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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (32 page)

BOOK: Mientras duermes
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Mark lanzó un grito rabioso y arrojó a Cillian contra la pared. El golpe fue más espectacular que doloroso. Cillian pudo atenuar con los brazos la fuerza del impacto. Pero no consiguió mantenerse en pie; cayó al suelo.

Mark estaba perdiendo el control.

—¿Qué le has hecho, pervertido? —gritaba.

«Mátame y pasarás una buena temporada en la cárcel», pensó Cillian. Pero no lo verbalizó. No quería que Mark se detuviera. Sabía que podía provocarle hasta desquiciarle. De hecho, probablemente no había llamado a la policía para poder tomarse la justicia por su mano.

—He estado con ella cuando regresaba del trabajo... miraba la tele... comía sentada en el sofá... hablaba contigo... Imitó la voz de Clara—: Hola, amor... te quiero, te quiero muchísimo...

Mark, aturdido, levantó el pie derecho para aplastarle la cabeza. Cillian se protegió instintivamente con las manos. Pero el pie de Mark seguía suspendido en el aire. Al portero no le quedó claro si ese pie pretendía hacerle daño o evitar que siguiera vomitando una verdad incómoda. Cillian apartó las manos, ofreció su rostro al impacto, y recuperó su tono de voz habitual.

—He estado siempre aquí —señaló la cama—, mientras Clara dormía.

Por alguna razón, Mark se contenía. Permaneció con la pierna levantada, como una guillotina sobre el cuello de un condenado. A la angustiosa espera de una nueva revelación por parte de Cillian.

—Con ella y... dentro de ella. —El portero cambió a una voz más grave—: Cada vez que lo hacemos, me pongo condón...

Mark se tambaleó. La verdad que temía pero que esperaba no escuchar nunca.

—¿Estabas aquí anoche? —consiguió decir.

—Técnicamente es posible... —dijo Cillian imitando de nuevo la voz de Clara. Y añadió con su voz normal—: Pero tú y yo sabemos que no es así. Yo no he sido tan cuidadoso...

Vio cómo la verdad se aclaraba en la cabeza de Mark. Debajo de su pie, a su disposición, tenía la cabeza del padre del hijo de su mujer. Y desató su rabia, descontrolada y salvaje. Bajó con todas sus fuerzas el pie contra el suelo. Cillian giró la cabeza y el pie resbaló hacia un lado, pinzando la oreja izquierda del portero entre el suelo y el zapato.

Fue un dolor lancinante. Cillian creyó que su oreja se había separado del cuerpo, arrancada por el tremendo pisotón. Un silbido agudo e ininterrumpido retumbó en su cabeza.

No había acabado. Mark volvió a levantarle, lo sujetó delante de él, preparado para destrozar el cráneo del portero con un cabezazo.

Un instante. El subconsciente de Cillian envió a su mano una orden no procesada. Una reacción totalmente instintiva, no premeditada.

Mark iba a decir algo, pero lo único que salió de su boca fue un borbotón de sangre. Se llevó la mano a la garganta, atravesada, debajo de su oreja, por el bisturí que la mano de Cillian había agarrado de la mesita de noche. La sangre manaba con abundancia y teñía de rojo su camisa de marca.

Los dos hombres se miraron incrédulos. Mark por lo que tenía clavado en su cuerpo. Cillian por lo que acababa de hacer.

—A... a... ayú... dame...

Mark se desplomó en el suelo. La mirada fijada en Cillian, sus ojos suplicando piedad. El portero se sentó a su lado, en el borde del somier y lo observó.

—Por... por... favor...

Pensó que la desesperación llevaba a la gente a hacer cosas incoherentes e ilógicas. ¿Cómo podía pretender que le ayudara después de haber intentado matarle?

La sangre brotaba de la boca y de la herida y se derramaba por el suelo del dormitorio. Mark intentó agarrar el pie de Cillian, pero éste se apartó a tiempo.

Necesitaba pensar y definir una estrategia. Seguramente Clara no sabía nada de lo que Mark había descubierto. De saberlo, la chica, siendo la primera afectada, no habría dudado en llamar a la policía y al séptimo de caballería. Sin duda se había despertado temprano, se había duchado y había salido a la calle sin mediar palabra con Mark. La pelirroja aún no sabía nada.

Cillian se agachó sobre el hombre herido, tendido en el suelo, y se limpió las manos manchadas de sangre en la camisa de Hugo Boss. Mark seguía mirándole con utópica esperanza.

Le quedaban pequeños rastros de sangre en la piel, así que fue al baño a lavarse. Con agua fría. Sin escatimar jabón. Su labio se había hinchado pero había dejado de sangrar.

Volvió al dormitorio. Agarró el colchón y lo colocó sobre el somier, con el agujero hacia abajo.

Mark agonizaba en un charco de sangre cada vez más grande mientras Cillian, al otro lado, hacía la cama. Puso el cubre colchón elástico y, después, las sábanas y la manta. Esponjó las almohadas entre sus manos, hasta dejar la cama como la de un buen hotel.

Mark le observaba, incapaz de moverse, cada vez más pálido.

Por costumbre, Cillian miró el reloj. Pero no procedía. No tenía ni idea de cuándo volvería Clara a casa. La hora no importaba. Decidió no demorarse inútilmente pero tampoco dejarse llevar por la prisa. Emplearía el tiempo necesario y, después, afrontaría cualquier situación que se le presentara, fuera cual fuese.

Procedió a recoger todas sus cosas de la mesita. Había subido sin su mochila, así que recurrió a una funda de almohada que él mismo había colocado en el armario un par de días atrás.

Sus pies pisaron el charco de sangre que se había formado en el suelo, pero no le afectó. Procedía paso a paso, como los samuráis que deben enfrentarse a muchos enemigos. Sólo ganaría si derrotaba a un adversario tras otro. El asunto de eliminar los rastros de su presencia llegaría más tarde.

—No me he dejado nada, ¿verdad?

No lo dijo con sadismo, sino por la costumbre de hablar en voz alta cuando Clara dormía profundamente. En el rostro del herido se reflejaba que Mark estaba tomando conciencia de que la añorada ayuda nunca llegaría.

Se acercó al moribundo. Consideró cuál era la mejor posición para trabajar y se agachó. Le quitó los zapatos, los calcetines, el pantalón, los calzoncillos. La camisa resultó más complicada. Mark intentó agarrarle y Cillian comprobó que al hombre ya no le quedaban fuerzas. El brazo de Mark volvió a caer al suelo al simple contacto con la mano de Cillian. Desabrochó con facilidad los botones. Intentó quitarle la camisa por las mangas, pero Mark, tendido de espaldas, se lo ponía difícil. Le agarró entonces por el hombro y la base de la espalda y le dio la vuelta. Mark rodó sobre sí mismo y quedó boca abajo.

El bisturí, presionado entre el suelo y la cabeza, penetró aún más en su cuello.

A Cillian le resultó fácil quitarle la camisa en esa posición Acto seguido, cogió por los pies al hombre desnudo y le arrastró fuera del dormitorio. El cuerpo de Mark dejaba un espeso rastro de sangre en el suelo.

Tiró de él hasta el baño. Una vez allí, lo levantó por las axilas y, con esfuerzo, lo sentó dentro de la bañera. Mark, sin fuerzas pero aún vivo, lo miraba impotente, rendido a lo que Cillian quisiera hacer con él.

La mente de Cillian volvió a todas las veces que había levantado y devuelto a la cama a Alessandro. Al placer que le proporcionaba el ser titiritero con otros seres humanos. Como ocurría con Alessandro, Mark se había quedado en la posición y en el lugar decididos por Cillian.

Puso el tapón de la bañera y abrió el grifo del agua caliente. Esa bañera que tan bien conocía, empezó a llenarse. El agua se mezclaba con la sangre. Aprovechó el agua para lavarse las manos, pues se le habían vuelto a manchar, y se quitó los zapatos.

Se secó con el pantalón de Mark y lo utilizó también para borrar grosso modo el rastro de sangre por el pasillo, sus huellas rojizas y el charco que se había formado en el dormitorio. Esta vez sí procuró no pisar la sangre.

Puso la ropa de Mark y sus zapatos manchados dentro de la funda de almohada, que cada vez iba engordando más.

Fue entonces al salón. Cogió un bloc de hojas que había al lado del teléfono, un bolígrafo y el sobrecito del último regalo de Mark a su novia.

Regresó al baño. El lecho blanco se llenaba. El agua había tenido un efecto reanimador sobre el moribundo. Mark giró la cabeza hacia él. Un hilo de voz salió de su boca:

—Aún... aún estás a tiempo de volver atrás...

Cillian se sentó en la tapa del váter y lo observó. Mark después de soltar su frase había perdido de nuevo todas las energías; tenía los ojos clavados en los suyos, pero Cillian no estaba seguro de que le estuviera viendo. Esa habitación se convirtió en una caja de recuerdos. En su cabeza se sucedieron la imagen del corredor nocturno, moribundo, cerca del puente. Esa misma mirada, intensa y a la vez vacía. El cuerpo inerte de Alessandro después de una caída y la sangre manando de su labio. Se vio a sí mismo en esa misma bañera, perdido y angustiado, pocas horas antes.

El cuerpo de Mark se deslizó hacia delante y se sumergió más en el agua.

Cillian salió de su ensimismamiento y se concentró en la hoja cuadriculada que tenía delante. Abrió el sobrecito y sacó la tarjeta que había dentro. «Para que sepas siempre a qué hora llamarme. Te quiero. Te quiero muchísimo. Mark.» Y en el sobre, simplemente, «Para Clara».

Empezó a escribir: «Lo siento». Comparó las caligrafías. Las curvas de la «s» y la «o» de Mark eran más limpias y perfectas. Arrancó la hoja y empezó de nuevo: «Lo siento, Clara». Comparó otra vez. La manera de Mark de cerrar los círculos seguía siendo más perfecta y plástica. La «C» de Clara debía ser más redonda. Arrancó la hoja y volvió s intentarlo: «Lo siento, Clara».

La bañera empezaba a rebosar. Cillian cerró el grifo y volvió a su tarea. Mark seguía vivo. Era incapaz de moverse, pero respiraba. La sangre, por efecto del agua caliente, salía profusamente de la herida.

No había manera de que esa «C» se pareciera. Otra hoja y otro intento: «Lo siento». Con eso bastaba. Claro y conciso. Comparó las caligrafías. A primera vista parecían similares. Pero analizándolas con detalle se detectaban pequeñas disconformidades, debidas más que nada a la diferente presión aplicada sobre el bolígrafo.

Cillian mojó la hoja en el agua, como si Mark la hubiera escrito cuando ya estaba en la bañera. Pretendía difuminar la tinta para que fuera imposible proceder a un minucioso análisis caligráfico, pero el agua borró el mensaje.

Su plan necesitaba un cambio. Además, la funda de la almohada cada vez se parecía más a la saca de Papá Noel. No sólo por el volumen sino por el color rojo que estaba tomando. La sangre que había empapado los pantalones y la camisa de Mark estaba traspasando la tela.

Fue a la cocina. No encontró bolsas de basura ni bolsas de plástico reciclables. Aprovechó el viaje para hacerse con un cuchillo de cocina. Lo cogió con la mano por debajo de su camiseta, para que no hubiera contacto directo entre sus yemas y el utensilio.

Regresó al baño. Extrajo el bisturí de la garganta de Mark. La carne, ablandada por el agua caliente, no opuso resistencia y el hierro salió sin esfuerzo. A continuación debía introducir el cuchillo en la misma herida. La hoja del cuchillo de cocina, al ser más grande, provocaría un corte más ancho y profundo, borrando así el rastro del bisturí. Resultó la tarea más complicada y difícil de esa intensa mañana.

Al clavar el bisturí apenas había sentido ninguna emoción. Había sido un gesto inconsciente, fulminante, inesperado y, por lo tanto, inmune a complicaciones mentales. Pero introducir ese cuchillo, en frío, en la garganta de ese hombre aún moribundo... era otra cosa. En eso no había pensado.

Tuvo que utilizar las dos manos para internarse con precisión en la herida. La cabeza del moribundo se movía ligeramente por el pequeño oleaje del agua, complicando la misión. La bloqueó con su rodilla. No necesitaba mirarse en el espejo —algo imposible en ese momento, por otra parte— para saber que estaba en una postura totalmente esperpéntica. Una pierna fuera de la bañera, como punto de apoyo; la otra pierna, doblada encima de la cabeza de Mark, inmovilizándola; el cuerpo, curvado hacia delante, y agarrando el cuchillo con las dos manos. Se sentía una mezcla entre torero a punto de clavar el estoque en la cerviz del toro inmóvil, y una versión real y truculenta del juego de mesa Operación.

La punta del cuchillo se aproximó insegura a la herida. Despacio. Cillian, empapado en sudor, se concentró. La última estocada. Entró lentamente, como en una imagen ralentizada. En el juego de mesa se habría encendido la nariz roja del paciente. Pero entró. Al principio sin resistencia. Después tuvo que abrirse camino. Hasta que un obstáculo sólido le impidió el paso. Probablemente una vértebra.

Cillian soltó el aire de los pulmones; sólo en ese momento se dio cuenta de que llevaba un buen rato sin respirar. Acto seguido, abrió la tapa del váter y vomitó el resto del café de la mañana.

No era el asco por la sangre, sino ese rechazo hacia la violencia física. Mientras su estómago daba la vuelta sobre sí mismo, Cillian se recordó que él estaba hecho para pensar, no para actuar.

Tiró de la cadena y, sintiéndose mejor, volvió a la tarea interrumpida. Cogió la mano de Mark y apretó los dedos sobre el mango del cuchillo. Con fuerza, para que las huellas quedaran bien marcadas. No sabía si el chico era diestro o zurdo y no quería caer en el error de los criminales de pacotilla. Así que repitió la operación con la otra mano para que la alfombra de huellas sobre el mango fuera caótica.

No había seguido al pie de la letra la técnica del samurái. En lugar de matar a los enemigos uno tras otro, los había ido dejando moribundos. El mensaje de despedida y la saca manchada de sangre reclamaban una solución.

En realidad, podía prescindir del adiós del suicida. Pero, de tenerlo, el escenario funcionaría mejor. Se le ocurrió un experimento. Cogió el dedo índice de la mano derecha de Mark. En este caso se arriesgó a elegir una de las dos manos, pero, para lo que tenía pensado hacer, no era determinante. Introdujo el dedo en la herida del cuello y, acto seguido, como si el dedo fuera un lápiz, empezó a escribir sobre las baldosas de la pared un último mensaje de sangre.

«Lo siento, Clara. No es mío. No lo aguanto.»

Observó su obra. La pintada era clara y seguramente impactante. Había el riesgo de que la analizaran. Pero esas cosas, pensó, sólo salían en las series policíacas. En realidad, no le importaba que dieran con él; sólo pretendía que Clara se creyera durante el máximo tiempo posible que su chico se había quitado la vida por su culpa.

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