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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (7 page)

La abuela me mantuvo muy ocupada al día siguiente. Ella pasó el polvo, la aspiradora y la fregona; y yo limpié los baños. Mientras frotaba la taza del váter con un estropajo, me pregunté si los vampiros necesitarían ir alguna vez al baño. La abuela me hizo aspirar el pelo del gato del sofá; vacié las papeleras, abrillanté las mesas y hasta le pasé el paño a la lavadora y la secadora, por estúpido que parezca.

Cuando la abuela comenzó a meterme prisa para que me duchara y arreglase, me di cuenta de que pensaba que Bill, el vampiro, salía conmigo. Eso me hizo sentir un poco rara. En primer lugar, demostraba que mi abuela estaba tan desesperada por que yo me relacionara que hasta un vampiro le resultaba aceptable; en segundo lugar, yo albergaba ciertos sentimientos que avalaban esa teoría; en tercer lugar, Bill podía percatarse perfectamente de todo esto; y, por último, ¿podrían los vampiros hacerlo como los humanos?

Me duché, me maquillé y me puse un vestido, porque sabía que a mi abuela le daría algo si no lo hacía. Era un vestido corto de algodón azul con pequeñas margaritas estampadas; más ajustado de lo que mi abuela habría querido, y más corto de lo que Jason consideraba apropiado para su hermana. Había «oído» todo esto la primera vez que me lo puse. Me puse los pendientes de bolas amarillas y me recogí el pelo con un pasador en forma de plátano amarillo.

La abuela me dirigió una extraña mirada, que no supe cómo interpretar. Podía haberlo descubierto rápidamente, pero escuchar la mente de una persona con la que vives está fatal, así que preferí permanecer en la ignorancia. Ella llevaba una falda y una blusa que solía ponerse para las reuniones de los Descendientes de los Muertos Gloriosos, ya que el conjunto no era lo suficientemente bueno como para llevarlo a misa, ni tan sencillo como para ponérselo todos los días.

Yo estaba barriendo el porche, del que nos habíamos olvidado, cuando él llegó. Hizo una entrada al más puro estilo vampiro: no estaba, y al instante siguiente lo vi al pie de las escaleras, mirándome.

Sonreí y le dije:

—No me has asustado.

Pareció un poco azorado.

—Es la costumbre —dijo—. Nunca hago mucho ruido.

Abrí la puerta.

—Adelante —le invité, y él subió las escaleras mirando alrededor.

—Me acuerdo de este lugar —dijo—. Pero no era tan grande.

—¿Te acuerdas de esta casa? A la abuela le va a encantar saberlo.

Lo precedí hasta el salón, llamando a la abuela por el camino.

Ella entró en la sala con mucha dignidad y por primera vez me di cuenta de que se había tomado muchas molestias para peinar su espesa mata de pelo blanco, que, para variar, llevaba suave y bien peinado, formando una complicada espiral sobre su cabeza. También se había pintado los labios.

Bill demostró estar a la altura de mi abuela en lo que a relaciones sociales se refiere. Se saludaron, se dieron las gracias, intercambiaron cumplidos y, por fin, Bill se sentó en el sofá, mientras que mi abuela lo hizo en la butaca, dejando claro que mi lugar estaba junto a Bill. No había forma de salir de aquélla sin que todo el asunto resultara aún más evidente. Me senté junto a él, pero recostada contra el borde, como si en cualquier momento tuviera que levantarme a rellenar los vasos de té helado que estábamos tomando.

El acercó decorosamente los labios al borde del vaso y volvió a dejarlo. La abuela y yo dimos largos sorbos a los nuestros, con nerviosismo.

La abuela escogió un primer tema de conversación muy desafortunado.

—Supongo que se habrá enterado de lo de ese extraño tornado —dijo.

—Cuénteme —dijo Bill, con una voz más suave que la seda. No me atreví a mirarlo, así que me senté con las manos cruzadas sin poder levantar la vista.

La abuela comenzó a detallarle el caso del misterioso tornado y la muerte de los Ratas. Le dijo que todo el asunto era espantoso, pero que estaba clarísimo. Justo entonces, me pareció que Bill se relajaba una pizca.

—Ayer pasé por allí de camino al trabajo —dije, sin elevar la mirada—, junto a la caravana.

—¿Era lo que te esperabas encontrar? —preguntó Bill, mostrando simple curiosidad.

—No —contesté—. No era nada que pudiera haber imaginado. La verdad es que me quedé completamente asombrada.

—Pero Sookie, tú ya has visto antes lo que es capaz de provocar un tornado —dijo la abuela, sorprendida.

Cambié de tema.

—Bill, ¿dónde compraste ese polo? Es muy bonito —llevaba unos Dockers de color caqui y un polo a rayas verdes y marrones; unos mocasines lustrosos y unos finos calcetines marrones.

—En Dillard's —contestó, e intenté imaginármelo paseando por el centro comercial de Monroe, tal vez, y al resto de la gente volviéndose a mirar a esta exótica criatura de piel resplandeciente y preciosos ojos. ¿De dónde sacaría el dinero? ¿Cómo se lavaría la ropa? ¿Se metería desnudo en su ataúd? ¿Tendría coche o sencillamente flotaba hasta el lugar al que quisiese llegar?

La abuela estaba encantada con la normalidad de los hábitos de compra de Bill. Sentí otra punzada de dolor al observar lo contenta que estaba de tener a mi supuesto pretendiente en su salón, aun cuando —según se decía— éste fuera víctima de un virus que le confería el aspecto de un muerto.

La abuela se lanzó a interrogar a Bill. El contestó a sus preguntas con cortesía y aparente buena disposición. Vale, se trataba de un muerto muy
educado.

—¿Y su familia era de esta zona? —preguntó la abuela.

—La familia de mi padre era de los Compton, y la de mi madre, de los Loudermilk —respondió él con prontitud. Parecía muy relajado.

—Todavía quedan muchos Loudermilk—dijo la abuela, muy contenta—. Pero me temo que el anciano señor Jessie Compton murió el año pasado.

—Lo sé —replicó Bill—. Por eso regresé. La propiedad de las tierras revertía en mí, y como las cosas han cambiado últimamente para los de mi especie, decidí reclamarla.

—¿Conoció a los Stackhouse? Sookie dice que posee usted una larga historia —pensé que la abuela lo había planteado de un modo muy elegante. Sonreí sin dejar de mirarme las manos.

—Recuerdo a Joñas Stackhouse —contestó Bill, para regocijo de mi abuela—. Mis padres ya estaban aquí cuando Bon Temps sólo era un bache en el camino que discurría junto a la frontera. Joñas Stackhouse llegó a este lugar con su esposa y sus cuatro hijos cuando yo era apenas un muchacho de dieciséis años. ¿No es ésta la casa que él levantó, al menos en parte?

Advertí que cuando Bill hablaba del pasado, empleaba un vocabulario diferente y su voz adquiría una cadencia distinta. Me pregunté cuántos cambios en la jerga y la entonación del inglés se habrían sucedido a lo largo del último siglo.

Ni que decir tiene, la abuela se encontraba en el paraíso genealógico. Quería saberlo todo acerca de Joñas, el tatatatarabuelo de su marido.

—¿Poseía esclavos? —le preguntó.

—Señora, si no recuerdo mal, tenía una esclava doméstica, y otro para las labores del campo. La esclava era una mujer de mediana edad y el esclavo era un joven robusto, llamado Minas. Pero eran principalmente los Stackhouse los que trabajaban los campos, como hacía mi propia gente.

—¡Oh! Esta es la clase de cosas que a mi pequeño grupo le encantaría descubrir. ¿Le dijo Sookie...? —la abuela y Bill, tras muchos finos circunloquios, acordaron una fecha para que Bill diese una charla en una sesión nocturna de los Descendientes.

—Y ahora, si nos disculpa a Sookie y a mí, quizá demos un paseo. Hace una noche espléndida —lentamente, para que pudiera verlo venir, se inclinó y cogió mi mano. Se levantó al mismo tiempo que tiraba de mí. Su mano era fría, firme y suave. Bill no estaba pidiéndole permiso a la abuela, pero tampoco la estaba ignorando.

—Oh, marchad tranquilos —dijo mi abuela, henchida de felicidad—. Tengo muchas cosas que hacer. Tendrá usted que referirme todos los nombres que recuerde de cuando estaba... —y ahí se detuvo, tratando de no herirlo.

—... Residiendo aquí en Bon Temps —añadí intentando ayudar.

—Por supuesto —dijo el vampiro, y por la forma en que apretó sus labios me pareció que estaba intentando reprimir una sonrisa.

De algún modo, llegamos a la puerta, y me di cuenta de que Bill me había elevado y trasladado velozmente. Sonreí de puro placer. Me gusta lo inesperado.

—Enseguida volvemos —le dije a la abuela. Creo que no se había dado cuenta del extraño movimiento, porque estaba recogiendo los vasos de té.

—Oh, no os deis prisa por mí —replicó—. Estaré perfectamente.

Afuera, las ranas, sapos e insectos estaban interpretando su particular ópera rural nocturna. Bill siguió asiendo mi mano durante el rato que caminamos hasta el jardín, que olía a césped recién cortado y a plantas en flor. Mi gata,
Tina,
apareció de entre las sombras demandando atención. Me agaché a rascarle la cabeza. Luego, para mi sorpresa,
Tina
fue a frotarse contra las piernas de Bill, que no hizo nada por disuadirla.

—¿Te gusta este animal? —preguntó, con un tono neutro.

—Es mi gata —contesté—. Se llama
Tina
y la adoro.

Sin decir nada, Bill se quedo inmóvil esperando a que
Tina
siguiese su camino hasta adentrarse de nuevo en la oscuridad que rodeaba el porche.

—¿Quieres sentarte en el columpio o en aquellas sillas, o prefieres dar un paseo? —le pregunté, ya que me parecía que ahora era yo la anfitriona.

—Oh, vamos a pasear un poco. Necesito estirar las piernas —por un algún motivo, esta frase me intranquilizó, pero comencé a avanzar por el largo camino de entrada hacia la estrecha carretera comarcal que unía nuestras casas.

—¿Te disgustaste al ver la caravana?

Intenté buscar una forma de explicarme.

—Eh... Me siento frágil cuando lo recuerdo.

—Ya sabías que era fuerte.

Ladeé la cabeza, meditando.

—Sí, pero no era consciente de hasta qué punto —le contesté—. También me impresionó que mostraras tanta imaginación.

—Con el tiempo, hemos conseguido ser muy buenos cuando se trata de ocultar lo que hemos hecho.

—Ya... Eso quiere decir que has matado a bastantes personas.

—Unas cuantas —«Asúmelo», parecía querer decir su voz. Me apreté las manos tras la espalda—. ¿Sentiste mucha hambre justo después de convertirte en vampiro? ¿Cómo ocurrió?

Eso no se lo había esperado. Me miró. Sentí sus ojos clavados en mí a pesar de la negrura de la noche. Estábamos rodeados de bosque y sólo se oía el rechinar de nuestros pasos sobre la gravilla.

—La historia de cómo llegué a ser lo que soy es demasiado larga para contarla ahora —dijo—. Pero sí, cuando era más joven, alguna vez, maté por accidente. Nunca sabía cuándo podría alimentarme de nuevo, ¿comprendes? Se nos perseguía sin tregua, como es lógico, y no había nada parecido a la sangre artificial. Además, no había tanta gente.

Pero había sido un buen hombre en vida; es decir, hasta que me infecté con el virus. Por eso, intenté ser lo más civilizado que pude, que mis víctimas fueran malas personas y que nunca se tratase de niños. Por lo menos, conseguí no matar a ninguno. Ahora todo es completamente distinto. Puedo acudir a una farmacia de guardia en cualquier ciudad y conseguir sangre sintética, aunque sabe fatal; o puedo pagar a una puta y conseguir suficiente alimento para tirar un par de días; o incluso hipnotizar a alguien para que me deje morderle por amor y después hacer que lo olvide. Además, ya no siento tanto apetito.

—También puedes encontrarte a una chica con heridas en la cabeza —añadí.

—Oh, tan sólo fuiste el postre; los Rattray hicieron de plato principal.

De nuevo: «Asúmelo».

—¡Uf! —dije, sin aliento—. Dame un minuto.

Y eso es lo que hizo. Ningún otro hombre entre un millón me habría concedido todo ese tiempo. Abrí la mente, bajé la guardia y me relajé. Su silencio se derramó sobre mí. Permanecí en pie, con los ojos cerrados, y exhalé un suspiro de alivio demasiado profundo para ser verbalizado.

—¿Feliz? —preguntó, como si lo supiera.

—Sí —musité. En ese momento sentí que nada importaba lo que aquella criatura hubiese hecho, el valor de la paz que me transmitía era incalculable tras toda una vida condenada a escuchar el insoportable ruido de los pensamientos de los demás.

—Tú también me sientas bien —dijo, para mi sorpresa.

—¿A qué te refieres? —le pregunté, embelesada.

—En ti no hay miedo, ni prisas, ni actitud de condena. No tengo que recurrir al glamour para que te detengas a hablar conmigo.

—¿Glamour?

—Sí, bueno. Es como un hipnotismo —explicó—. Todos los vampiros lo utilizamos, en mayor o menor medida. Antes de que se fabricara la sangre sintética, resultaba vital ser capaces de persuadir a la gente de que éramos inofensivos..., o de que jamás nos habían visto... A veces, incluso era necesario hacerles creer que habían visto otra cosa.

—¿Y eso funciona conmigo?

—Pues claro —contestó, sorprendido ante la pregunta.

—Vale, prueba.

—Mírame.

—Está todo muy oscuro.

—No importa. Mírame a la cara —dio un paso hacia mí y apoyó suavemente sus manos sobre mis hombros. Entonces, me miró. Volví a apreciar el leve halo de su piel y de sus ojos, y le miré fijamente, preguntándome si empezaría a cloquear como una gallina o a desvestirme.

Pero no ocurrió nada. Tan sólo sentía el narcótico efecto de la relajación que su presencia siempre me procuraba.

—¿Sientes la influencia? —preguntó. Parecía agotado.

—Ni una pizca. Lo siento —dije con humildad—. Sólo veo tu brillo.

—¿Puedes percibirlo? —había vuelto a sorprenderlo.

—Claro. Como todo el mundo, supongo.

—No. Esto sí que es raro, Sookie.

—Si tú lo dices. ¿Puedo ver cómo levitas?

—¿Aquí? —Bill parecía divertido.

—Claro, ¿por qué no? A menos que haya alguna razón.

—No, ninguna en absoluto —soltó mis brazos y comenzó a elevarse.

Suspiré extasiada. El flotaba en la oscuridad, resplandeciente, como el mármol blanco a la luz de la luna. Cuando estaba casi a un metro del suelo, comenzó a planear. Me pareció que me estaba sonriendo.

—¿Todos vosotros sabéis hacerlo? —le pregunté.

—¿Sabes cantar?

—No, soy incapaz de entonar.

—Pues nosotros tampoco podemos hacer todos exactamente las mismas cosas —Bill descendió con lentitud y aterrizó en el suelo sin hacer un solo ruido—. La mayoría de los humanos se muestran aprensivos con los vampiros, pero tú no —comentó.

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