Annie.

—Ah —dije—. Bueno, bien. Quiero decir, es estupendo, porque yo también te quiero en la mía.

Sonrió y luego se puso seria.

—Pero hay algo que tengo que decirte. Pasaron un montón de cosas mientras estuviste desaparecida… Todos estábamos muy afectados y nadie sabía cómo encajar todo aquello, y…

Levanté la mano.

—Déjalo. No podemos entrar en asuntos delicados. Es de la única forma en que puedo llevar esto.

—Pero Annie…

—No, nada de peros.

Tuve la sensación de que quería contarme que ella se había llevado el proyecto de los apartamentos —el día anterior había pasado por delante y vi sus carteles plantados—, pero lo último que quería era ponerme a hablar de las inmobiliarias. Además, tenía sentido que se lo hubiese quedado, y me alegré por ella. Joder, mucho mejor ella que aquel otro agente misterioso con el que yo estaba compitiendo.

Me miró fijamente unos segundos y luego negó con la cabeza.

—Está bien, tú ganas. Pero si no me vas a dejar hablar, entonces te haré pintar otra pared.

Lancé un gemido, la seguí de nuevo al interior de la casa y terminamos el resto del salón.

Cuando nos despedimos en el porche y estaba a punto de subirse a su BMW, se volvió.

—Annie, respecto a lo de antes, me estaba comportando contigo como siempre me he comportado, es por mi forma de ser.

—Ya lo sé. Pero yo ya no soy la misma.

—Nadie lo es —dijo y cerró la puerta.

Al día siguiente, decidí ordenar un par de cajas con mis cosas que había encontrado en la cochera de mi madre mientras tomaba prestadas unas herramientas de jardinería. La primera estaba llena de mis títulos certificados y mis placas de agente inmobiliaria, que dejé en mi estudio sin colgarlos. La segunda caja, con todos mis viejos utensilios de dibujo, mis pinturas y mis bocetos, me interesó mucho más. Entre las páginas de mi cuaderno de dibujo encontré un folleto de una escuela de Bellas Artes a la que había olvidado que quería ir. Por una vez, el viaje por el paseo de la memoria no estaba plagado de fantasmas horripilantes y el olor a carboncillo y a temperas y óleo me hizo sonreír.

Saqué mi cuaderno y un pincel, cogí mis lápices, me serví una copa de shiraz y me encaminé al porche de atrás. Durante un rato me limité a mirar la página en blanco.
Emma
estaba tumbada bajo los últimos rayos del sol crepuscular, que hacían brillar su pelaje y acentuaban las sombras que se proyectaban sobre ella. Con el lápiz tracé el contorno de su cuerpo en el papel, y entonces recuperé la magia en un instante. Mientras paladeaba la sensación del roce de mi mano sobre el papel crujiente, vi como mis simples líneas creaban una forma y a continuación emborroné algunas con los dedos para difuminarlas. Seguí dibujando, alternando el equilibrio de luces y sombras, y luego me detuve a contemplar unos segundos el pájaro que gorjeaba en un árbol cercano. Cuando volví a centrar la vista en el papel, me quedé asombrada; no, mejor dicho, me quedé perpleja. Había apartado la vista del dibujo de un perro, pero cuando volví a mirarlo, vi a
Emma
. Era ella de pies a cabeza, hasta el mechón de pelo de la punta de la cola.

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