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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (13 page)

Felipe V, Borbón y censor

La Historia de España, así, con mayúsculas, recibió el 13 de marzo de 1720 un varapalo que le arreó Felipe V, el primero de los Borbones. Ordenó el rey que se arrancaran tres hojas de una de las compilaciones históricas más serias y documentadas que se habían hecho hasta aquel siglo XVIII. Tres hojas de la
Sinopsis Histórica y Cronológica de España
, escrita por el ilustrado Juan Ferreras. ¿Y de qué hablaban aquellas tres hojas? Acabáramos… de la Virgen del Pilar.

Juan Ferreras era un erudito. Llegó a bibliotecario mayor y fue uno de los fundadores de la Real Academia de la Historia; o sea, que saber, sabía un rato largo. Escribió aquella cronología en dieciséis volúmenes con la intención de reparar los defectos que se encontraban en la historia de España, repleta, según dijo, «de fábulas y ficciones que la oscurecen». Con la Iglesia hemos dado, Sancho, porque no se le ocurrió otra cosa que decir que la imagen de la Virgen del Pilar no la habían traído unos ángeles, sino que había llegado directamente de Francia en el siglo XV. Ferreras, encima, era sacerdote, para nada sospechoso de tirar piedras contra su propio tejado, aunque eso no le impidiera revisar las fuentes históricas.

La tradición indiscutida e indiscutible decía que el apóstol Santiago estaba predicando en Zaragoza, allá por el año 40, cuando se le apareció la Virgen en carne mortal y le ordenó que edificara una iglesia. A la vez, unos ángeles le entregaron una imagen sobre un pilar de jaspe, de ahí lo de la Virgen del Pilar, y se suponía que desde entonces esa talla milagrosa se hallaba en Zaragoza.

Ferreras no negaba la existencia de la Virgen, sino la fábula de los angelitos. Además, no hacía falta ser muy listo para averiguar que el estilo de la talla coincidía con la imaginería salida de los talleres de La Borgoña, en Francia, probablemente tallada por Juan de la Huerta.

Sea como fuere, aquellas tres hojas que negaban el descenso milagroso de la imagen fueron arrancadas de cuajo por real orden. Ahora… no me digan que no tiene guasa que la imagen del Pilar, aquella que no quería ser francesa, fuera tallada, precisamente, en Francia.

Cómo birlar una Venus en Milo

Casi doscientos años llevan los expertos estudiando a la
Venus de Milo
y todavía no han averiguado en qué postura fue esculpida esta mujer. No saben si sujetaba algo con las dos manos o si con una se apoyaba en una columna y con la otra se agarraba las faldas. Sigue siendo un misterio, y el misterio arrancó el 8 de marzo de 1820, cuando un labrador arreó un golpe de azada y apareció una cabeza de mujer que sólo era la punta del iceberg. El campesino y la escultura eran griegos, pero la Venus se la quedaron los franceses.

La Venus salió a la luz en Plakas, un pueblo de la isla de Milo, y por allí se afanaban en excavar arqueólogos franceses a ver qué podían llevarse para seguir rellenando el Museo del Louvre. Era una época, a principios de aquel siglo XIX, en que ingleses y franceses andaban a tortas por rapiñar el patrimonio de las civilizaciones antiguas de Europa y Egipto para exhibirlo en París y Londres, y la
Venus de Milo
era un tesoro de primer orden.

Cuando la escultura terminó de ser desenterrada, se descubrió un pedazo de mujer de dos metros que o había perdido los brazos y lo que demonios sujetara con las manos, o empezó comiéndose las uñas y se quedó en los muñones.

A Francia no le costó mucho hacerse con la propiedad de la Venus. Pagó unos francos al agricultor que la encontró, otro puñado a las autoridades locales de Plakas y una multa que impuso Turquía por haber sacado la estatua de la isla de Milo. Porque los turcos, que en 1820 ejercían la dominación sobre la isla, ya tenían vendida la Venus por otro lado y los franceses se la birlaron en el último momento. Pero el caso es que la isla era griega, la Venus la esculpió un griego y también un griego la encontró. Pero como en Grecia mandaban los turcos, les importaba un pito que se expoliara el patrimonio arqueológico.

Los griegos del siglo XXI se consuelan ahora con una réplica exacta de la Venus, que han instalado justo en el sitio en donde fue desenterrada. Pero, además, albergan una esperanza: encontrar los brazos que nunca hallaron los franceses. Por eso siguen excavando. Como los encuentren, los franceses tendrán que negociar.

El gótico: y se hizo la luz

Qué depresión entrar a una catedral antes del siglo XII. Qué oscuridad, qué penumbra… ¡qué miedo! Pero eso se acabó el 11 de junio del año 1144, el día en que se consagró la catedral de Saint-Denis, al ladito de París; el día en el que el rey de Francia, Luis VII, acompañado de varios obispos, se quedó pasmado ante la luminosidad de aquel templo, la ligereza de su construcción y, sobre todo, porque era alto, muy alto. Ellos no lo sabían, pero estaban asistiendo al nacimiento del gótico. Cómo lo iban a saber, si ni siquiera existía el término.

Gótico significa «propio de los godos» y fue una palabreja cuya invención se atribuye al arquitecto y pintor toscano del siglo XVI Giorgio Vasari. Este arquitecto no buscó una palabra con buena intención, al contrario. Lo llamó así despectivamente, por considerar el gótico de origen bárbaro, de los godos. O sea, que el gótico nació en el siglo XII pero nadie lo bautizó hasta el XVI. Vale, pero, ¿por qué nació?, ¿quién fue el primero que se planteó que no se podía entrar a una catedral para salir deprimido perdido?

Pues fue el abad Suger, superior del monasterio de Saint-Denis, quien volvió locos a los constructores de la catedral para que le hicieran una de diseño distinto a todas. Porque para él Cristo era la luz del mundo y esa luz no entraba en las catedrales mazacotes del románico ni empujando. No se veía tres en un burro.

Los maestros de obras cavilaron cómo complacer al abad, pero para ello había que desterrar los muros macizos y pesados, necesarios para sostener las bóvedas. Había que conseguir luz y verticalidad… y se inventaron el arbotante, un arco de apoyo que todos hemos visto por fuera de las catedrales y que permitía descargar el peso hacia el exterior del edificio.

Estupendo, porque con los arbotantes, los muros principales podían ser más altos, y en ellos podrían abrirse grandes ventanales y poner rosetones de colores… y vidrieras… y mil pijaditas que antes eran impensables. Y entró la luz. Después de Saint-Denis llegó Chartres y Notre Dame y Canterbury y Burgos… sobre todo Burgos, que por algo es nuestra.

Algaradas
Castilla invade Tenerife

Hay quien cree que las islas Canarias han sido españolas de toda la vida. Pues no. En realidad, Castilla no terminó de conquistar el archipiélago hasta después de haber descubierto América, y fue la noche del 13 de noviembre de 1494 cuando comenzó la batalla que puso en manos castellanas la última de las islas por conquistar Tenerife. Los guanches lucharon como fieras para defender su terruño, pero no pudo ser. En el cuerpo a cuerpo no había quien pudiera con ellos, pero los castellanos llevaron consigo un arma secreta: la enfermedad.

La historia de las Canarias es muy compleja, pero por resumir y llegar cuanto antes a aquel 13 de noviembre, baste decir que dos años después de haber iniciado la conquista de América, a Castilla sólo le faltaba Tenerife para completar el archipiélago. Así que, Alonso Fernández de Lugo, que, como su propio nombre indica, había nacido en Sanlúcar, en Cádiz, se fue a por la isla. El primer intento de conquista fracasó estrepitosamente. Los isleños dieron la del pulpo a los peninsulares en La Matanza del Acentejo. Los arcabuces no pudieron con el genio guanche.

Pero los perdedores volvieron, y aquel 13 de noviembre atrajeron a los guanches a una llanura. Gordo error indígena el de bajar a luchar a campo abierto en la famosa batalla de La Laguna, aunque los castellanos contaron con una ayuda extra. Los guanches fueron definitivamente derrotados después de la batalla gracias a una epidemia, una enfermedad que aún hoy es un enigma y que no afectó a un solo castellano.

Dos y dos son cuatro, y parece claro que los isleños sucumbieron a los virus, no a los invasores. Se la llamó «la modorra guanche», porque a los castellanos les pareció que aquellos guerreros tan bravos estaban así, amodorrados. Pobres, sólo estaban enfermos y por eso terminaron de perder su isla. Si no, quién sabe, a lo mejor todavía hoy deberíamos estar enseñando el pasaporte para visitar el Teide.

La batalla de Elviña

Uno de los mayores revolcones que nos dio Napoleón se produjo el 16 de enero de 1809. En realidad el revolcón se lo dio a los ingleses, que habían venido a echarnos un cable contra los franceses en la Guerra de la Independencia. Fue la famosísima batalla de Elviña, la misma que los ingleses recuerdan como Battle of Coralina y a la que los franceses llaman Bataille de Corogne. Quede claro, de cualquier forma, que tuvo lugar en La Coruña, que nos dieron por delante, por detrás y por los lados y que en mitad de aquel desastre nació un héroe: el general sir John Moore. Cualquier inglés con estudios sabe que sir John Moore nació en Glasgow, pero que murió y está enterrado en Corunna, Coruña o Corogne.

Los ingleses vinieron a echarnos una mano contra Napoleón, no porque les preocupara que en adelante habláramos francés, sino porque al Bonaparte había que pararle los pies como fuera para que abandonara sus pretensiones de invadir Inglaterra. John Moore quedó al mando de las tropas inglesas en España, pero el endiablado avance napoleónico le obligó a replegarse hacia Galicia con la intención de embarcar allí a sus tropas y volver a casita. No tuvo suficiente tiempo, porque el general francés Soult le dio alcance. En el valle de Elviña, en Coruña, ingleses y franceses se vieron las caras.

John Moore intentó cubrir el embarque de sus hombres luchando en tierra con infantería ligera y aguantando el tipo en primera línea de fuego. Su heroicidad le valió recibir un balazo de cañón por cuyas consecuencias murió la tarde de aquel mismo 16 de enero. Es decir, que John Moore quedó como un héroe en España porque luchó como un jabato contra Napoleón, pero también fue un héroe en Inglaterra porque su estrategia permitió salvar la vida de la mayor parte de sus hombres.

E igualmente fue un héroe para los franceses, porque el general Soult, cuando supo que su enemigo Moore había muerto en plena batalla cubriendo la retirada de sus soldados, ordenó que se le construyera un sepulcro de honor en la ciudad y que fuera enterrado con todos los empaques militares. Y allí sigue Moore, en el parque de San Carlos de Coruña, Corunna o Corogne.

¿Marines en la Alhambra?

¿Dónde está la isla de Granada? Esa pregunta nos la hicimos casi todos el 25 de octubre de 1983, cuando supimos que Estados Unidos la había invadido. Bueno, Reagan no hablaba de invasión; dijo que sólo intervino porque se lo pidieron varios países caribeños. Aquella minúscula isla que había que buscar con lupa, era, según Estados Unidos, un enclave estratégico para asegurar la paz mundial y el comercio internacional. La gran verdad es que Granada era un enclave marxista ligado a Cuba y la Unión Soviética. O Estados Unidos intervenía o los soviéticos acabarían quedándose con las mejores playas del Caribe.

La isla de Granada la descubrió Colón en 1498, pero la bautizó Guadalupe. Y si se hubieran estado quietos con el nombre no hubiera pasado lo que pasó. Que algunos estadounidenses se imaginaron a las tropas pisoteando los jardines del Generalife. Merece la pena recordar aquella tira cómica de Gallego & Rey en la que se veía a dos fornidos marines a las puertas de la Alhambra. Nosotros sabíamos que nuestra Granada estaba a salvo, pero también tuvimos que ir a un mapa para saber por dónde paraba esa minúscula isla de 344 kilómetros cuadrados de superficie. Casi la mitad de Ibiza. Y peor fue lo de la principal televisión soviética, que para ilustrar la noticia puso un mapa de España y una flechita en mitad de Andalucía.

Ronald Reagan reconoció que tomó la decisión de intervenir en Granada mientras jugaba al golf en Augusta con su secretario de Estado, George Shultz. En el hoyo nueve, un par cuatro de 420 metros, ya estaba claro el cuándo, el cómo y por dónde. Quinientos marines por el norte y mil
rangers
por el sur. Tampoco podían mandar a muchos, porque la isla era muy pequeña y se iban a estorbar. Estados Unidos tardó casi dos meses en salirse con la suya, y luego el que más partido sacó fue Clint Eastwood, que en su papel de oficial chusquero y macarra en
El sargento de hierro
, se erigió en héroe de la toma de Granada. Al Pentágono no le gustó la peli.

Torpedos soviéticos contra el
Wilhelm Gustloff

Hubo un naufragio mucho menos famoso que el del
Titanic
. Con pasajeros totalmente carentes de
glamour
, pero un naufragio muchísimo más costoso en vidas humanas y, sobre todo, en esperanzas perdidas. Fue una tragedia ocurrida el 30 de enero de 1945 en las aguas heladas del Báltico. Murieron seis o siete mil personas. Ni siquiera se sabe el número, porque a los refugiados no se les cuenta uno a uno. Como mucho, de mil en mil, y van que chutan. Eran refugiados civiles alemanes,la mayoría niños con sus madres, que huían de un fuego cruzado entre nazis y soviéticos.

Nos situamos en el tiempo, enero de 1945. Hitler ya ha perdido la guerra, pero aún no se quiere enterar. Se defiende como puede por el oeste frente a los aliados y por el este frente a los soviéticos. La población civil de la zona costera del Báltico ya no sabe cómo ni por dónde escapar. Por tierra, imposible, porque las patrullas soviéticas los aniquilan, no tienen alimentos y caminan a 25 grados bajo cero.

En la bahía de Dánzig, que en aquel año era ciudad alemana pero ahora es polaca por el movimiento de fronteras que se produjo, estaba la salvación. Cuatro buques alemanes estaban embarcando a personal militar y material bélico. El espacio que sobró lo llenaron con refugiados, miles de ellos, que aceptaban cualquier exigencia, cualquier soborno, con tal de embarcar.

Los ocho mil que subieron en el buque
Wilhelm Gustloff
hicieron el último viaje de su vida aquel 30 de enero. A sólo 25 millas de la costa y sólo tres horas después de haber zarpado, el barco recibió el primer torpedo soviético; luego vinieron dos más… y el pánico… y la escasez de botes salvavidas… y las aguas heladas… y la muerte. La presencia amenazadora de dos submarinos soviéticos sólo permitió el salvamento de unas mil personas. Las otras siete mil, que huían del infierno con lo puesto, desaparecieron entre el hielo.

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