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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (76 page)

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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«En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos de lágrimas; lloraba lágrimas rojas, sí, y hasta verdes y azul celeste: Pasó entonces un corzo:

—¿Qué tienes, que así lloras lágrimas rojas, verdes y azuladas? —El turco ha venido a nuestra ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jauría.

—¡Los echaré de las islas —dijo el corzo—, los echaré de las islas al mar profundo!—. Pero antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto.

Y cuando mi madre cantaba así, se le humedecían los ojos, y de sus largas pestañas colgaba una lágrima; pero ella la ocultaba y volvía el pan negro en la ceniza. Yo entonces, apretando el puño, decía: —¡Mataremos a los turcos!—. Mas ella repetía las palabras de la canción: «—. ¡Los echaré de las islas al mar profundo! —. Pero antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto».

Llevábamos varios días, con sus noches, solos en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabía que iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niña desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habían dado muerte a los padres de la pequeña; tantas y tantas cosas nos contó, que durante toda la noche estuve soñando con ello. Mi padre venía también herido; mi madre le vendó el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre coagulada. La chiquilla sería mi hermana, ¡qué hermosa era! Los ojos de mi madre no tenían más dulzura que los suyos. Anastasia —así la llamaban— sería mi hermana, pues su padre la había confiado al mío, de acuerdo con la antigua costumbre que seguíamos observando. De jóvenes habían trabado un pacto de fraternidad, eligiendo a la doncella más hermosa y virtuosa de toda la comarca para tomar el juramento. Muy a menudo oía yo hablar de aquella hermosa y rara costumbre.

Y, así, la pequeña se convirtió en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traía flores y plumas de las aves montaraces, bebíamos juntos de las aguas del Parnaso, y juntos dormíamos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguía cantando, invierno tras invierno, su canción de las lágrimas rojas, verdes y azuladas. Pero yo no comprendía aún que era mi propio pueblo, cuyas innúmeras cuitas se reflejaban en aquellas lágrimas.

Un día vinieron tres hombres; eran francos y vestían de modo distinto a nosotros. Llevaban sus camas y tiendas cargadas en caballerías, y los acompañaban más de veinte turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajá e iban provistos de cartas de introducción. Venían con el solo objeto de visitar nuestras montañas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y contemplar las extrañas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza. No cabían en ella, aparte que no podían soportar el humo que, deslizándose por debajo del techo, salía por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podían probarlo.

Al proseguir su camino, yo los acompañé un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda, envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos señores francos me colocó delante de una roca y me dibujó junto con la niña, tan bien, que parecíamos vivos y como si fuésemos una sola persona. Nunca había yo pensado en ello, y, sin embargo, Anastasia y yo éramos uno solo, pues ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soñaba, siempre figuraba ella en mis sueños.

Dos noches más tarde llegaron otras gentes a nuestra choza, armadas con cuchillos y fusiles. Eran albaneses, hombres audaces, según dijo mi padre. Permanecieron muy poco tiempo; mi hermana Anastasia se sentó en las rodillas de uno de ellos, y cuando se hubieron marchado, la niña no tenía ya en el cabello las tres monedas de plata, sino únicamente dos. Ponían tabaco en unas tiras de papel y lo fumaban; el más viejo habló del camino que les convenía seguir; sobre él no estaban aún decididos.

—Si escupo arriba —dijo—, me cae a la cara; si escupo abajo, me cae a la barba.

Pero había que elegir un camino; y al fin se fueron, acompañados por mi padre. Al poco rato oímos disparos, otros les respondieron, unos soldados entraron en la choza y se nos llevaron presos a mi madre, a Anastasia y a mí. Los bandidos se habían cobijado en nuestra choza, y mi padre los había seguido; por eso se nos llevaban. Vi los cadáveres de los bandidos, vi el cadáver de mi padre, y lloré hasta que me quedé dormido. Al despertar me encontré en la cárcel, cuyo recinto no era más miserable que nuestra casucha. Me dieron cebollas y vino resinoso, que vertieron de un saco embreado: no comamos mejor en casa.

Ignoro cuánto tiempo permanecimos encarcelados, pero sí sé que transcurrieron muchos días y muchas noches. Al salir de la prisión era la Santa Pascua, y yo llevé a Anastasia a cuestas, pues mi madre estaba enferma, no podía caminar sino muy despacio, y tuvimos que andar mucho antes de llegar al mar, al Golfo de Lepanto. Entramos en una iglesia, toda ella un reflejo de imágenes sobre fondo dorado; había ángeles, ¡oh, tan preciosos!, aunque Anastasia no me parecía menos bonita que ellos. En el centro del templo, sobre el suelo, había un ataúd lleno de rosas; era Nuestro Señor Jesucristo —dijo mi madre—, que yacía allí en forma de bellas flores. El sacerdote anunció: «¡Cristo ha resucitado!». La gente se besaba. Todos tenían una vela encendida en la mano; también a mí me dieron una, y otra a Anastasia, aun siendo tan pequeña. Resonaban las gaitas, los hombres salían de la iglesia bailando cogidos de la mano, y fuera las mujeres asaban el cordero pascual. Nos invitaron; yo me senté junto al fuego; un muchacho mayor que yo me rodeó el cuello con el brazo y, besándome, dijo: «¡Cristo ha resucitado!». De este modo nos conocimos Aftánides y yo.

Mi madre sabía remendar redes de pesca; era una ocupación lucrativa allá en el Golfo, y, así, nos quedamos largo tiempo en la orilla del mar, aquel mar tan hermoso que sabía a lágrimas, y que por sus colores recordaba las del ciervo, pues tan pronto era rojo como verde o azul.

Aftánides sabía guiar el bote, yo me embarcaba en él con mi pequeña Anastasia, y la embarcación se deslizaba por el agua, rauda, como una nube a través del cielo. Luego, cuando el sol se ponía, las montañas se teñían de azuloscuro, una sierra asomaba por encima de la otra, y al fondo quedaba el Parnaso, con su manto de nieve; al sol poniente, la cumbre relucía como hierro al rojo vivo. Hubiérase dicho que la luz venía de su interior, pues al cabo de largo rato de haberse ocultado, el sol seguía aún brillando en el aire azul y radiante. Las blancas aves marinas azotaban con las alas la superficie del agua; de no ser por ellas, la quietud habría sido tan absoluta como entre las negras peñas de Delfos. Yo me estaba tendido de espalda en el bote, con Anastasia sentada sobre mi pecho, y las estrellas del cielo brillaban más claras que las lámparas de nuestra iglesia. Eran las mismas estrellitas, y se hallaban en el mismo lugar sobre mí que cuando me encontraba yo en Delfos delante de la choza. Al fin acabó pareciéndome que estaba todavía en Delfos. De súbito se oyó un chapoteo en el agua y lancé un grito, pues Anastasia había caído al mar; pero Aftánides saltó rápidamente tras ella, y pocos instantes después la levantaba y me la entregaba. Le quitamos los vestidos, exprimimos el agua que los empapaba y volvimos a vestirla. Aftánides hizo lo mismo con sus ropas y nos quedamos en el mar hasta que todo se hubo secado; y nadie supo una palabra del susto que habíamos pasado por causa de mi hermanita adoptiva, en cuya vida, desde entonces, Aftánides, tuvo parte.

Llegó el verano. El sol era tan ardiente, que secaba las hojas de los árboles. Me acordaba yo de nuestras frescas montañas, con sus aguas límpidas; y también mi madre sentía la nostalgia de ellas; y así, un atardecer emprendimos el regreso a aquella tierra nuestra. ¡Qué silencio y que paz! Pasamos por entre altos tomillos, que olían aún a pesar de que el sol había chamuscado sus hojas. Ni un pastor encontramos, ni una choza en nuestro camino. Todo estaba silencioso y solitario; sólo una estrella fugaz nos dijo que todavía quedaba vida allá en el cielo. No sé si era el propio aire diáfano y azul el que brillaba, o si eran rayos de las estrellas; pero distinguíamos bien todos los contornos de las montañas. Mi madre encendió fuego y asó cebollas que traía consigo, y mi hermanita y yo dormimos entre los tomillos, sin temor al feo smidraki, que despide llamas por las fauces, ni tampoco al lobo ni al chacal; mi madre estaba sentada junto a nosotros, y esto, creía yo, era suficiente.

Llegamos a nuestra vieja tierra; pero de la choza quedaba sólo un montón de ruinas; había que construir otra nueva. Unas mujeres ayudaron a mi madre, y en pocos días estuvieron levantadas las paredes y cubiertas con otro tejado de adelfa. Con piedras y corteza de árbol, mi madre trenzó muchas fundas de botellas, mientras yo guardaba el pequeño hato de los sacerdotes. Anastasia y las tortuguitas eran mis compañeras de juego.

Un día recibimos la visita de nuestro querido Aftánides. Tenía muchos deseos de vernos, dijo, y se quedó dos días enteros.

Al cabo de un mes volvió nos contó que pensaba ir en barco a Patras y Corfú, pero antes había querido despedirse de nosotros; a mi madre le trajo un pescado muy grande. Nos contó muchas cosas, no solamente acerca de los pescadores de allá abajo, en el Golfo de Lepanto, sino también de los reyes y los héroes que en otros tiempos habían reinado en Grecia como ahora los turcos.

Muchas veces he visto brotar una yema en el rosal y desarrollarse al cabo de días y semanas hasta convertirse en flor, y hacerse flor antes de que yo me hubiese detenido a pensar en lo grande, hermoso y, roja que era; pues lo mismo me ocurrió con Anastasia. Era una bella moza, y yo un robusto muchacho. Las pieles de lobo de los lechos de mi madre y Anastasia, yo mismo las había arrancado a los animales cazados con mi propia escopeta. Los años se habían ido corriendo.

Un atardecer se presentó Aftánides, esbelto como una caña, fuerte y moreno; nos besó a todos y nos habló del mar inmenso, de las fortificaciones de Malta y de las extrañas sepulturas de Egipto. Nos parecía estar escuchando una leyenda de los sacerdotes; yo lo miraba con una especie de veneración.

—¡Cuántas cosas sabes —le dije—, y qué bien las cuentas!

—Un día me contaste tú la más hermosa de todas —respondió—. Me contaste algo que nunca más se ha borrado de mi memoria: lo de la antigua y bella costumbre del pacto de amistad, costumbre que yo quisiera seguir también. Hermano, vámonos los dos a la iglesia, como un día lo hicieron tu padre y el de Anastasia. La doncella más hermosa y más inocente es Anastasia, tu hermana: ¡qué ella nos consagre! No hay ningún pueblo que tenga una costumbre tan bella como nosotros, los griegos.

Anastasia se sonrojó como un pétalo de rosa fresca, y mi madre besó a Aftánides.

A una hora de camino de nuestra choza, allí donde tierra mullida cubre las rocas y algunos árboles dan sombra, se levantaba la pequeña iglesia; una lámpara de plata colgaba delante el altar.

Yo me había puesto mi mejor vestido: la blanca fustanela me bajaba, en abundantes pliegues, por encima de los muslos; el jubón encarnado quedábase ceñido y ajustado; en la borla del fez relucía la plata, y del cinturón pendían el cuchillo y las pistolas. Aftánides llevaba el traje azul propio de los marinos griegos, exhibiendo en el pecho una placa de plata con la imagen de la Virgen; su faja era preciosa, como las que sólo llevan los ricos. Bien se veía que nos preparábamos para una fiesta. Entramos en la solitaria iglesita, donde el sol poniente, penetrando por la puerta, enviaba sus rayos a la lámpara encendida y a los policromos cuadros de fondo, de oro. Nos arrodillamos en las gradas del altar, y Anastasia se colocó delante de nosotros; un largo ropaje blanco, holgado y ligero, cubría sus hermosos miembros; tenía el blanquísimo cuello y el pecho cubierto con una cadena de monedas antiguas y nuevas, y resultaba un magnífico atavío. El cabello negro recogido; en un moño, estaba sujeto por una diminuta cofia, adornada con monedas de plata y oro encontradas en los templos antiguos. Ninguna muchacha griega habría podido soñar un tocado más precioso. En su rostro radiante los ojos brillaban como dos estrellas.

Los tres orábamos, y ella nos preguntó:

—¿Queréis ser amigos en la vida y en la muerte?

—¡Sí! —respondimos.

—¿Pensaréis, suceda lo que suceda: mi amigo es parte de mí; mi secreto es su secreto, mi felicidad es la suya: el sacrificio, la constancia, cuanto en mí hay le pertenece como a mí mismo?

Y repetimos:

—¡Sí!

Juntándonos las manos, nos besó en la frente, y volvimos a rezar en voz queda. Entró entonces el sacerdote por la puerta del presbiterio, nos bendijo a los tres, y un canto de los demás religiosos resonó detrás del altar. El pacto de eterna amistad quedaba sellado. Cuando nos levantamos, vi a mi madre que, en la puerta de la iglesia, lloraba vehementemente.

¡Qué alegría, luego, en nuestra casita y en la fuente de Delfos! La velada que precedió al día de la partida de Aftánides, estábamos él y yo sumidos en nuestros pensamientos, sentados en la ladera de la peña, su brazo en torno a mi cuerpo, el mío rodeándole el cuello. Hablábamos de la miseria de Grecia, de los hombres en quien podía confiar. Cada pensamiento de nuestras almas aparecía claro, ante los dos; yo le cogí la mano.

—¡Una cosa debes saber, una cosa que hasta este momento, sólo Dios y yo sabemos! Mi alma entera es amor. Un amor más fuerte que el que siento por mi madre y por ti.

—¿A quién amas, pues? —preguntó Aftánides, y su rostro y cuello enrojecieron.

—Amo a Anastasia —dije, y sentí su mano temblar en la mía, y lo vi palidecer como un cadáver. Lo vi, lo comprendí, y, pareciéndome que también mi mano temblaba, me incliné hacia él y, besándole en la frente, murmuré:

—Nunca se lo he dicho; tal vez ella no me quiere. Hermano: piensa en que la he estado viendo todos los días, ha crecido junto a mí, y dentro de mi alma.

—Y tuya ha de ser —respondió él—, ¡tuya! No puedo mentirte, ni quiero. Yo también la amo. Pero mañana me marcho. Dentro de un año volveremos a vernos; para entonces estaréis casados, ¿verdad? Tengo algo de dinero, quédate con él, debes aceptarlo, debes aceptarlo —. Seguimos errando por entre las rocas; cerraba la noche cuando llegamos a la choza de mi madre.

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